jueves, 25 de diciembre de 2008

Los géneros menospreciados: el policial

Fatal - Jean Patrick Manchette En los últimos meses, por vaya uno a saber qué azar (si tal cosa existe) o casualidad (si idem) leí varias novelas policiales. El género no me resulta extraño ni incordioso: haber leído "Los crímenes de la Rue Morgue", el cuento de Poe que para muchos es el fundante del género, a los quince o dieciséis años me ha predispuesto favorablemente para un género claramente menospreciado en muchos ámbitos, principalmente académico (a pesar de algunos tímidos trabajos al respecto).

La bestia debe morir - Nicholas Blake Pero no es sólo la academia la que mira por sobre el hombro a la literatura policial (englobo en esta expresión a una serie de textos hetéroclitos, cuyo denominador común podría ser la presencia ineludible de un crimen que debe ser investigado y resuelto... lo sé: entran aquí muchos textos que nadie se atrevería a colocar en el estante de la "novela policial": Hamlet, muchas tragedias griegas, etc.), sino también el común denominador de la gente y hasta numerosos escritores, presuntos autores de obras "excelsas", "no contaminadas" por la delicada relojería argumental que requiere un policial bien escrito.

El cartero llama dos veces - James M. Cain He oído infinidad de veces que el policial "no es literatura" o que su único objetivo es el "entretenimiento" y que por ello no merece figurar entre lo mejor que se ha creado con el sólo instrumento de la palabra escrita. Esto, no sólo es una aberración sino una muestra flagrante del desconocimiento que pesa sobre un "género menor" (odiosa expresión), cuando no "marginal". Sepan, queridos lectores y amigos, que no cualquiera está capacitado para escribir un buen cuento policial, no digamos ya una novela o una saga detectivesca al mejor estilo de la de Sherlock Holmes. Sepan, queridos todos, que el policial exige, como la música clásica al diestro ejecutante, que todos sus sentidos estén afilados al máximo y que sus dotes narrativas hayan sido reiteradamente probadas en la arena literaria. De otro modo, todo lo que se obtendrá es un texto fofo e inconsistente, un remedo de policial, una paparrucha incoherente y esperpéntica.

Las novelas que he leído en estos últimos meses son, cada una con su estilo, una muestra acabada de lo que afirmo:

  • Fatal, de Jean-Patrick Manchette: un tranquilo pueblecito francés al que llega una misteriosa mujer. La tipa cuenta una historia muy verosímil y pronto es recibida en los círculos de notables del lugar. Con increíble habilidad, logra desentrañar las tramas secretas -los chanchullos, los amantes, los negociados- y tenderles una trampa fenomenal a todos los señores importantes del lugar, una trampa que le reportará pingües beneficios y que ya ha probado con éxito en otros lugares. Con una sangre fría que congela la ídem, la mujer matará a quien se le ponga delante, pero será vencida por otra mujer, en un final verdaderamente electrizante. Tan así fue que venía leyendo esta novela en el colectivo, previo a tener que tomar el subte para ir al taller literario, y decidí, una vez que había bajado del bondi, sentarme en la plaza del Correo Central para terminarla, sencillamente porque no podía aguantar un solo segundo más sin saber cómo terminaba!!!
  • Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, de Jorge Varlotta (también conocido como Mario Levrero): un folletín policial demencial y delirante, como sólo Mario Levrero -aquí firmando con su nombre real- podía hacerlo. El detective Nick Carter debe investigar sucesos que aún no se han producido en un misterioso castillo, propiedad de un excéntrico lord... Su secretaria es ninfómana y no lo deja en paz y su archienemiga mortal, la Arácnida, tampoco... El lord y su extraña familia no se quedan atrás y en el final se producen revelaciones que no sólo despiertan las carcajadas infinitas del lector sino que cierran a la perfección los presuntos enigmas planteados al comienzo de la narración.
  • El candor del padre Brown, de G. K. Chesterton: debo confesar que no terminé de leer la serie de doce cuentos publicada por Página/12 allá lejos y hace tiempo, pero lo que leí me alcanzó para entender por qué Chesterton era uno de los autores favoritos de Borges. Los cuentos donde interviene el padre Brown, ese "insignificante" curita católico, son pequeñas obras de arte en sí mismos. Casi todos tienen un planteo argumental similar, por lo que la gracia radica en cómo Chesterton, de la mano de Brown, resuelve los enigmas, al parecer insolubles, que le ofrece Flambeau, el ladrón que luego se dedica a resolver casos con Brown.
  • La bestia debe morir, de Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis, abuelo, sí, del actor Daniel Day-Lewis): la razón por la que no seguí leyendo a Chesterton fue precisamente esta novela, que gané en la rifa del asado de fin de año del Taller de Corte & Corrección, al que asisto desde hace ya un año con gran orgullo. Y tuve que abandonar a Chesterton, al menos momentáneamente, porque esta novela me atrapó, en el sentido más gráfico del término, ni bien leí su primer párrafo, que aquí transcribo: "Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarlo y lo mataré...". Cualquiera diría que así sólo habla un peligroso criminal, acaso un demente. Pues no: el autor de esas líneas, de esa sentencia de muerte es un novelista, casualmente de novelas policiales. ¡Oh, bueno!, me dirán, el viejo truco de la novela dentro de la novela... Seguramente esos primeros párrafos son los primeros párrafos de la novela que el tipo está escribiendo... Pues no: son los primeros párrafos de su diario, en el que ha resuelto anotar, día tras día, sus pensamientos y su plan. Matará al hombre que atropelló y asesinó a su pequeño hijo; y lo hará porque "Martie era todo lo que me quedaba en el mundo. Tessa había muerto al dar a luz". A partir de ese momento me fue imposible dejar de leer. Si algo tienen las novelas policiales es que incrementan la adicción a la lectura en cantidades siderales. ¡Y después alguien se atreve a decir que no son 'literatura'!
  • El cartero llama dos veces, de James M. Cain: si "Los crímenes de la Rue Morgue" es el cuento que inaugura el género policial en 1841, en 1934 esta novela inaugura lo que luego se llamó la "novela negra norteamericana", estableciendo una diferencia muy importante con lo que podríamos llamar la rama "inglesa" de la novela policial, donde un detective, en general acompañado de un sagaz ayudante, logra desentrañar los casos más complicados, con un nivel intelectual y filosóficos elevados. La novela negra norteamericana, en cambio, se desarrolla en los bajos fondos, no hay detectives ni ayudantes sagaces sino policías corruptos, abogados más corruptos aún y asesinos de sangre fría que también pueden ser explosivos y fogosos amantes como los de esta novela, narrada en su totalidad desde el punto de vista del criminal, otro hito dentro del género. Totalmente enganchada, esta relectura, pues la había leído hace exactamente diez años, me llevó tan sólo tres viajes en tren durante los cuales desapareció el mundo a mi alrededor y sólo podía ver a Frank Chambers, a Cora Papadakis y al "griego grasiento" del que ambos quieren deshacerse así los lleven a la horca para poder vivir su reventado amor tranquilos... Pero aún cuando lo logren, el cartero (Dios o el destino o la justicia de los hombres y la divina) llama dos veces y termina con sus vidas.

Para todos aquellos que deseen una introducción algo más ordenada y metódica al género policial en sí les recomiendo el paradigmático artículo de Rodolfo Walsh (gran escritor, gran periodista, gran hombre y también ineludible y fabuloso autor de cuentos policiales y recopilador de una de las primeras antologías del género en nuestro país), "Dos mil quinientos años de literatura policial", en el que sostiene que previo al cuento de Poe hay infinidad de trazos, huellas e indicios de literatura policial, incluida la Biblia. Otro buen artículo es "Lectores imaginarios" de Ricardo Piglia, incluido en su libro El último lector. En él, Piglia desarrolla la tesis del detective como "lector", no sólo de huellas o signos sino también de textos a decodificar.

Por último, les dejo una relación de algunas excelentes, excelentísimas novelas policiales que he leído a lo largo de los años (y debo reconocer que aún me falta leer a tipos de la talla de Simenon o Chandler... pero no desespero de hacerlo en algún momento):

  • Me parecía un demonio, de Ruth Rendell;
  • Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán;
  • El idiota enamorado, de Jesús Giménez-Frontín;
  • Bedelia, de Vera Caspary;
  • Verídico informe de la ciudad de Bree, de Leonardo Moledo;
  • Los casos de don Frutos Gómez, de Velmiro Ayala Gauna;
  • Sospechosos, de William Caunitz;
  • El nombre de la rosa, de Umberto Eco (sí, amigos, es una novela primordialmente policial...);
  • El tercer hombre, de Graham Greene;
  • Los papeles de Aspern, de Henry James;
  • Encontrar una víctima, de Ross MacDonald;
  • Asesinato en la Feria del Libro, de Hubert Monteilhet;
  • Los milaneses matan en sábado, de Giorgio Scerbanenco.

Analía Pinto

jueves, 4 de diciembre de 2008

"Iridium" o mi primer libro

Moby Dick - Herman Melville No sé si todos recuerdan el primer libro que leyeron. No me refiero al primer cuento que les contaron o que recuerdan que les contaron sino al primer libro que tomaron de un estante, una mesa o un escritorio y se sentaron, con todo el tiempo del mundo por delante, a leer.

El primer libro que yo leí fue El Principito. Nadie me lo leyó, pero me lo regalaron durante la convalescencia de alguna enfermedad, no recuerdo cuál. Tenía seis, quizá siete, años. Era de noche, era invierno (recuerdo que tenía puesto el piyama de los Parchís o quizá éste sea uno de esos recuerdos que se superponen a otros) y mi padre vino con El Principito de regalo. A pesar de que lo leí y lo amé desde entonces, ése no fue mi "primer" libro leído de motu propio. El primer libro que leí de esa forma fue Moby Dick.

Tendría ocho, quizá nueve años. Acaso me acercaba ya a los diez. Estaba en la casa del mejor amigo de mi papá, Roberto, uno de esos locos lindos que saben navegar, cazar, viajar y contar historias como nadie. Uno de esos locos lindos que un día, casi sin explicación, se matan. Y digo "casi sin explicación" porque es seguro que detrás de ese carácter dicharachero y divertido había escondida una tristeza enorme, que ni siquiera el amor de una mujer y de un nuevo hijo pudieron mitigar. Ese loco lindo tenía en su casa armas, arpones, redes de pesca, planisferios, hasta una armadura si no recuerdo mal (pero es muy posible que recuerde mal) y también libros. Fanático de los Beatles, montado en su Citroen color amarillo rabioso, solía contar las anécdotas más fabulosas (y tenía fotos para probarlas), sabía palabras rarísimas (como "Epaminondas") y siempre me hacía desternillar de la risa. Tenía también una hija de mi edad y una madre muy anciana, que apenas podía subir las empinadas escaleras de su casona de Bernal.

La casa todavía está. Quién vive allí ahora es un misterio para mí. Qué habrán hecho con la hamaca -hecha con una goma vieja- que colgaba del nogal también. Ojalá la hayan conservado, o restaurado, porque era el lugar ideal. Era el lugar ideal para sentarse a leer un libro. Y sobre todo este libro. No sé por qué ni a cuento de qué me lo prestó. No sé qué día era, pero era una época en la que yo pasaba mucho tiempo con él, con su nueva mujer, Patri, con su bebé recién nacido, Andrés, y con mi padre, desde luego, viudo desde hacía muy poco a la sazón. La casa tenía un enorme fondo, donde armaban la Pelopincho color naranja, con sus esquinas de metal que siempre quemaban al sol. Pero ese día, esa tarde, no recuerdo que haya habido pileta. Quizá era primavera. Quizá era un día de verano todavía fresco. Todo lo que recuerdo es que Roberto me dio el libro y yo, poseída desde aquel instante, fui a sentarme a la hamaca y sin más trámite, con el libro en mis rodillas (tal vez fuera verano después de todo, tal vez fuera después de salir de la pileta con las uñas moradas y las yemas de los dedos arrugadas de tanto chivear en ella), me puse a leer. Y no pude dejar de leer nunca más.

Tal fue el sortilegio (palabra que aprendí en ese momento, en ese mismo libro) que el primer libro que me compré de motu propio, unos pocos años después, en una librería de Santa Teresita, fue otra novela de Herman Melville, Billy Bud, marinero, aplicando la misma lógica que he aplicado durante años a la hora de comprar libros: si un libro de un autor me gustó, es muy probable que otro libro suyo también me guste. Y si bien Billy Bud no es tan emocionante como Moby Dick, esa novelita sobre un marinero de un barco mercante también tiene lo suyo.

Pero de lo que quiero hablarles hoy es de "mi" edición de Moby Dick. Todavía conservo, más de veinte años después, el libro que me prestó ese día Roberto. Nunca se lo pude devolver, no sólo porque nunca pude dejar de leerlo una y otra vez, sino porque uno o dos años después y no más, tomó una de las escopetas que había en su casa, la tomó de su panoplia (otra palabra que aprendí allí mismo) y se pegó un tiro. Por qué, nadie lo sabe todavía. Pero yo siempre guardé ese libro como el tesoro más preciado de mi colección porque fue, reitero, el primero que verdaderamente leí en mi vida. Y si les quiero hablar de esa edición es porque, ¡oh sacrílega de mí!, no se trata de la versión original.

La colección "Iridium" (que en latín quiere decir "piedras preciosas") de la editorial Kapelusz se especializaba en literatura para niños. Nótese que no he dicho "literatura infantil" una categoría (si tal existiera) que me pone los pelos de punta no más nombrarla porque rebaja a los niños a seres estúpidos, sin cerebro y sin fantasía, incapaces de 'digerir' la "literatura para adultos" (otra perogrullada, pero lo pongo así para que se entienda lo que quiero decir) a los que entonces hay que empezar a adiestrar con cosas "adecuadas para su edad" (y los editores se encargan entonces de decirnos de qué edad a qué edad puede ser leído ese libro, etc.). El día que sea madre haré hasta lo imposible para evitar que mis hijos caigan en esa trampa y leerán libros normales como leyó su madre y como todos deberían leer. Porque nada es más adecuado que los libros que la colección "Iridium" (por no citar la legendaria "Robin Hood" de la editorial Acme) ofrecía, puesto que eran libros, básicamente, de aventuras. ¡Aventuras en exóticos -pero reales- países, con exóticos personajes, con paisajes fantásticos, donde la imaginación campea y se foguea en su eternidad para siempre! ¿Qué otra cosa desea un niño más que vivir aventuras? ¿Existe acaso algo más delicioso que ser un día pirata, otro ballenero, otro vaquero, otro detective, otro caballero medieval, otro centurión romano y así sucesivamente? ¿Existe algo más delicioso que sentarse a leer un libro que ofrece todo eso con sólo deslizar los ojos por sus páginas?

Francamente, no lo creo. Algunos de los títulos de esta colección iluminarán adecuadamente lo que acabo de decir: El lago Ontario (Fenimore Cooper), Robinson Crusoe (Defoe), Red Kid de Arizona (Guillot), Grishka y los piratas (Guillot), El juramento de Davy Crockett (Muray), Ivanhoe (Scott), La isla del tesoro (Stevenson), Ben Hur (Wallace), El faro del fin del mundo (Verne)... La lista podría seguir. Tal vez a los niños actuales estos nombres les resulten completamente desconocidos, a lo sumo anodinos, pero cuando yo era chica soñaba con leer todas y cada una de esas obras y ser alguien distinto cada vez.

Lamentablemente, es el único tomo de la colección "Iridium" que poseo, por lo que no sé si éste era un procedimiento habitual o si se limitó sólo al caso de Moby Dick. Me refiero al hecho de que no se trata de la versión original de la novela (extensa, farragosa, excesivamente científica en ocasiones, excesivamente presbiteriana en otras, entre otras muchas cosas) sino de una versión condensada. Tardé muchos años en comprender el verdadero alcance de esta condición. Y aunque siempre defenderé las versiones originales -y a ser posible leídas en su idioma original (como hice justamente con Moby Dick muchos años después, cuando ya estaba en la facultad)-, en este caso, si me preguntan, yo me quedo con la versión condensada, con la que leí primero bajo la nostálgica sombra del nogal, en mi cama después, en incontables ocasiones a lo largo de los años.

Tengo la versión original, sí. No en inglés, que esa la leí gracias a la biblioteca de la Facultad de Humanidades. Pero aunque tengo la versión "completa", nada se compara al vértigo de la versión condensada, puesto que la novela ha sido aligerada de todos aquellos 'lastres' con que Melville, quizá por impericia, quizá para impresionar a su amigo y colega Nathaniel Hawthorne (de quien espero hablarles algún día), quizá por innovar, abarrotó (otra palabra aprendida en sus páginas) el texto: el sermón del padre Mapple o el catálogo completo de cetáceos ("Cetología") fueron extirpados sin dolor alguno en mi versión de la novela. Cualquiera diría que mutilar un texto, aún cuando se quiera hacer un bien y beneficiar a las mentes infantiles, es un crimen, un pecado, etc. Como autora de textos varios no podría estar más de acuerdo. Pero como editora también tengo que acordar en que el texto gana mucho más sin esos y otros extensos pasajes, gana sobre todo en vértigo, verosimilitud y en tensión narrativa. Estos pasajes "dilatorios" -como los muchos que hay intercalados en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, otra de mis novelas ultra favoritas- no hacen sino retrasar la acción principal, nos sacan del foco, no nos dejan ver desde la cofa de trinquete el chorro reluciente de la ballena sobre las nada pacíficas aguas del Pacífico, por así decirlo. Y, para la mente infantil, digamos, nada mejor que lanzarse a la acción sin dilación alguna.

Mejor dicho: para la mente ávida de aventuras, para la mente demente, para la mente emimentemente narrativa, para la mente definitivamente encantada por la literatura, nada mejor que la acción pura, que las chalupas (otro término que aprendí allí) bajando del Pequod velozmente a la caza de un cachalote, nada mejor que ver la decepción grabada a fuego en el rostro curtido de Acab cada vez que lograban cazar uno, puesto que no era Moby Dick... ¡Persecuciones vibrantes en el mar, imposibles de filmar, a pesar de todos los intentos, desde aquella inigualable versión con Gregory Peck como Acab hasta la correctamente incorrecta de Hallmark! Y digo 'correctamente incorrecta' porque, entre otras cosas, se tomaron la atribución de transformar al hermoso, valeroso y especial caníbal Queequeg, el mejor arponero del Pequod, el elegido del primer oficial Starbuck, el compañero inseparable de Ishmael, en un vulgar y cualunque maorí, cuando en ningún sitio se dice que Queequeg provenga de allí sino "de Rokovoko, pequeña isla muy distante situada al sudoeste. Es inútil que la busquéis en un mapa. Perderíais el tiempo. Además, ya debéis haber notado que los países interesantes jamás figuran en los mapas".

Es una de mis citas favoritas de Moby Dick. Y juro que busqué Rokovoko en un mapa y desde luego, no la encontré. Y busqué también, con la ayuda de Roberto, la legendaria isla de Nantucket, desde donde partió el Pequod hacia su destino final y ella sí estaba, como la cuna de balleneros que siempre fue.

A fines del 2005 el diario Página/12 sacó una edición en tres tomos de Moby Dick. Diligentemente, fui y me la compré, pero nunca pude terminar de leerla. Comencé peleándome con ella desde la primera oración (o más aún, desde el hecho de que no figura quién es el traductor y todo lo que dice es "Traducción Página/12": ¿hay que colegir de allí que todo el diario se abocó a la hermosa tarea de traducir a Melville? Francamente, lo dudo), ya que los innominados traductores se toman una atribución en absoluto autorizada por el texto inglés. La primera frase, emblemática, simbólica, paradigmática, de la novela es, "Call me Ishmael" o, como traduce "mi versión": "Llamadme simplemente Ismael", pero no, como la traducción docense dice "Pueden llamarme Ismael, estamos en confianza". De dónde sale ese "estamos en confianza" es un misterio con el que me resistí a luchar pero que ya de entrada nomás me cayó muy mal. Sobre todo porque el texto inglés es perentoriamente claro al respecto y está diciendo, está casi gritando, que el narrador no se llama realmente 'Ishmael', invitándonos así a entrar en el puro terreno de la fantasía, pero dejando, en ese mismo instante, todo el mundo 'real' atrás.

El mismo horrible y chato mundo que vuelve a abrirse después de este bellísimo, doloroso e inigualable final:

"Al segundo día divisé una nave; se acercó y me recogió a su bordo. Era el Raquel. Buscando siempre a su hijo, sólo encontró a un huérfano."

Analía Pinto

jueves, 27 de noviembre de 2008

El loco Asís

Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico - Jorge Asís De las setecientas y pico de reseñas que realicé para el Diccionario de Autores Argentinos patrocinado por Petrobrás (que al comienzo iban a ser "sólo" cincuenta), la de Jorge Asís fue la primera que hice. Días atrás, en una charla casual con un compañero de trabajo, nombramos a Asís y cuando me puse a pensar qué escribir este jueves, se hizo la luz y me dije que incluir a Asís aquí es también un acto de justicia. Y ahora explicaré por qué lo considero así.

La calle de los caballos muertos - Jorge Asís De Asís se pueden decir (y de hecho se dicen) muchas cosas. Su trayectoria política, por así llamar a su paso fugaz por el gobierno de Carlos Saúl (no soy muy supersticiosa, pero por las dudas no voy a poner su apellido aquí, ya todos saben quién es) y a su fallida candidatura a vicepresidente en el 99, han opacado, además de otras circunstancias -como la de haber sido un best-seller en plena dictadura-, todo lo que se pueda decir de él como escritor, que es lo único realmente importante (al menos para mí). Convertido desde hace unos años, en una suerte de opinólogo-agitador mediático-analista político intuitivo-intelectual presuntamente comprometido con su realidad al estilo sesentista, o meramente un tipo al que llaman tanto Majul como Grondona como Chiche Gelblung para que despotrique contra los K y su cohorte de vieja política disfrazada de nueva idem, nos seguimos olvidando que detrás de todo eso hay un escritor de puta madre. Un narrador de pura cepa. Un tipo que cuando agarra un lápiz y un papel sabe lo que hace. Un burlador, un ironista, un escuchador finísimo, un cogedor auténtico, todo eso hay en los libros que he leído hasta el momento de Asís.

Y todo comenzó después de ver, hace ya algunos años, la versión fílmica de su archifamosa novela Flores robadas en los jardines de Quilmes y, como la peli me había gustado tanto, querer leer inmediatamente el libro. Mi compañero co-editor de La Granda Milito me lo prestó y quedé rendida y deslumbrada ante una novela ríquisima, groseramente reducida a la nada para ser llevada al cine, y para colmo con un casting bastante errado para mi gusto, puesto que Carmen-Samantha nunca podría haber sido Soledad Silveyra y Rodolfo Zalim, turco hasta decir basta, nunca podría haber sido Víctor Laplace (a pesar de lo fuerte que estaba en esa época y de sus camaleónicas transformaciones en otros héroes históricos o literarios, como Quiroga o el propio Perón). Pero no es mi intención hablarles hoy de ese libro, sino de otras dos novelas, igualmente vinculadas a Zalim.

Porque Asís, en la mejor tradición balzaciana, no sólo despliega diferentes aspectos de la vida de un mismo personaje en diferentes novelas, sino que también lo transforma en protagonista en unas y en mero testigo en otras, como es el caso de las dos que deseo comentar: en Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico (1972), asistimos a la adolescencia de Rodolfo Zalim, notoria y claramente su alter ego. Zalimchico, como le dicen, pues Zalim grande es Don Abdel, es un muchacho de ascendencia siria, nacido en Villa Domínico, con un padre abogado metido en todas las rosquetas posibles, incluso en la política y en otras actividades non sanctas, que ve cómo su familia se cae a pedazos cuando las infidelidades de su padre provocan el cisma y la separación.

Pasados los años, Rodolfo hará de todo un poco para terminar en el periodismo (momento en el que narra Flores robadas en los jardines... y recuerda su primer gran amor con la flaca Carmen-Samantha, una maestra de Quilmes que quería ser actriz), pero antes de aterrizar allí irá, entre otras cosas, a vender retratos casa por casa y se meterá en los lugares más inverosímiles del Conurbano bonaerense (esta parte de su vida aparece retratada en la novela Carne picada). Allí, en una de esas ocasiones, en una tarde en la que lo agarrará la lluvia, se quedará a charlar con el Sandro, quien es el narrador de La calle de los caballos muertos (1982) y aquí Zalim será sólo el oyente, el espectador, el testigo de cómo un muchacho venido del Tucumán intenta abrirse paso en la jungla porteña y cómo termina siendo colectivero, previo -e infausto- paso por la barra brava de Boca, cuando las barras bravas eran barras y eran bravas de verdad.

Si algo distingue la pluma de Asís es su desfachatez, su frescura, su manera completamente locuaz, vertiginosa y desprejuiciada de narrar, su ritmo siempre ágil, su oído para capturar hasta los matices más delicados de las inflexiones del habla de todas las clases sociales, sus imágenes vívidas, su pericia para mostrar escenas de sexo o de alto contenido erótico sin caer ni en la pornografía hardcore ni en la melosidad pegajosa que algunos suponen es la literatura erótica, su bombardeo feliz a los sentidos del lector... En suma, todo lo que un gran narrador debe poseer si quiere ser leído con entusiasmo, si quiere que sus personajes estén vivos delante de los ojos del lector. En este sentido, Asís nunca me ha defraudado, y estas dos novelas son un ejemplo cabal de lo que digo. Y en Don Abdel, hasta se da el lujo de jugar con los títulos de los capítulos de modo tal que si uno los lee en el índice se encuentra con una suerte de sinopsis juguetona y picaresca de todo lo que sucede en la novela. Vaya el título de este capítulo como muestra del tono jocundo que se contrapone, en muchas ocasiones, al tono amargo e irónico que adopta "el autor" dentro del texto de la novela:

"PRESENCIARÁN UN CUESTIONAMIENTO DE ZALIMCHICO. A LO MEJOR PARA DEMOSTRAR QUE SABE CUESTIONARSE. PUES, EN UN SÍNCOPE DE PUREZA, DE IMPOTENCIA, DE AUTOCRÍTICA, O DE PURO Y GASTADO FRASERÍO. EL AUTOR ACONSEJA IMPRESIONARSE, DECIRLE A VUESTRAS RELACIONES -CHE, PERO FIJATE ZALIMCHICO, ES UN ESCRITOR QUE. NADA MÁS. ES SUFICIENTE. DESDE YA, GRACIAS POR VUESTRA MANIFIESTA DISPOSICIÓN A IMPRESIONARSE. EN CASO CONTRARIO, EL AUTOR, EN UN RAPTO CORTAZARIANO, SUGIERE HEROICAMENTE SALTEAR EL CAPÍTULO. SABRÁN PERDONAR"

y desde luego la frase que empieza en "sabrán perdonar..." sigue en el título del capítulo siguiente (y así el resto). No sé por qué tengo la impresión de que Asís ya no se toma estos riesgos ni se da estos lujos, pero no podría afirmarlo, puesto que no he leído sus últimas novelas, como Cuaderno del acostado (donde nos encontramos a Rodolfo Zalim desempleado) o Del Flore a Montparnasse. Ojalá haya seguido dándose estos gustos que los escritores se dan cuando no son conocidos, cuando el best-sellerismo y la celebridad aún no han tocado a sus puertas.

Una de las escenas más recordadas de esta novela es la desvirgación de Zalimchico por parte de Julia, la nueva secretaria de su padre, al parecer contratada ex profeso para dicha ocasión. Copiaría el fragmento entero pero es demasiado largo, por lo que me contentaré con transcribir esto, que creo es también una buena muestra de todo lo dicho anteriormente sobre la pluma de Asís:

"Me acuerdo que pensaba en tus pasos, y tenía miedo, miedo de que me aceptaras, de que me permitieras besarte, tocarte, miedo de que viniera eso que sabía de sobra que tenía que venir alguna vez y me torturaba. Me torturaba más al imaginar que podría no llegar nunca ese día, porque teóricamente sabía de sexo hasta la admiración de los pibes de mi barrio, cuentos, poses, salto del tigre, hasta a mi padre creí haberlo engañado con mi experiencia. Hasta a vos, Julia, también a vos te había relatado varias de mis anécdotas inventadas, en que este Rodolfo era el inevitable muchachito bueno, macho, comprensivo, sobre todo cruel, y también vos, mierda, vos tuviste la deferencia de creerme y considerarme, pero nunca, Julia, nunca y lo comprobaste después. Ahora quiero confesarte que rezaba, ateo y todo como me suponés, como me creo, recé a Dios sin oraciones, pidiéndole fuerzas para animarme a vos, no para debutar con una mina, entendeme, para animarme a vos, Julia, y ya había soñado como un intacto imbécil con tu separación, vos conmigo y con tu nena, lo recuerdo ahora y no me da risa, más bien un poco de bronca por haber perdido la inocencia, hoy, con veinticinco años y con veleidades de escritor, yo rezándole en silencio a Dios, y sabés por qué en silencio, porque me daba vergüenza que me sintiese mi viejo y me cargara, imaginate, y cuando no estaba me encerraba en el cuarto; arrodillándome junto al ventanal, pidiéndole suerte con vos."

La razón principal por la que quiero hablarles brevemente de la otra novela, de La calle de los caballos muertos, es, más allá de lo bien escrita que está (ya que no es Zalim el narrador sino meramente el destinatario de lo que el Sandro le va contando en esa tarde lluviosa, y el Sandro no es, precisamente, un escritor), de lo bien llevada que está, de lo bien que se retrata, sin caer en la nota sociológica cruda ni en el realismo socialista soviético, la vida en una villa, la vida como integrante de una barra brava, con sus odios, sus amores, sus códigos y sus traiciones, es, decía, porque ha inmortalizado literariamente a mi barrio. En efecto, la calle de los caballos muertos no es cualquier calle, sino que está a apenas dos cuadras de mi casa y así la vieron los ojos de Asís, así la pueden ver también los lectores, aunque nunca la hayan visto en su vida (el fragmento es largo -y es también el más poético y atípico de la novela- pero creo que vale la pena y oficiará, además, de perfecto broche de oro para este posteo: yo, que detesto mi barrio, me emociono al verlo así retratado aunque no salga muy bien parado):

"A Montevideo, la Calle de los Caballos Muertos, se la llama así por motivos estrictamente obvios. Ocurre que a menudo, debajo del puente que divide el barrio Santa María, del Villa Iapi aparecen cadáveres de caballos.

Montevideo viene de más allá del Camino General Belgrano, hay quienes dicen que desde Monte Chingolo. Y en su peregrinar sociológico, atraviesa villas fiscales, barrios levemente superiores, en una estratificada combinación de ranchos, chalets, casas viejas. Hasta llegar a la estación ferroviaria de Bernal, donde, por supuesto, no parece la misma. Las calles, como la gente, cambian; de compasión al principio, Montevideo pasa a despertar admiración, después de todo es simple.

Desde la estación de Bernal, por ejemplo, cualquier Juan del Sur puede tomarse un tren y bajar en la paterna Constitución. Desde aquí, en subte, Juan del Sur puede irse hasta Retiro, desde donde puede caminar hasta una dársena y, si quiere, arrojarse al río roñoso; o subirse a cualquier barco y alcanzar el mar, del mar al océano y tal vez arrojarse de noche, hasta el fondo, si existe. O puede seguir y desembarcar solamente en rincones desconocidos, asombrosos; o en cualquier lugar más o menos semejante, en definitiva, a Bernal.

Tal vez, los caballos que concurren puntualmente a morir debajo del puentecito, pretenden llegar, a través del arroyo, al mar, al océano. Y reencarnarse a lo mejor en mitológicos caballos marinos, multiplicarse o diseminarse. Vaya uno a saber.

Es cosa sabida por todos los pobladores que el arroyo que pasa por debajo del puente conduce locamente hacia el océano; siempre lo dijo Zacarías, que navegó hasta Lisboa y sabe. Viene desde nadie sabe dónde; su peregrinar no es sociológico pero sí rengo: el arroyo atraviesa La Cañada intacta, cruza Zapiola dividiendo a su vez un infame rancherío de Bernal, encuentra Montevideo dividiendo entonces el Villa Iapi de la Santa María, prosigue por turbios parajes de Villa Gonnet hasta llegar a Wilde, y muy pronto a Villa Domínico, sitio declarado histórico, donde el arroyo se reparte en dos bracetes flacos que, independientes, se dirigen hacia el río. Un bracete prefiere tomar por Sarandí, el otro se empecina por Villa Domínico, para juntarse y amigarse en el río, después de haber sorteado estrechos y fascinantes corredores bordeados de ranchos despreciables.

Del Río de la Plata al mar dicen que hay un pasito. Después hacia el océano y hacia las fosforescentes ciudades parecidas, en el fondo, a Bernal.

De manera que los vecinos de Villa Iapi, Santa María, la Cañada, miran la porción que les corresponde del arroyo y se alegran. Se sienten optimistas porque consideran que, a pesar de todo, el mundo los tiene en cuenta. Esta presunción es motivo de grandes orgullos, de memorables festejos referidos al mar que jamás cruzarán, pero que tienen ahí, a un pasito, apenas dejándose arrastrar por la corriente que no existe, de ese arroyo frecuentemente embarrado, transitado por roedores y bichos terribles, desconocidos.

A la altura de Villa Iapi, precisamente por la Calle de los Caballos Muertos, ese arroyo sin nombre tiene un trayecto de escaso cauce. Y para colmo de agua oscura, agua en oportunidades muerta. Sin embargo a veces contiene agua de sobra, abundancia debida, en primer lugar, a la lluvia, a la colaboración de los vientos, y de ninguna manera a maldiciones de Dios, como afirma Insfrán, el paraguayo, y varias señoras santurronas de por ahí. Por lo general se culpa ostensiblemente a Dios cuando el arroyo desborda sin contemplaciones, y los pobladores entonces deben escaparse hacia algún socorrido colegio, enclavado en una zona superior, con pavimento y alta, con las eventuales pérdidas y posteriores enfermedades, debidas sobre todo a las ratas, y no a los pecados irreparables que Dios castiga. Fiesta impune la que realizan las ratas, en los interiores de todos los ranchos, ya sean vivas o bobas, corriendo por los techos o flotando, con la boca abierta, abominablemente, por el agua opaca."

Analía Pinto

viernes, 14 de noviembre de 2008

Arlt, el poeta alucinado

Roberto Arlt4 Debo la idea original de este posteo a mi maestro de taller literario, el escritor Marcelo di Marco. Sin embargo, como siempre me suele suceder, al momento de venir y sentarme aquí a redactar mi porción de felicidad escrita de cada jueves, las cosas toman un giro inesperado.

En la pasada clase de taller del sábado, no recuerdo a cuento de qué hablamos de Roberto Arlt. Yo mencioné sus alucinantes aguafuertes porteñas, esos textos, mejor dicho, esa columna diaria que publicó primero en el diario Crítica y luego en El Mundo (duplicando y hasta cuadriplicando la tirada de ambos diarios gracias a los miles de seguidores que tenía su pluma), en un formato muy parecido, o por lo menos con el mismo "principio activo" que los actuales blogs, a punto tal que hasta recibía sugerencias de los lectores acerca de sobre qué debía escribir... Entonces Marcelo apuntó: "podrías escribir algo de eso en tu blog".

Ni lerda ni perezosa, pensaba hablarles de una de mis aguafuertes favoritas (tengo muchas, pero "El idioma de los argentinos" resume el espíritu literario arltiano de un modo supremo) y también de uno de sus cuentos más recordados ("Escritor fracasado"), pero el caso es que he decidido hacer otra cosa completamente distinta, si bien siempre alrededor de Arlt. Tengo para mí que Arlt no sólo fue un periodista de raza, un escritor de puta madre y un personaje digno de la admiración más profunda, sino que también fue un gran poeta.

Y, sí, es cierto: no escribió un solo verso. O si los escribió no han llegado hasta nosotros. No importa. No es la métrica o la disposición tipográfica lo que definen que un texto sea poético. Es la actitud frente al lenguaje la que determina eso. Y la actitud de Arlt fue siempre la de un poeta, la de alguien dispuesto a sacarle a las palabras (¡de un idioma que ni siquiera era el suyo propio!) el máximo brillo posible, el más aquilatado sabor, el destilado, para usar una palabra cara a su estética, más exquisito posible de su fugaz sustancia. Y hoy voy a demostrarlo.

Pero antes quisiera hacer un pequeño rodeo. Me he cansado de escuchar y de leer que Roberto Arlt "escribía mal", "tenía faltas de ortografía" y muchas otras sandeces por el estilo que los escritores ñoños esgrimen como espadas flamígeras para ocultar sus propios fallos y sus tamañas faltas no sólo de ortografía sino del más esencial decoro literario. "Total, como Arlt, que es venerado por la crítica y fue un éxito de público en su época, escribía mal, yo puedo hacerlo peor y decir, como el escritor fracasado de su cuento, que soy un genio incomprendido". Pero Arlt no escribía mal: escribía a su manera, que es algo muy distinto. Y escribía del modo en que lo hacía como resultado de su peculiar educación (sólo fue hasta tercer grado de la primaria), de su más peculiar aún conformación familiar (su madre le hablaba en italiano mientras que su padre, con quien no se llevaba precisamente bien, lo hacía en alemán) y más todavía de sus gloriosamente desordenadas, glotonas, voraces y maratónicas lecturas (como deben ser las lecturas de cualquier escritor, si vamos al caso). Arlt fue un verdadero autodidacta. Y ni siquiera tenía faltas de ortografía, ya que trabajaba y escribía para uno de los diarios más leídos y vendidos por aquel entonces (años 30) en Buenos Aires. Lo que leemos ahora, aquí en Internet y también fuera de ella, sí que está plagado de faltas de ortografía, de dislates gramaticales y de ominosos disparates semánticos (ver aquí).

Dicho esto, quiero traer a colación unas palabras de su primer biográfo, el escritor y crítico Raúl Larra, quien no sólo escribió la primera biografía "oficial" de Arlt (Roberto Arlt, el torturado) sino que se abocó a la tarea de editar su obra completa cuando, muy pocos años después de su muerte, ya nadie se acordaba prácticamente de él. Dice Larra en el prólogo a la primera edición de su biografía: "Pienso, además, que queda mucho por decir. En el aspecto estricto de la crítica literaria, en el análisis del lenguaje, de sus aportes al idioma argentino. ¡Qué hermosa tarea para un estudiante de Filosofía y Letras la de fichar el léxico de Arlt!. ¡La riqueza que descubriría!".

Nada más cierto. Es más, me atrevería a decir que el léxico de Arlt es aún más profuso y descomunal que el de Borges. Y creo que lo que haré a continuación dará una viva muestra de ello, ya que si Larra proponía como una hermosa tarea la de fichar sólo su léxico, yo me he propuesto hoy, como una tarea más hermosa aún, la de anotar y compartir con uds. algunas de las imágenes poéticas que, casi al desgaire, como quien no quiere la cosa, Arlt va dejando caer en medio de su narrativa, como pinceladas auténticamente expresionistas, como fugaces y demenciales apariciones, como trozos desgarrados de un lienzo que se van encontrando aquí y allá y que denotan, sin lugar a dudas, la profunda preocupación por comunicar, sacar a la luz, exponer, con crueldad pero también con infinita belleza, algo de ese riquísimo mundo interior que estuvo entre nosotros sólo (¡tan sólo!) cuarenta y dos años.

Los dejo entonces, con un cross de derecha de poesía pura tras otro, con la humilde prepotencia del que ha entrevisto la divinidad y vuelve para contarlo, con la alucinada ciencia del que ha tocado la belleza del mundo y no puede, desde ningún punto de vista, guárdarselo para sí. Lean, disfruten y después me cuentan.

De la novela El juguete rabioso (1926):

"A momentos la súbita claridad de un rayo descubría un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente, con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte."

"Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteado por agujas de agua."

"En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el zenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland."

"Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja."

Del cuento "La luna roja":

"El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares."

"Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera."

"De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero."

"La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles."

Del cuento "El traje del fantasma":

"(...) allí los diques rebalsaban de fango y agua podrida. Carcomidas por el óxido, las grúas enrojecían bajo un cielo de azul lejía. Una chata de hierro encallada en el légamo se había convertido en un vivero de ratas atroces."

"(...) a veces abría los ojos y el sol estaba bajo y resplandecía como un carro de oro atascado en una llanura vinosa y otras, en cambio, rojizo como un disco de cobre, entre nubarrones violetas, aparecía furtivo ante mis ojos que volvían a cerrarse."

"(...) sumamente lerdo de ideas, se limitó a mostrar la media luna de sus dientes entre las negras bananas de sus labios."

"Claras estrellas fustigaban de luz remota las cóncavas distancias, de manera que aunque yo sabía que era de noche, el paraje aparecía envuelto en claridad celeste."

"La primavera surgía de mi instrumento. Cada nota de vidrio, de hierro, de cobre o de plata, batía un orgasmo en flor, una abertura de ramajes morenos en lo azul de nácar del espacio, una curvatura de vergeles verdes."

"(...) las flores blancas extendían sus pétalos en tal extensión que me parecía caminar en una llanura de mariposas dormidas."

"Una lívida claridad de crepúsculo verdoso penetraba el espacio como la luz irreal de una decoración de teatro."

Del cuento "Noche terrible":

"Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón. A lo largo de las cornisas, verticalmente con las molduras, contramarcos fosforescentes, perpendiculares azules, horizontales amarillas, oblicuas moradas. Incandescencias de gases de aire líquido y corrientes de alta frecuencia. Tranvías amarillos que rechinan en las curvas sin lubricar. Ómnibus verdes trepidan sordamente lienzos de afirmados y cimientos. Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica."

"Un foco ilumina con ramalazo de aluminio las tres cuartas partes de su rostro, y el vértice de su córnea brilla más que el de un actor de cine."

"Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche, decorada en la altura por contramarcos de gases fosforescentes y locomotoras de lámparas eléctricas que ponen agujeros negros o soles violetas entre las constelaciones rosas de otros letreros luminosos que antorchan permanentemente las crestas de la ciudad capitalista con sus estructuras de castillos de hadas."

De más está decir que su novela Los siete locos (1929) y su continuación, Los lanzallamas (1931), está repleta de imágenes tan o más poéticas que las que cité aquí, así como el resto de sus cuentos y su obra en general. Pero como considero que lo expuesto supra es más que suficiente como para abrir el apetito de los comensales, cierro esta nota con estas palabras de Larra: "[Arlt] era un creador extraordinario que amaba los contrastes violentos, las sorpresas inesperadas y las situaciones más contradictorias."

Analía Pinto

jueves, 6 de noviembre de 2008

Una Señora narradora

No te duermas, no me dejes - Marta Lynch Hoy ya nadie la recuerda. Pero en las decádas del 70 y del 80 Marta Lynch era una de las escritoras argentinas más taquilleras. Y digo bien, "taquilleras", porque se manejaba con los mismos aires que una estrella del cine o de la tele. Sin embargo, era una señora narradora.

A diferencia de la también vendedora Silvina Bullrich, Lynch, por más que muchos de sus personajes fueran frívolos y decadentes, sabía muy bien cómo contar historias. Bullrich, por mucho que le pese a algún trasnochado admirador, no.

Si por algo hay que recordarla, además de por su innata e indiscutible habilidad para narrar historias, es por dos personajes de sus novelas más famosas: Beatriz Maggi de Ordóñez o La señora Ordóñez, novela de 1967, y la Colorada Villanueva, protagonista de la novela La penúltima versión de la Colorada Villanueva (1979). Cada uno de estos personajes, cada una de estas mujeres encarnó vivamente un prototipo, un estereotipo y hasta un ideal de mujer como muy pocos personajes pudieron lograrlo en nuestra literatura.

La señora Ordóñez (la novela, pero más el personaje) tuvo tal impacto en mí que alguna vez escribí, para el boletín literario que supe hacer con dos amigos allá lejos y hace tiempo, una especie de relato o resumen de su vida basado en los datos mismos de la novela. No fui la única cautivada por ella: en los años 80, precisamente, el libro fue llevado a la televisión, de la mano de María Herminia Avellaneda y con Luisina Brando en el rol de la señora Ordóñez (desafortunada elección, al menos en lo que a physic du rol se refiere en mi opinión; siempre la imaginé más morocha, más criolla, menos lánguida, más firme).

Sin embargo, hoy quiero comentar algunos aspectos del último libro de Marta Lía Frigerio de Lynch, tal su nombre completo: No te duermas, no me dejes (1985) es un tomo de cuentos que se publicó poco antes de que Lynch, agobiada por el ignominioso paso de los años y por lo que éste hacía con su belleza, se suicidara. Sí, era tan frívola y superficial como para estar obsesionada por la juventud (pobre, no hubiera podido resistir vivir en esta época, imagino) y hasta para matarse al ver cómo la senectud avanzaba, sin que ni siquiera las cirugías plásticas pudieran ponerle coto (quizá tendría que haber ido a operarse con quien opera -¿cuántas veces por año?- a la otra Señora, a Mirtha Legrand). Fue, en ese sentido, una pionera.

La decrepitud, la enfermedad, el temor a la muerte, la obsesión con el paso del tiempo son los ejes por los que se mueve, mayormente, su estro narrativo. Pero hay otros tópicos también: el amor y de su mano cruel, caliente y firme el sexo; la soledad intrínseca del ser humano y también la política argentina (vale la pena mencionar aquí que la propia Lynch tuvo un derrotero o zigzagueo político por lo menos interesante: como escribí en la versión original -no en la que finalmente salió publicada- de su reseña biográfica para el Diccionario de Autores Argentinos, "fue frondicista, viajó a Cuba, simpatizó con los montoneros, ocupó un asiento en el charter que trajo al general Perón en 1972, frecuentó al ex-almirante y represor Emilio Massera, y luego fue alfonsinista").

Todos estos tópicos aparecen también en No te duermas, no me dejes. "Desde el mirador" es quizá uno de los más logrados. Un hombre vive en el famoso edificio porteño Cavanagh y desde el mirador de su departamento en el piso 17 se pasa los días observando a las personas que van y vienen por la plaza San Martín. Teje y desteje imaginarias historias entre aquellos a quienes ve asiduamente, a punto tal que decide intervenir, de modo trágico e irreversible, en el final. Existencias como la de ese personaje solitario y retraído suelen abundar en la narrativa de Lynch, cuya antena para las desgracias ajenas parecía estar perfectamente sintonizada para capturar siempre los matices más insospechados y despiadados. "Mano cruel", por ejemplo, narra la corta existencia de un niño mendigo en una barrera del norte de la ciudad. Con el mismo desangelamiento con el que transcurre esa existencia obstinada, Lynch relata sucintamente su horrible muerte.

"Juegos en el parque", por su parte, no sólo narra los últimos momentos de Rosie, una mujer mayor, sino que es una perfecta demostración empírica de la teoría de las "dos historias" que siempre narra un cuento preconizada por el escritor y crítico Ricardo Piglia. Mientras asistimos a ese último chispazo de vida de Rosie en medio de los juegos del parque de diversiones (presumiblemente el Ital Park, y escribo esto con un dejo patente de nostalgia por aquel parque, por aquellos años de infancia aturdida), otra historia se va deslizando detrás, de coté, como quien no quiere la cosa, con un destello aquí, un indicio allá, y el remate final que lo ilumina y corona todo.

"Historia" repasa la vida de un "cafishio viejo". Es la misma obsesión por la juventud, la belleza y la lozanía pero desde el punto de vista de un hombre, un hombre que aprendió de muy joven, y gracias a su apostura física, a vivir de las mujeres y nunca supo hacer otra cosa. Viejo, gastado, tiñéndose las canas con cada vez más frecuencia, haciendo caso omiso a las señales de alarma que le enviara metódicamente su corazón, asiste por última vez al Chantecler, su lugar en el mundo, pero no se da por vencido ni siquiera en el último minuto.

Párrafo aparte merecen los "Tres relatos castrenses": en "Carta de un soldado", el formato epistolar le sirve a Lynch para dar cuenta, en forma sesgada y crítica pero no panfletaria, de la escandalosa guerra de Malvinas; "La chaperona" muestra las hipocresías, simulacros e intereses que se mueven detrás de un grupo de cadetes militares en pleno estallido hormonal; "El dormitorio", retomando algunos de los personajes del relato anterior, abre una puerta y nos deja espíar la intimidad del dormitorio de los mismos cadetes militares y las escenas que acontecen al apagarse la luz.

Por último, "Entierro de un jefe" es una suerte de collage macabro en el que se repasan, con lujo de detalles, los momentos inmediatamente posteriores al fallecimiento de Perón. Como en una alucinación fantasmal, se trasunta la metáfora del país que se devora a sí mismo, del mismo modo que al personaje de "La vida", de un día para otro, se lo comienza a devorar un cáncer.

A modo de epílogo, reproduciré aquí aquel texto que escribí para la sección "En qué andan ahora" de La Granda Milito. Para quienes leyeron la novela, será como volver a visitar a aquellos personajes; para quienes aún no conocen el mundo de Marta Lynch el texto oficiará, espero, de agradable puerta de entrada:

La señora Ordóñez acarrea dos cirugías estéticas sobre el rostro, y aun así, cada mañana se descubre una arruga nueva, una línea que la noche anterior no estaba, un cansancio denso y compacto que se le instala debajo de los ojos sin que maquillaje alguno pueda ya disimularlo. Sus hijas benditas, esas dos desagradecidas supremas, están muy bien casadas y hasta tuvieron la deleznable ocurrencia de darle nietos, como si ella los hubiera querido o, acaso, merecido. Raúl, su marido, el que le dio el apellido del que con tanta altivez usa y abusa para olvidar su pasado de oscura muchachita de clase media venida a menos, para obliterar con esas pocas sílabas el hecho de que una noche, hace ya más décadas de las necesarias, la Castellana y Papá Maggi la engendraron con la misma grotesca pantomima con que ella engendró a sus hijas, sigue atendiendo hemorroides y otras afecciones digestivas, menos horas por día pero todavía las suficientes para poder seguir llevando el tren de vida que ella siempre anheló: las boutiques de la avenida Santa Fe, las confiterías de la Recoleta y las vacaciones de un mes largo en Punta. Hace rato que renunció a la ficción burguesa del amor y de la felicidad, pero el bulto reapareció, qué macana. Cinco años atrás le extirparon el cáncer, junto con el pecho, claro. Tras demasiadas sesiones de rayos y cobalto, se lo repararon con siliconas importadas de Francia y hasta le quedó mejor que su propio seno, el mismo que ahora se ve asolado por la enfermedad, taimada. No piensa ir al médico. Ni decirle a Raúl. Se pondrá a fabricar sus objetos de nuevo, que en la galería de su amiga Selva son siempre bienvenidos, aunque ella no se explique bien por qué: esos trozos de madera desgajados de muebles viejos y esos pedazos de tela rejuntados de cualquier lado son “objetos de arte” para una punta de snobs que proliferan, como su cáncer, por Buenos Aires. Se reunirá con su amigo Garrigós y lo escuchará parlotear sobre el tiempo ido, junto a sus gatos y sus sillas estilo Imperio con el terciopelo ajado y deslucido. Se encontrará en cualquier vernissage con Gigí y no podrá ya soportar su cara mofletuda y sus maneras de homosexual, de mariquita vieja. Saldrá a tomar el té con Alicia y comentarán displicentemente, entre las masitas y los hombres que ya casi no las miran, las aventuras y desventuras del matrimonio Pasco Anchorena. Pasará a visitar a las ingratas de sus hijas e intentará dejarles la mejor impresión a sus nietos, aunque eso ya no parece muy factible a esta altura. Le deberá una visita, otra más, a su hermana Teresa, felizmente viuda desde hace varios años. Por última vez irá al consultorio de su marido, sin previo aviso, esperando no encontrarlo encima de la secretaria ni de alguna de sus jóvenes pacientes. Enterrará en lo más hondo del pozo ciego de la memoria su afiliación al partido peronista, su breve encuentro con la Señora, la Alianza, su trabajo en la parroquia, Antonio, y todo el bamboleante fervor juvenil de aquellos días. Se olvidará por fin de Andrés y de Luchino y de otros tantos hombres intrascendentes con los que alguna vez planeó fugarse o simplemente evadirse de su casa y sus hijas y su marido y la mucama varias tardes a la semana. Derramará entonces la última lágrima por Rocky, su único amante verdadero, con quien fue inhumanamente feliz en la casa de la estación de tren tardes y noches enteras. Y, por fin, arribará a la tumba de Pablo Achino, su primer marido, y recordará aquel gomero de la plaza San Martín donde sus bocas se unieron por primera vez y le revelaron a la inexperta Blanca Maggi delicias que no eran de este mundo. Cerrando los ojos cansados, con resignación y tranquilidad al mismo tiempo, y con el puño firme, la señora Ordóñez abandonará, de una vez y para siempre, tanta fútil miseria.

(Nº 39, 20 de agosto de 2004)

Analía Pinto

jueves, 30 de octubre de 2008

¿Qué es ser una mujer? ¿Qué es ser un hombre?

Por qué las mujeres escriben más cartas de las que envían - Darian Leader Preguntas como éstas son las que se hace el psicoanalista lacaniano Darian Leader en ¿Por qué las mujeres escriben más cartas de las que envían? (Buenos Aires, Aguilar, 1997; título original: Why do women write more letters than they post?; traducción de Cristina Piña). Preguntas como éstas son tal vez las que deberíamos hacernos más seguido, hombres y mujeres, con el objeto de entendernos, si fuera posible, un poco más.

Descubrí este libro el año pasado. Hacía apenas quince días que me había separado del amor de mi vida (me tienta ponerle comillas a la expresión, pero creo que las comillas resaltarían aún más la ridiculez que un statement así encierra ya de por sí solo). Si bien era una decisión que venía meditando desde el momento mismo de reencontrarnos (puesto que arrastrábamos tras de nosotros muchos años de idas y venidas, peleas, distanciamientos y reencuentros, y siempre la sombra terrible de la infidelidad -casi pongo 'infelicidad', lo cual es más o menos lo mismo) en enero del año pasado, nunca había tenido el coraje de llevarla a cabo hasta ese momento. Y perdida como estaba, sostenida apenas por la terapia, una amiga y el trabajo, que como ya dijo el anciano más severo (Cicerón) cura todas las penas y las angustias, intenté volver a algún camino conocido. Y el único camino conocido, para mí, era -y sigue siendo- los libros.

Después de mucho tiempo alejada de "mis cosas" (léase básicamente mi escritura), tras la separación volví, con mucho esfuerzo, a ellas. Y entre ellas estaba la sana costumbre de comprar libros. Con un nuevo matiz: mirar, de refilón, el sector de autoayuda de algunas librerías. Llámese desesperación o un nuevo sentido de mí misma, la cosa era que yo me sentía tan perdida y desamparada que no iba a despreciar el cabo que me tirara nadie (sólo se lo hubiera rechazado al plagiario Bucay o al ñoño Coelho, eso sí). Tengo varias librerías preferidas para comprar libros. Una de ellas se llama Lucas y está en la calle Corrientes. Con paciencia y revolviendo, siempre se puede encontrar algo interesante allí. Y fue allí donde me encontré con este libro, cuyas tapas violetas (mi color favorito, por si alguien no se dio cuenta aún) y su desafiante/intrigante título me atraparon desde el primer momento. Y lo bien que hicieron.

Descreo absolutamente de los llamados "estudios de género". Ni siquiera soy feminista, ni nada que se le parezca remotamente. No creo, por lo que me es dado ver, que más allá de algunas justas reivindicaciones de tipo social o laboral, el feminismo haya logrado algo interesante. Sobre todo, en el campo del arte y más todavía en el de la crítica literaria. Yo no creo que el hombre sea mi enemigo. Por el contrario, deseo que sea mi mejor amigo, deseo fervientemente entender cómo funciona su mente, deseo profundamente que él me comprenda a mí. No pretendo ni nunca lo hice que fuéramos "iguales". Somos, evidentísimamente, distintos. Y es precisamente esa diversidad la que hace que valga la pena ponerse en contacto, en cualquier tipo de contacto, con un hombre. Así, este libro de Leader, que es también autor de Lacan para principiantes, me vino de perillas para intentar entender qué es ser un hombre pero también qué es ser una mujer y por qué a veces hacemos las cosas que hacemos tanto unos como otros.

El texto, redactado en forma clara y amena, ilustrado con numerosos ejemplos literarios, cinematográficos y hasta de la cultura pop, no es un compilado de terminología psicoanalítica (aunque la hay) ni tampoco es deudor de esa oscura oscuridad de la que muchos psicoanalistas son rehenes y devotos a la hora de escribir. Vaya uno a saber qué nos estarán queriendo decir si cuando los leemos no entendemos ni papa de lo que dicen, ¿no? Por suerte, Leader es ferozmente claro, es un argumentador excelente y sus razonamientos pueden ser seguidos sin el menor problema, incluso para quienes no están familiarizados con ninguna jerga "psi". Y esto es porque el libro abunda en generalizaciones (sí, benditas generalizaciones que en este caso le permiten a Leader ir más allá de ellas) como punto de partida para plantear preguntas, sin preocuparse demasiado por hallar respuestas.

Si, como dice Leader, el deseo aspira a quedar siempre insatisfecho para poder seguir siendo deseo, él plantea preguntas no para que nosotros busquemos las respuestas sino para que sigamos preguntándonos cosas a nuestra vez. Y si el psicoanálisis es la cura por la palabra (ver en este mismo blog), hacerse las preguntas correctas es quizá más atinado que encontrar las soluciones, puesto que en última instancia no hay "soluciones". Hay, en todo caso, nuevas preguntas.

Nadie sabe qué es ser una mujer. Lacan dijo: "La mujer no existe" (imagínense la furia desatada de las feministas ante una expresión como esta). Pero a poco que se examine el razonamiento de Lacan, al menos como lo hace Leader, nos encontramos con que tan errado el francés no andaba. Si yo les preguntara a cada uno de los lectores de este blog qué es ser una mujer, estoy segura de que recibiría respuestas completamente disimíles entre sí y nadie se pondría de acuerdo al respecto. Saldrían a relucir todas las facetas, todos los planos, todos los vértices de lo que implica ser una mujer, pero nunca saldría el definitivo, sencillamente porque no existe. Cada mujer es lo que decide ser a partir de su vacío existencial. Ergo, cada mujer se construye a sí misma y llena ese vacío como mejor puede.

Pero, ¿qué pasa cuando la mujer no puede, por la razón que sea, hacer eso? Pasa lo que les pasa a muchas mujeres: intentan ser algo que no son, se agreden a sí mismas en las formas más insospechadas, se vuelven un enigma para quienes la rodean, se vuelven locas o neuróticas o histéricas. Se vuelven, como mi madre real y no como mi mamá Erica, una ausencia tangible. Un vacío, de nuevo. O, peor aún, algo que está pero no está. Cada recuerdo suyo está teñido por esta horrible sensación de que está, pero en realidad no está. Ella misma se ha sustraído de la escena, se ha ausentado, ha elegido borrarse, ya no estar aunque estuviera. Imposibilitada, por las razones que fuera, de ser aquello que realmente quería ser (tal vez nunca quiso casarse ni tener hijos pero lo hizo porque eso es lo que se supone que una mujer debe hacer o para lo que ha sido hecha) una mujer así, como lo fue mi madre, decide que lo mejor es darle la razón a Lacan y desaparecer. Desaparecer estando allí mismo. Desaparecer incluso antes de morir, de no ser ya un cuerpo vivo. Esto no lo dice Leader, lo digo yo, que aún hoy me pregunto qué rayos es ser una mujer, cómo hago yo para ser eso que no sé muy bien qué es pero que a veces intuyo y cómo me las arreglo para no darme de narices con lo que los demás piensan que es ser una mujer y que de seguro no coincide con lo que yo trato de ser. Y que hoy me pregunto, incansable e insaciable, qué le pasó a esa mujer, mi madre, para ausentarse voluntariamente así, antes, mucho antes, de que la enfermedad se la llevara de mi vida.

Y a esto me refería con preguntarnos cosas a nuestra vez, a partir de las preguntas que Leader va dejando por el camino. Hoy, más que invitarlos a leer, quiero invitarlos a reflexionar, a pensar en los estereotipos y mitos culturales en los que hombres y mujeres sin excepción estamos atrapados, la mayor parte de las veces sin darnos cuenta siquiera. Por ejemplo, la maternidad (y por ende la paternidad): ¿acaso alguien nos advirtió alguna vez que tales cosas también se construyen y que no son "automáticas"? ¿que no es cierto que vengamos con un microchip que se activa en el momento mismo de parir? ¿que no hay nada 'natural' en el hecho de tener un bebé, que nueve meses atrás era sólo un anhelo, entre los brazos? Por ejemplo, el deseo: ¿alguien nos advirtió que el deseo debe permanecer insatisfecho para poder seguir siendo deseo? ¿que, tal como la fantasía, llevarlos a cabo destruye su razón de ser? ¿que seguir deseando es lo que nos mantiene vivos y con ganas de levantarnos cada mañana? Por ejemplo, el amor: ¿alguien, aparte de Roland Barthes, nos ha hablado alguna vez de su naturaleza cambiante y equívoca? ¿de su proximidad fatal con el odio (Catulo lo ha hecho, y otros tantos poetas, es cierto)? ¿de su terrible discontinuidad, su casi insoportable ambivalencia, su ilusoria fantasmagoría? ¿de que sólo se basa en fallidas anagnórisis -reconocimientos?

Y con esto del amor vuelvo al principio: releí este libro más de un año y pico después de separarme, cuando las cenizas del "amor de mi vida" (ahora sí me permitiré las comillas) aún humean pero con cada vez menos fuerza y nuevamente salí de él fortalecida, a pesar de que por momentos uno puede llegar a pensar que, tal como plantea las cosas Leader, es realmente un milagro que hombres y mujeres nos entendamos (acaso lo sea, pero prefiero creer que no, que es absolutamente posible hacerlo), que nos pongamos en pareja, nos casemos, tengamos hijos y querramos formar una familia. No es ese el mensaje que el libro de Leader quiere dejar. Por el contrario, yo creo que es este:

"Séneca dijo que en la vida uno tiene dos opciones: dejarse llevar por el destino o ser arrastrado por él. Esto es, repetir las mismas cosas y quejarse, vivirlas como una tragedia, o repetir las mismas cosas pero con un cierto entusiasmo, hacer la propia carrera y la propia vida a partir de ellas, algo que tiene un acento más cómico que trágico."

Sin duda alguna, me quedo con la segunda opción. Eurípides puede ser genial, pero Aristófanes lo es aún más.

Analía Pinto

jueves, 23 de octubre de 2008

La fantasía sin previo aviso

La ventana abierta y otros relatos - Saki Éste sí que es un autor abisal. No sólo entre nosotros, hispanoparlantes, sino también en el magnífico coro de la literatura universal. Es uno de esos autores que se descubren casualmente, como debe ser, y que llegan a nosotros en silencio, como en puntas de pie, casi sin hacerse escuchar, hasta que cuando abrimos su libro y comenzamos a leer nos encandilan con el tremendo resplandor de su escritura. Y ya (¡por suerte!) no hay escapatoria.

Hector Hugh Munro, más conocido como Saki (aunque decir 'más conocido' es casi un oxímoron, pues casi nadie lo conoce), es un autor de origen inglés (otros dicen que escocés) nacido en Birmania, cuando ésta aún formaba parte del Imperio. Su madre falleció cuando él tenía apenas dos años y junto con su hermana fue llevado a vivir a Devon, junto a dos tías solteronas y ultra puritanas. Si algo abunda en sus cuentos son precisamente tías solteronas, rídiculas y ultra puritanas. En especial la del cuento que quiero mencionar con más detalle más adelante.

Se desempeñó como periodista y corresponsal, comenzó a publicar sus primeros textos en la Westminster Gazette, luego de un breve paso por la policía birmana. Publicó más tarde algunas novelas, un estudio histórico y tomos con sus relatos. Cuando se produjo la Granda Milito (es decir, la Primera Guerra Mundial), se alistó voluntariamente a pesar de no tener ya la edad correspondiente y murió en una trinchera en Francia, al grito de "Put that damned cigarette out!" (¡Apaguen ese maldito cigarrillo!). No se casó, no tuvo hijos, y tras su muerte, su hermana quemó buena parte de sus papeles (!).

Esto es todo lo que se sabe de Saki. Este seudónimo podría provenir del nombre del copero (una especie de sommelier) que aparece en las rubaiatas del poeta persa Omar Khayyam; pero también podría provenir del nombre de un mono muy particular que aparece en una de sus primeras historias. Las fuentes consultadas no se ponen de acuerdo en este punto.

Leo, en uno de los sitios más completos en cuanto a biografías de escritores (Kirjasto) se trata, que Saki era un "misógino, antisemita, reaccionario que sin embargo no se tomaba a sí mismo muy en serio". No me consta que haya sido ninguna de las tres primeras, pero sí se puede asegurar que no se tomaba en serio absolutamente nada y prueba de ello son todos y cada uno de sus relatos, en los que demuele, sin piedad, con una ironía y un humor negro de los que sólo un inglés es capaz de hacer gala, todos y cada uno de los estereotipos de la sociedad victoriana que, ay, no son muy distintos de los que abundan en las sociedades actuales.

"El tigre de la señora Packletide" es una buena muestra de lo que una persona puede llegar a hacer para aparentar ante los demás; "Las siete jarras para crema" pone en escena lo lejos que se puede llegar cuando los prejuicios dominan nuestra vida; "Una cura de agitación" es la demostración cabal de lo que es realmente una broma pesada; "La reticencia de Lady Anne" es una radiografía descarnada y macabra de la hipocresía matrimonial; "El ratón", por su parte, enseña hasta qué extremos de ridiculez nos puede llevar el pudor y la pacatería exagerados.

Pero entre los cuentos de Saki hay por lo menos tres que se destacan sin lugar a dudas. "Sredni Vashtar", cuyo personaje de la tía solterona está basado en una de las tías del propio Saki, muestra cómo los niños siempre salen vencedores en el maravilloso (y horroroso) mundo de Saki. Algo que queda aún más de manifiesto en "La ventana abierta" (que da título al único librito de Saki que tengo: La ventana abierta y otros cuentos; Buenos Aires, CEAL, 1972; traducción de Eduardo Paz Leston), una lección acerca del 'peligro' de dejarse llevar por lo que los niños dicen sin ponerse a pensar en ello (o bien, de los peligros de la fantasía "sin previo aviso"). Pero es "El cuentista" el cuento que en mi opinión se lleva las palmas y todos los aplausos posibles ya que es, además de un cuento maravilloso, una poética, concentrada y corrosiva, como toda la literatura de Saki, de lo que debe ser una buena narración.

Gracias a Dios existe esta página (Ciudad Seva) donde podrán encontrar el texto completo de "El cuentista" y de varios de los cuentos que ya mencioné. Les pido encarecidamente que lo lean, que pierdan diez o quizás menos minutos de su vida leyendo, por una vez, algo que realmente vale la pena de ser leído y disfrutado sin tasa. "El cuentista" nos enseña, justamente, a contar. En un compartimento de tren (espacio cerrado, ideal para poner a actuar personajes), se encuentran viajando tres niños acompañados por una tía, además de un solterón. Los niños, inquietos, no paran de importunar a la tía, quien, con su nula maternidad, no tiene ni el tino ni la paciencia suficientes para mantenerlos en silencio o al menos entretenidos. Intenta contarles una historia, pero es "la más estúpida" que ellos hayan escuchado. Recién entonces interviene el solterón (excelente manejo del timing), haciéndole notar a la tía el poco éxito que ha tenido. Los inquietos angelitos le piden entonces que él les cuente un cuento. Comienza diciendo "Había una vez..." y cuando el interés de los pilluelos está a punto de desvanecerse el solterón tuerce el timón (como hace todo buen narrador), y les dice que la protagonista de su cuento, Bertha, era "horrorosamente buena". La nota discordante (lo que hace que un texto sea literario) pone sobreaviso a los niños y a partir de ese instante no dejan de prestarle toda su anteriormente dispersa atención. Tan buena era Bertha que termina... No, no cometeré un spoiler, pero así como los niños quedan fascinados con esa historia que se aparta de las historias ñoñas y comunes (como suele hacer la buena literatura y no la literatura "de noticiero" que están queriendo imponernos), la insoportable tía solterona y amargada queda horrorizada y escandalizada ante la astucia narrativa del story-teller: "Usted ha destruido el efecto de años de cuidadosas enseñanzas" le espeta, a lo que é contesta: "Al menos los mantuve tranquilos durante diez minutos, algo que usted no fue capaz de hacer."

Y eso es, creo yo, para cerrar, precisamente lo que la buena literatura hace con nosotros: destruye (¡alabada y practicada sea!), tenaz y corrosivamente, años y años de esa 'cuidadosa enseñanza' por la cual nos volvemos (o quieren volvernos) cada vez más estúpidos, menos pensantes, menos creativos y más y más esclavizados.

Analía Pinto

miércoles, 22 de octubre de 2008

La opinión de un lector

Quiero compartir con uds. la opinión de uno de los seguidores de los devaneos y desvaríos de esta rumiante y curvilínea escritora en la web, ya que creo que sus dichos complementan el panorama general sobre Erica Jong que quise trazar el jueves pasado.
Los dejo entonces con la visión de Luciano Tanto (cariñosamente, eleté), a quien no conozco personalmente, pero tengo en la más alta estima desde que nos cruzamos en estos rizomáticos senderos de la web:

querida analía.

lector coetáneo de erica jong, leí sus libros a medida que fueron publicándose. seguí su actuación pública y me enteré de sus tomas de posición sobre muchas cuestiones a medida que se producían (que era mucho más complicado que ahora por las obvias razones técnologicas).
la estrategia de difundir sus ideas haciendo "literatura", fue a la vez un acierto y su cruz (signo terrible masculino y moderno del sufrimiento).
si hubiera expuesto su pensamiento como ensayo no hubiera pasado de ser una curiosidad académica, y eso en el mejor de los casos.
pero como literatura, sus textos eran analizados desde un punto de vista necesariamente estrecho; más aún por el hecho de que se vendían mucho. una señal de carencia según el más extendido prejuicio que rodea al libro, sea cual sea.
colaterales del fenómeno: la mayoría -abrumadora mayoría- de quienes la comentaban eran hombres, y no hace falta que explique el sentido de esta constatación.
a su realidad femenina se agregaba un doble condicionamiento, determinante: judía y estadounidense.
todo esto regado con la salsa más espesa: la denuncia de la falsedad interpretativa de la sexualidad y su valor claramente diferenciado según se hablara de hombres o de mujeres (y freud, el escritor que se creía científico, hizo lo suyo para aumentar el equívoco, con esas tonterías en torno a la envidia del pene (?) y en general sus anacrónicas especulaciones en torno a la capciosa pregunta "¿qué quieren las mujeres?").
discapcidad final. era clara, entendible, sus lectores/as se reconocían en lo que afirmaba, error terrible en una época en la que la cultura estaba dominada por los falsos sabios de las universidades de francia, la mayoría de los cuales ejercían la más confusa y oscura (y en muchos casos risible, como terminó demostrando el famoso libro de sokal y bricmont "imposturas intelectuales").
en fin, erica jong, mezcla de ben jonson, oscar wilde y jonathan swift, si se hubiera disfrazado como george sand y antes de que se revelara su identidad, hubiera sido señalada como maestro de nuestro tiempo. y nótese el genero de la afirmación.

Luciano Tanto

viernes, 17 de octubre de 2008

¡No te metas con mamá Erica!

Miedo a volar - Erica Jong Ha llegado el momento de que les hable de mi madre. De mi madre literaria, al menos. Y la oportunidad me la ha brindado nuevamente un excelente blog, Papel en Blanco, aunque justamente con el redactor de esta nota (al menos en lo que toca a MI libro de cabecera para la existencia toda) no estoy para nada de acuerdo.

Prometí ayer en mis queridas curvas que iba a explicar hoy aquí qué es un "libro terapéutico" para mí. Luego de pensarlo bastante y buscando siempre que estas notas (o posteos) no sean todas iguales aunque su objetivo sea siempre el mismo ("acercar el libro al lector", cual si fuera el slógan de nuestra Feria del Libro, je je), recordé que alguna vez (más bien, varias) había escrito en mis diarios con mucha pasión acerca de mamá Erica, como yo la llamo, pero más específicamente de este libro, que sale tan mal parado en la nota de Papel en Blanco (no dice quién es el redactor, me perdonarán que no lo haya averiguado).

Tras releer aquellos viejos papeles decidí que la mejor justicia que podía hacerles, tanto a mis diarios como al libro, era transcribir los párrafos más jugosos, ya que no sólo quedará claro qué es un libro terapéutico para mí (y estoy segura que cada cual tendrá el suyo; yo tengo varios más aparte de este) sino que de ningún modo creo que Miedo a volar (Buenos Aires, Sudamericana, 1976; título original: Fear of flying; traducción de Aníbal Leal; primera edición en inglés: 1973) de la escritora norteamericana Erica Jong haya sido un libro sobrevalorado sino todo lo contrario.

Los dejo entonces con lo que escribí el 12 de diciembre del 2000 (luego agregaré algunas notas actuales; disculparán las intromisiones entre corchetes, las creo necesarias):

"Tras leer al fin Qué quieren las mujeres [libro de ensayos y artículos breves de Erica Jong] instintivamente quise leer nuevamente, por mil millón vez Miedo a volar. Probablemente no haya libro más preciado en mi biblioteca (Rayuela debe ser el otro [junto con el Quijote agrega la AP del 2008]). Probablemente no haya libro más subrayado en mi biblioteca (Rayuela, seguramente, sólo porque es más largo y tiene lecturas "técnicas", es decir, para la facultad). Probablemente no haya libro del que recuerde tan perfectamente sus primeras líneas (Rayuela, obvio, y Moby Dick, claro [que también sale mal parado, injustamente también, en la misma nota de Papel en Blanco agrego ahora]). Probablemente no haya libro que me haya ayudado más desde que cayó en mis manos ni haya libro del que haya escrito más en estas páginas [el original decía 'junto con Rayuela' pero a decir verdad, con el correr de los años he vuelto a releer muchísimas veces más, y por ende a escribir nuevamente sobre él, Miedo a volar que Rayuela, quizá porque éste último sí sea un libro en algún punto sobrevalorado, o por lo menos un libro que es mejor que quede intacto en el recuerdo porque de algún modo sabemos que no va a resistir la prueba del Tiempo, la misma de la que hablaba con respecto a Poe el jueves pasado] de toda mi vasta y heteróclita biblioteca.

Vuelvo a leerlo con la misma curiosidad y enganche y espíritu de aventura del principio. Sé exactamente lo que va a suceder con Isadora, con Adrian Goodlove, con Brian, con Bennett... no importa. A veces creo que puedo ver en mi mente el avión de Pan Am, la Universidad de Viena, el hotelucho de París donde Isadora queda varada y menstruando, la bañera donde la encuentra Bennett al final... La veo como si la película efectivamente se hubiera rodado [Miedo a volar fue tal éxito de ventas en su momento que se pensó llevarla al cine, pero el proyecto no prosperó como la misma Erica se encargó de retratar satíricamente en el siguiente episodio de la saga, How to save your own life -o, en la espantosa traducción española: "Isadora emprende el vuelo"]. La veo como si la película la hubiera filmado yo misma [creo que si un libro logra ese efecto en un lector ha logrado lo que cualquier libro de ficción que se precie de tal debe lograr]. Y así estoy tratando de hacerlo en la primera creación de entera ficción en la que estoy trabajando. Con 'entera ficción' quiero significar escribir sobre situaciones que no he vivido previamente o que no he experimentado aún, o que en verdad no sé cómo son, en un mise en place totalmente imaginario, con seres ficticios aunque levemente basados en seres reales... La influencia de Erica Jong es vital, es inapreciable, es inagotable, es algo para agradecer mientras viva.

Seguramente, nunca la conoceré ni la veré personalmente y quizá es mejor que así sea. Hay una afinidad de espíritus tan grande que no se precisa el cuerpo ni la presencia para advertir esto. Seguramente, en todo el mundo debe haber cientos de mujeres que sienten algo parecido a lo que yo siento pero la diferencia radica en que yo, además, escribo y me reconozco deudora, discípula, alumna, pobre imitadora suya, y por eso la afinidad es aún más grande. Como ella seguramente sentía lo mismo por Anaïs Nin, por poner un ejemplo también caro a mis afinidades literarias.

El día que compré Miedo a volar sabía que había conseguido algo especial pero no sabía qué tan especial era eso que había conseguido; no tenía ni idea de que había encontrado el inicio de la saga de Isadora [que le llevó a Erica cuatro libros: Miedo a volar, How to save your own life, Paracaídas y besos y el gran final, Any woman's blues -torpemente traducida al español como "Canción triste de cualquier mujer" y que me llevó años encontrar], que había encontrado un libro que había causado una suerte de revolución cuando fue publicado; un libro saludado por mi otro padre espiritual, Henry Miller. Lo que no sabía es que había encontrado a la diosa tutelar de mi vida y de mi carrera entre sus amarillentas páginas.

Lo compré, cuando apenas tenía veinte años, porque era barato, porque me gustó el diseño de la colección (la colección "Vértice" de Sudamericana, donde también brillan otras perlas de la narrativa norteamericana de los 70 como David Kaufelt, Jean-Paul Donleavy o Sandra Hochman, entre otros), porque en la librería había un gato gris enorme [en todas las librerías que se precien de serlo hay siempre un gato gordo y enorme sobre los libros: ¿será siempre el mismo? ¿vendrá incluido en el alquiler del local?] que desde luego se dejaba acariciar, porque alguna vez había registrado en algún rincón de mi memoria ese título, sin saber muy bien de qué se trataba pero con un cartelito de "interesante" bien grande... Lo compré en una librería muy vieja, en el centro, en la calle Montevideo, creo, pero no estoy segura, puesto que nunca más la encontré (como esa tienda fantasma donde Homero compra la mano de mono que cumple los deseos a costa de traer luego grandes desgracias [al redactar esto no sabía, aunque lo sospechaba, que se trataba de uno de los mejores cuentos jamás escritos: "La pata de mono" de W. W. Jacobs, cuya lectura recomiendo sin la menor dilación]). Tampoco recuerdo cómo fue que fui a parar a esa librería ya que en aquel momento solía comprar en "Mercurio" [una librería de saldos de la calle Corrientes, que luego se transformó en una librería de "libros nuevos" y perdió para mí todo atractivo. Actualmente hay un negocio de no sé qué, algo no relacionado con los libros, desde luego].

Y creo que lo leí ese mismo domingo [durante muchos años he comprado libros sólo los domingos], absolutamente atrapada desde la primera línea, el primer renglón ya tan mítico para mí como "Llamadme simplemente Ismael. Hace algunos años -no importa exactamente cuántos- hallándome sin dinero decidí hacerme a la mar..." e incluso como "¿Encontraría a La Maga?". Ese primer destello, la promesa de lo porvenir dice:

"Había 117 psicoanalistas en el vuelo de Pan Am a Viena y por lo menos seis de ellos me habían tratado. Por otra parte, estaba casada con un séptimo."

Sencillamente glorioso [hace poco escribí en otro lado que lo glorioso de este comienzo es que engancha de inmediato al lector: ¿por qué '117' psicoanalistas y no 20 o 100 o un número más redondo? Luego, el hecho de que la narradora haya sido tratada por seis de ellos y esté casada con un séptimo termina de llevar de las narices al lector, quien inmediatamente se huele que algo no anda bien... Por otra parte, como dije también allí mismo, lo que más sobresale, aunque quizá en esa primera línea no se vea aún tan claro, es el humor descarnado, tierno e irónico a la vez con el que narradora se trata a sí misma y a todos los que la rodean, amenizando situaciones que vistas de otro modo no tendrían ni pizca de gracejo o comicidad].

Algún día recapitularé todas las impresiones que hasta aquí se han deslizado y armaré un artículo o un ensayo al respecto. En el 2003, cuando yo cumpla 29 [la misma edad de la protagonista], Miedo a volar habrá cumplido 30 años: así como Erica escribió en Qué quieren las mujeres para los 30 años de Lolita [si hay alguien que aún no leyó esta maravilla de Nabokov corra ya mismo a leerla, y olvídese de las sosas versiones fílmicas!], yo escribiré, caso de seguir vivita y coleando, un artículo sobre los 30 años de Miedo a volar y, fundamentalmente, sobre la influencia que ha ejercido sobre mi humilde persona la saga de Isadora Wing. Debería hacer lo mismo con varios libros, a decir verdad" [y bien, no escribí ese artículo, pero estoy escribiendo éste en este blog, que es la materialización de aquel vago pero persistente deseo, lo cual no me parece poco].

Lo que más me irritó del comentario en Papel en blanco fue que se dijera que su protagonista es "arquetípica y antipática". Concedo en que es un arquetipo de mujer con el que yo me siento plenamente identificada (con lo cual, ha de tener bastante -¡mucha!- realidad...) pero ello no obsta ni va en desmedro de la obra. Por el contrario, si Isadora Wing no fuera el arquetipo de la mina que escribe, que es linda e inteligente a la vez (además de judía, con lo que eso implica para la cultura norteamericana) y no sabe cómo hacer para no terminar siendo una monja intelectual pero tampoco una reventada a la que dejan tirada en una ruta a París, el libro -y toda la saga que de allí se deriva, algo que parece que el o la redactora del posteo no han tenido en cuenta- no tendrían la menor gracia. Porque se trata justamente de conciliar, de algún modo, esas dos imágenes opuestas con las que las mujeres acarreamos siempre: la santa y la puta. Aderezadas, además -y aquí radica mi total identificación con el personaje/arquetipo/como quieran llamarlo-, con el hecho de tener una pasión invencible, una vocación total y absoluta por la escritura y la literatura, que la llevan a la autora a desgranar, con gran tino, citas y referencias literarias (y que relectura tras relectura me fui encargando de descifrar) para algunos quizá demasiado numerosas; para una apasionada como yo quizá escasas. Ah, y que Isadora Wing le resulte a alguien "antipática" me cuesta mucho, muchísimo, creerlo. Pero me parece que sé cuál puede ser la razón de dicha antipatía: la espantosa, horrenda y malograda traducción al español 'castizo' (es decir, al castellano hablado en la península ibérica) de Miedo a volar que tuve la desgracia de leer una vez, sólo para morirme del asco y lamentarme ante el horror en que se había convertido mi novela favorita "gracias" a un (o una, no recuerdo) traductor inepto. La traducción de Aníbal Leal es impecable y si bien emplea algunos modismos castizos, los sazona muy bien con modismos propios de nuestro lenguaje literario (atención, no de nuestro lenguaje hablado), logrando así una lectura totalmente plácida y llevadera.

Por otra parte, el redactor del posteo, habla de un "final plano". No, amigo mío. El final de Miedo a volar no es, en modo alguno, un 'final plano'. Es un final abierto, que es una cosa completamente distinta y que deja, justamente, la puerta abierta para la continuación. Porque era obvio y evidente que la historia de Isadora Wing no podía quedar allí y que debía seguir, como efectivamente siguió. Entonces, después de la famosa escena de la bañadera, la encontramos en el siguiente libro, algunos años después y con nuevas aventuras bajo el brazo. Tampoco pareció entender el redactor de la nota, acaso porque no conoce la filiación literaria de Erica Jong, que es la literatura inglesa del siglo XVII y XVIII, que Isadora Wing es una heroína como lo son las protagonistas de sus otras novelas fuera de la saga: la actriz Jessica Pruitt en Serenissima, pero muy especialmente Fanny Hackabout-Jones en Fanny, una reescritura picaresca y maravillosa de la novela erótica de John Cleland Fanny Hill. Sólo así alguien puede ver tan poco en un personaje y en un modo de hacer literatura tan rico.

Analía Pinto

P. D.: Francamente, podría seguir escribiendo varios párrafos más al respecto pero creo mejor poner un punto aquí. Me quedo incluso con ganas de transcribir varios párrafos de la novela, pero me parece mejor invitarlos a leer la página oficial de Erica Jong a aquellos que sepan inglés y a los que no, a consultar un excelente libro sobre la narrativa de Erica, escrito por una argentina (que no soy yo, pero que me hubiera encantado serlo!): Erica Jong. Cuando el diablo pone cara de mujer de Graciela Beatriz Domínguez (el título hace referencia a la biografía de Henry Miller que Jong escribió, El diablo anda suelto).