jueves, 24 de abril de 2008

Es bizarro escribir o Cómo se hace un libro

Es extraño escribir - Christiane Rochefort En cualquier casa más o menos progre del centro o del gran Buenos Aires, cuyos dueños sean o hayan sido afectos a la lectura, hay un ejemplar de El reposo del guerrero, novela de la escritora francesa Christiane Rochefort, un "pequeño clásico", por así decirlo, de mediados de los 60. La presencia bastante ubicua de este libro y de esta autora se debe no sólo a su temática transgresora para la época (aquella época, hoy ya nada lo es), sino también a la buena política de edición, distribución y traducción que supo tener una editorial como Losada en aquel tiempo (hoy ya casi ninguna editorial la tiene). La colección "Novelistas de Nuestra Época", precisamente, recoge buena parte de la producción de Rochefort (Los niños del siglo, Céline y el matrimonio, Primavera en el parking, Una rosa para Morrison e incluso un libro "tardío" como Arcaos o el jardín resplandeciente, publicado hacia comienzos de los 80) y fue precisamente gracias a ella -y a mi manía de perseguir, cual mariposas, diversas colecciones de libros-, que la conocí.

Comencé, desde luego, con El reposo del guerrero, por su condición de "pequeño clásico" (como mi casa nunca fue progre y como la iniciadora de la biblioteca fui yo, correspondía que lo tuviera, aunque más no fuera por eso), de "libro que hay que tener". Me gustó mucho, según recuerdo, y cada vez que me topaba con un libro de la Rochefort lo compraba sin dudarlo, sabiendo ya que me iba a gustar. No me equivocaba. Uno de los que más me gustó fue Primavera en el parking: y sirva el siguiente, breve y caprichoso, resumen argumental como excusa e introducción a la vez en el libro que realmente deseo comentar. Inmediatamente comprenderán por qué es necesario dar este largo y en apariencia inútil rodeo.

Primavera en el parking es la hermosa historia de un adolescente francés pre-mayo del 68 (como la misma Rochefort explica, situarlo luego de esa fecha hubiera sido sencillamente imposible y, peor, inverosímil), que una noche tiene una discusión estúpida con el padre (como todas las discusiones que se tienen con la figura paterna) y se va de la casa. Así, sin nada, de repente, sin planearlo siquiera. Vagabundea por las calles, conoce a diversa gente, se hace pasar por estudiante universitario y así conoce a Thomas (primeramente conocido como "Estercolero Occidental"), un estudiante universitario verdadero, algo mayor que él, con quien la conexión es inmediata. Y llega a tal punto que muy pronto se dan cuenta que están perdida y gloriosamente enamorados. Y aquí hace falta aclarar lo siguiente: no se trata de dos homosexuales "reprimidos" que de pronto salen del closet, ni mucho menos de un pederasta que va detrás de los niñitos para corromperlos. Como queda bien claro en la novela y, luego, en el texto que deseo rescatar, se trata de una historia de amor y nada más. Sólo que no transita por los carriles convencionales (algo que suele abundar, por suerte, en la novelística de Rochefort).

Hace casi dos años, volví a toparme con un libro de ella. Como siempre, lo compré sin vacilar. Y cuando leí la contratapa y me di cuenta de lo que era, me alegré aún más. Es extraño escribir (Buenos Aires, Losada, 1973; edición original: C'est bizarre l'écriture, París, Grasset, 1970; traducción de Alberto Szpunberg) relata la génesis -nunca mejor aplicado este término- de Primavera en el parking. Dice cómo se hizo ese libro. Cómo nació. Qué cosas le dieron vida. Y es, desde luego, una original y refrescante reflexión sobre el proceso de escritura o, si se quiere, sobre el proceso creativo en general.

Su lectura depara muchas felicidades, especialmente para aquellos que siempre estamos ávidos de saber cómo se produce la magia (amén de que hacemos todo lo posible por producirla nosotros mismos, con mayor o menor suerte). Por saber cómo un texto, que no es más que un amontonamiento de palabras, frases y párrafos, deja de ser ese simple amontonamiento y se convierte en algo más, en un texto literario. A la pregunta ¿cómo se logra eso?, Rochefort responde con este librito, breve, divertido, irónico, humano y profundamente revelador para todo aquel que sepa leer entrelíneas. Hago esta aclaración, quizá ociosa, porque saber leer, en mi opinión, es precisamente eso, leer lo que está pero también lo que no está, lo no dicho, por no expresado o, sencillamente, porque no se puede expresar.

Todo lo que Rochefort sabía de lo que finalmente sería Primavera en el parking era que un joven se iba de su casa después de una pelea rídicula con el padre. Eso era todo. Eso fue lo que nunca, a través de todas las sucesivas versiones, marchas y contramarchas, cambió. Todo lo demás era un misterio. Más aún, algo a averiguar. Este "tener que averiguar" es uno de los motores que la impulsan a escribir, según explica luego. Qué sea eso que se debe averiguar mientras se va escribiéndolo tampoco se sabe, pero sí sabe que hay algo que debe ser sacado a la luz, arrancado de sus tinieblas, expuesto al fin.

Esto que no se sabe bien qué es (aún) pone en marcha el mecanismo o, mejor, el proceso de la creación. Entonces: "Los pensamientos, las informaciones, todo lo exterior, todo cae en un pozo sin fondo, se mezcla ahí adentro y crea un "terreno" donde las cosas luego brotan. Nada más. Y a su manera. Es orgánico y no intelectual". La comparación del proceso de creación con un proceso de orden orgánico más que intelectual, por sobre las fuerzas represoras del "yo", si se quiere, será también una constante en las reflexiones de la francesa, que sigue: "A la búsqueda del "pensamiento que yo ignoraba tener", parto a menudo, pluma en mano, como un cohete tras el personaje, que quizá lo tenga y me lo vaya a revelar". Es así cómo Rochefort comienza a perseguir a Christophe, ese adolescente dulce y huraño, del que ella no sabía nada, sólo que se habia peleado con el padre porque Christophe le tapaba la pantalla del televisor y el padre insistía en decirle "correte" aunque allí no hubiera nada.

Sale entonces una primera versión. Es pobre, es deficiente, es mera transcripción. ¿Cómo sabe el autor todo esto? A eso trata de responder también este libro. Y la verdad es que no se sabe. Es decir: se sabe que algo va mal, que no salió como se esperaba, en definitiva que "así no va" pero no se sabe exactamente por qué. Es una sensación, una corazonada que no hay que desoír nunca. La escritura es una cacería: se sale a cazar, no se sabe qué, sólo se cuenta con un arma (la pluma, la máquina, el teclado) y es preciso levantar todas las presas que se pueda, luego se sabrá cuál era la buena, pero a condición de haber transitado el bosque durante un buen trecho y de tener que retornar al punto de partida numerosas veces. Ya se ha dicho que la escritura es un juego de opciones. Se prueba por aquí, por allá, por este sendero, por aquel, hasta que mágicamente la puerta de la verosimilitud se abre y todo fluye. ¿Cómo se abrió? A fuerza de insistir, de avasallar, de tentar el vacío. Es decir: a fuerza de seguir escribiendo hasta dar con el tono.

Esa primera versión no convence a la autora, decíamos. Sin embargo, por otras vías, da lugar a otra novela, Una rosa para Morrison. Christophe, que en este punto ni siquiera tenía nombre, sigue durmiendo en un cajón durante mucho tiempo. Nació el personaje pero ha dado apenas una patada y luego nada. Tiempo después, Rochefort se pone a ordenar sus papeles y se encuentra de nuevo con él. Relee esa primera versión, ve defectos que antes no había visto, aunque hay muchas otras cosas que la entusiasman. Se pone a corregir. A rehacer. Mejor dicho, a escribir (que no es más que reescribir). Como sólo está "ordenando sus papeles" no hay presión alguna y la pluma corre. Llega el ansiado momento: ahora sí, Christophe berrea, llora, muy pronto gatea y empieza a hablar, inmediatamente a exigir y la propia autora apenas puede con él. La cosa marcha. Como anota en su diario: "Se escribe". No "escribo" sino "se escribe": este personaje, esta historia, se están escribiendo a sí mismos, como corresponde, usándola a ella como vehículo. Por eso sostiene que "escribir es obedecer" y es "contemplación". Contemplación que hace a la vez, que no es estática, agregaría yo. En su hacer haciendo, la historia sufre modificaciones y entonces se descubre el verdadero trasfondo: es una historia de amor, claro que sí.

Lo había sido desde el primer momento pero aquella primera versión "insuficiente", en su convencionalidad y "fidelidad" a los hechos (y no a la verosimilitud de lo que se cuenta) hacían que esto no se viese claramente. El texto marcha, corre, vuela: las modificaciones, las correcciones, gruesas o finas, pero más las ínfimas, las que parecen menos importantes, hacen que el texto deje de transcribir fielmente para empezar a hacer literatura, a producir el sueño vívido que toda buena ficción es. Dice Rochefort: "es por eso que vuestra palabra que estaba muda no lo está más, repentinamente se pone a hablar, a escupir lo que recelaba y hasta ese momento celaba. No es sólo que yo estaba ciega, es que también estaba sorda o, mejor dicho, no se podía entender porque la palabra todavía no tenía música".

Y sigue: "El sentido no está en la palabra, sino en la organización. Había pasado de lo inerte a lo tenso, de lo amorfo a lo organizado. Pavada de cambio, podríamos decir. Es la llegada del ritmo. (...) Es la naturaleza del ritmo, es biológico, es como hacer bien el amor (bien, insisto), es la vida que entra en las frases y crea su intimidad, sus cambios, su orden, su sucesión, y su respiración, que la puntuación dirige imperativamente. La puntuación correcta es aquella que cae del espíritu (ruah)". De aquí la importancia de esta coma puesta aquí y no allí: no es un capricho del autor ni una gratuita transgresión gramatical, es cómo respira su texto, cómo bailan sus personajes, cómo su propia cadencia les va imprimiendo ritmo, color, locura a sus páginas. Más claro, imposible: "Cambiar inocentemente una puntuación es no tener idea de qué es el trabajo literario, y es un desprecio por el escritor". Vaya esta admonición para todos aquellos que corrigen textos sin tener ni la más mínima idea de lo que están haciendo y aún para aquellos que, con toda nuestra buena voluntad, sugerimos en ocasiones cambios de puntuación en los textos de nuestros amigos escritores ignorando o pasando por alto esta gran verdad de la respiración propia de los textos.

Ya se sabe entonces que es una historia de amor y vaya, entre dos hombres. Parece que ya está todo resuelto pero no: los problemas apenas si están comenzando. Porque ahora, una vez dado el tono y encontrado el ritmo, nos topamos con las cuestiones argumentales. Y no sólo eso, sino con el propio darse cuenta de la autora de lo que ella misma ha escrito y no era capaz de ver: "Esta gente se ama desde el comienzo, estaba escrito en negro sobre blanco, por mí misma y muchas veces, (vuelvo sobre mis pasos en este manuscrito pese a todo no hecho en braille y me es obligatorio constatar que desde la primera versión todos sus actos, después de la primer mirada en Sainte-Geneviève, están conducidos por el amor) y yo la inocente, con los ojos vendados". Y más: "¿Cuántas veces, en qué tono, habrá que repetir lo que has escrito para que lo comprendas? Me hago llamadas telefónicas, me pongo señales a mi paso, grandes como una casa, y sigo como una tapia, tan sorda como mis personajes. ¿Compartiré, quizá, por azar, su inconciente?". La respuesta pareciera ser que sí, al menos mientras dura el proceso de creación, mientras los personajes nos necesitan para poder desarrollarse y ser, al fin, ellos mismos.

Y, luego, la pregunta del millón es: ¿concretan físicamente su amor Christophe y Thomas, a. k. a. Estercolero Occidental? Y si lo hacen o no lo hacen o lo que fuera: ¿cómo relatar eso? Éste es el nuevo desafío que su propio texto le plantea a la autora. Los personajes quieren, es evidente, concretar su pasión. Pero la autora no. Ella tiene problemas con eso, como lo reconoce en su propio diario. No sabe cómo hacerlo y sabe que por alguna causa desconocida no quiere hacerlo. Entonces recurre al truco de las distintas versiones: una virtuosa, una plátonica, una con obstáculos... Ninguna sirve. No sirven porque los personajes no están haciendo lo que ellos desean, lo que ellos saben que tienen que hacer: "Tanta virtud no me producía más que mierda", bufa Rochefort. Entonces se decide: esto era una verdadera historia de amor, no había nada sucio ni despreciable aquí, no era ni siquiera algo pasajero sino que arraigaba profundamente en los personajes. Basta de vueltas, lo que tenga que pasar, pasará y uno, como escritor, hará muy bien en dejar que pase aún cuando vaya contra nuestra propia moral o nuestros principios o lo que fuera.

Pero ¿cómo hacerlo? Única receta posible, si de literatura se trata: "como siempre, imaginar desde cero. Hacer. Descubrir la verdad por el único medio de la creación". No hay más que eso. Entonces la escena sale (los invito a leer Primavera en el parking para ver cómo lo resolvió Rochefort y qué sucedió entre Christophe, o Crístóbal, según la traducción que tengo, y Estercolero Occidental): "escribir es uno de los medios de volver posible".

Pero escribir no es sólo eso. Detrás del acto de escritura hay algo aún más importante: se trata de ahuyentar al demonio de la razón, de la razón convencional, lógica, férrea e implacable. De acallar al yo: "El "yo", este canalla, este mocoso, este embarrador, este confuso, escribe como un cochino, escribe con pegatodo, desde que se mete en una frase la pegotea toda. Su domesticación, como la de la Vaca, es nuestro pequeño ejercicio". Era el "yo" el que no la dejaba a Rochefort observar atentamente a sus personajes y darles la cuerda necesaria para que ellos cumplieran con lo que habían venido a hacer a su libro. Ahora empieza a conocerlos. Y ellos a ella y todos se entremezclan y por un tiempo ella ve el mundo a través de los ojos de Cristóbal o de Tomás alternativamente. Es como si fuera ellos. O como si ellos la habitaran. Es lo que sucede cuando se está escribiendo y la escritura fluye ligera a nuestros dedos y no causa fatiga ni cansancio alguno. Se vive. Se escribe. Se es.

Así: "Llega un momento en que uno se mezcla completamente con el libro, en que se vive adentro de él, viviendo a menudo una vida más real que la verdadera, y esto no es broma, hasta el punto de preferirla y de tener la tentación de querer balancearse en una hermosa esquizofrenia. Es una de las alegrías de escribir". Quien no ha escrito, quien no ha sido tocado por el rayo de la creación díficilmente conozca la sensación de estar poseído por unos otros que al cabo terminan siendo uno mismo (pero diferente, porque revelan cosas que no sabíamos que estaban allí, en nuestra propia psique, esperando por fin a ser reveladas). Por eso, felices aquellos que un día podamos decir "se escribe" y no, simplemente, "estoy escribiendo".

Analía Pinto 

jueves, 17 de abril de 2008

El nazismo de pequeño formato

Hacer el odio - Gabriel Báñez Se lee rápido, pero los sentimientos encontrados que provoca quedan en nosotros por mucho tiempo. Lo he leído quizás demasiadas veces y todavía no me canso. Me proponía releerlo para mejor comentarlo, pero en lugar de eso prefiero revisar algunas cosas que recuerdo. Y lo que más recuerdo de Hacer el odio de Gabriel Báñez (Bruguera, Buenos Aires, 1984) son las descripciones, rápidas, escuetas, pero también líricas de La Plata. Sí, la ciudad hasta donde el año pasado yo iba a la facultad. Quizá nunca vuelva, quizá el año que viene o el otro o el otro, La Plata vuelva a contarme entre sus diarios paseantes (*), pero es una ciudad que nunca olvidaré, porque la conocí primero literariamente, gracias a Báñez, para comprobarla y saborearla a mis anchas después.

Cuando compré el libro tenía dieciséis años, estaba en 4º año del Nacional y no tenía mucha idea de nada. Lo compré porque me llamó la atención el título (así compra uno a veces; otras porque le gusta la tapa, y muchas porque necesita un libro más para completar la cantidad estipulada para llevarse una oferta imperdible, pero estoy convencida de que siempre que nos llevamos un libro es por algo, y podría ser nuestro deber como lectores-devoradores descubrir ese algo). El título decía exactamente lo contrario a lo que usualmente se dice (y a mí siempre me encantó llevar la contra). Siempre me pregunté cómo sería "hacer el odio" en vez de "hacer el amor": el texto responde con creces cómo es. Y lo hace de una forma acorde a lo que su título (y el impresionante epígrafe de Liliana Cavani, de donde extraje el título de este post) prometen.

Narrado en primera persona, dividido en dos partes, constituidas por rápidos capítulos que sólo amansan su tranco nervioso hacia el final, donde casi siempre aparecen párrafos coronados por un comentario de corte climático que transmite, gracias a la pericia del autor, mejor que mil palabras descriptivas e informativas el estado de ánimo o la situación por la que atraviesa el personaje principal, Damián Daussen. Daussen: narrador y protagonista, perverso (y seductor en su perversidad), pero, ante todo, un cínico de pies a cabeza. También, testigo impasible de ese cielo iluminado por la eterna llama de la Destilería, transeúnte de una ciudad en la que pasan cosas que los medios no reflejan, en la que la violencia de uno y otro lado deja su huella, oscuro personaje que nunca admitirá lo que realmente es: un antisemita inconfesable.

Y debo decir que el sortilegio que ejerció siempre este libro sobre mí fue tal que cuando por fin pisé La Plata (tenía ya veintidós años y estaba por entrar a Humanidades), lo único que hacía era buscar los lugares mencionados en el texto, sorprender alguna vez las "ráfagas sulfurosas" de la Destilería, extasiarme ante el aroma de los tilos, atisbar entre el ir y venir de la gente a los personajes que componen el breve pero intenso mosaico de Hacer el odio.

Más aún, fue tal y tan inexplicable mi fascinación por este libro que una de las heroínas de mis novelas (de la misma novela donde Umbral, el personaje, hace su aparición) lleva el mismo apellido que el narrador. Pero este narrador no es ningún ser cándido, ni ingenuo, ni siquiera inocente. Como dice el epígrafe (otra vez los epígrafes...) hay que “partir del nazismo de pequeño formato que hay en cada uno de nosotros, partir de la ambigüedad de nuestra naturaleza” (Liliana Cavani). Precisamente eso es lo que hace Damián Daussen y lo que a su vez, causa atracción y repulsa en la misma medida. Daussen revela la fabulosa y terrible naturaleza ambigua del ser humano y muestra, en blanco sobre negro, sus contradicciones (en especial, las que lo llevan -irremediablemente- hacia lo judío, aún temiéndolo tanto).

Lógicamente, Daussen no es un héroe, ni siquiera un antihéroe. Esto es quizá lo que lo hace más atractivo. Cómo se escuda en su escepticismo y en su estudiada frialdad, cómo por las fisuras se revela que sólo es un niño, un Silvio Astier crecido al que robar también lo hace sentir útil, que sólo necesita, como todos nosotros, enormes dosis de cariño, pero no sabe o no se atreve, mejor, a pedirlas. Cínico y contradictorio, como ya dije, incapaz de aceptar alguna parte de su condición, su presunta condición judía.

Para lograr la pintura de un personaje semejante, al que fácilmente se puede odiar y tildar de fascista, Báñez se sirve de frases cortas, una adjetivación precisa como una mira telescópica, y en muchas ocasiones también peyorativa, y una prosa cortante, seca e irónica. No hay nada gratuito ni puesto al azar. Todos los elementos están al servicio no sólo de la pintura moral y espiritual de Daussen sino de ese tiempo violento (los años 70) en esa ciudad, "la más reaccionaria del país", en palabras de Raquel, mujer judía con la que Daussen tiene una "relación simbiótica" (aunque para él no es ni siquiera una relación) y con la que tendrá una hija que se negará sistemáticamente a conocer. Las imborrables huellas de la dictadura militar son el telón de fondo sobre el que se despliega lo que a primera vista podría ser la anodina vida de una "oveja descarriada", de un joven sin rumbo, de un personaje a la deriva. El incendio del Teatro Argentino, el "apriete" de que es objeto el oficial Romero, la desaparición del presunto activista Yaco y otros eventos similares dan la pauta de lo que sucede mientras Daussen insiste en desconocer a Noia (su hija) y se enreda con una púber de 13 años una vez que Raquel ha viajado al kibbutz en Haifa.

Es justamente Raquel la que le pregunta siempre (invariablemente) si es antisemita. Daussen siempre responde “no sé” pero a lo largo del texto va dejando, con el cinismo que lo caracteriza, ejemplos obvios de su antisemitismo, pero tan obvios (su afición por Wagner, la inveterada costumbre de colocar esvásticas donde pueda, el corte de pelo al rape, querer ponerle a un hijo varón el nombre “Adolfo” y así) que no hacen sino denotar la ambigüedad que hay en todo ello. ¿Hasta qué punto Damián Daussen es antisemita por no poder aceptar su propia condición de judío? Creo que allí radica una de las claves del libro.

Y su sentimiento de ser distinto al resto, de ser un “proceloso”, como él mismo se proclama. Su estar al margen, patentizado en esa huida a Montevideo con el dinero robado a Erice, uno de sus compañeros de pensión, es otra de las fisuras por las que se cuela su ambigüedad, sus contrasentidos. Desea pertenecer a algún orden (ingresó al seminario pero lo abandonó; conjeturo yo que no pudiendo ser policía se conformó con ser sereno y poder portar un arma de todos modos; intentó amar pero no le salió o no supo cómo hacerlo) pero al no lograrlo se ubica en los márgenes y desde allí observa todo con la misma causticidad que otro cínico, aunque de talante diferente, el abogado Marcelo Hardoy, protagonista de dos cuentos de Julio Cortázar ("Las puertas del cielo" y "Diario para un cuento"). Esa misma calidad de narrador-testigo le otorga cierta soberbia que vuelve atractivo lo que en otro contexto sería decididamente repulsivo.

En sus capítulos cortos, escuetos, parcos no falta, sin embargo, una gran cuota de poesía, aunque de un lirismo duro, crudo, si se quiere. Cuando Raquel llega una de tantas veces a visitarlo a la pensión (¡qué emoción la primera vez que pisé una pensión platense, sin poder dejar de pensar en Damián Daussen todo el tiempo!), y observa el desorden de su pieza, él dice: “subestimándome en el desorden, en la ropa pendiente de nuevas mareas como los restos de un naufragio; como si todo eso fuera resaca, resaca lívida y espumosa a punto de ceder al viento y como si yo mismo fuera un náufrago, alguien recuperado y listo a la compasión”. Los comentarios climáticos son otra muestra de este lirismo descarnado: "El carmesí del cielo parecía a punto de abrirse. Los resplandores de la Destilería diluían la noche y a lo lejos, por encima del cuerpo catedralicio, dos nubes filosas y planas trazaban un ápside perfecto alrededor de la cruz mayor".

Una sola vez en todo el libro, abatido quizá por las circunstancias, Daussen se ablanda, abandona la frialdad  y afirma: “no soy un melancólico. Tampoco un cínico. Debo ser una evidencia, eso es seguro. Y sin embargo, a veces me asaltan las ganas de llorar”. Y esa vez, única vez, Daussen, el perverso y cínico Damián Daussen lloró.

Un día, yo vi a Damián Daussen. Cuando ni siquiera había pisado La Plata, cuando hacía muy poco tiempo que tenía el libro conmigo. Trabajaba en una zapatería y era la exacta corporización de Damián Daussen, era igual a como yo me lo había imaginado. Quizá no se pareciera en nada al personaje que Báñez creó en su cabeza, pero así es la literatura. Mi Damián Daussen era un hombre de unos veintitantos años, alto, muy blanco, con el pelo muy corto, color miel, y una vibración seductora y tímida a la vez en la mirada. Me acuerdo aún de mi sorpresa y estupor al entrar de pura casualidad a esa zapatería y ver allí, colocando maquinalmente zapatos en cansados pies, a Damián Daussen, lejos de La Plata, lejos de Raquel y más lejos aún de Noia, su desconocida hija.

Por supuesto, aquel empleado nunca se enteró de mis conturbados pensamientos.

Analía Pinto

(*) Como en el caso del posteo anterior, aclaro que este texto fue originalmente escrito en el año 2002: regresé, efectivamente, a La Plata, un tiempo después, en el 2005. Cursé nuevamente materias de Letras en la Facultad de Humanidades y en el 2007 volví a alejarme. Ahora que me dispongo a reescribir esto para postearlo (abril del 2008), tengo fresca la novedad de que a partir del mes que viene estaré trabajando en La Plata y junto con ello resurge el proyecto de no sólo volver a estudiar y completar mi carrera al fin sino también de ir a vivir allí, a la ciudad de las diagonales (excúseme esta tópica topicidad), fruto de la generación del 80, la masonería y el positivismo, entre otras cosas, como puede leerse en este excelente blog: Un tour por La Plata.

jueves, 10 de abril de 2008

Cómo habrá de ser la belleza

La belleza convulsa - Francisco Umbral “La belleza moderna será convulsa o no será” es el epígrafe que abre uno de mis libros favoritos de Francisco Umbral, precisamente La belleza convulsa (Barcelona, Seix-Barral, 1986). Umbral es, a mi entender, uno de los mejores escritores españoles vivos. Hago esta aclaración, un tanto macabra, porque siempre nos acordamos de los escritores muertos y los vivos, bien, gracias (*). Y es uno de los mejores no porque venda mucho (aunque vende) ni porque el año pasado (o el anterior, no recuerdo) le hayan dado el Premio Cervantes ni porque escriba día a día en un reputado diario madrileño (aunque todo esto contribuya a que lo sea). Es uno de los mejores escritores españoles de la actualidad porque ha logrado lo que todo escritor que se precie de tal quiere lograr: un estilo propio. Donde propio quiere decir identificable, distinguible, único. Y es único por su depurado, finísimo y personal uso del lenguaje, del hermoso lenguaje castizo que todos nosotros -sobre todo acá, en Argentina- vamos arruinando y desconociendo más cada día.

Pero hablemos de Umbral mejor. Es decir, del hombre Umbral y del personaje Umbral, del personaje literario llamado "Francisco Umbral" (como aquel otro llamado simplemente "Borges") que hoja tras hoja se va retratando en todos sus libros, así como los ocho pósters que lo retratan en su monacal "cuarto de estudiante" y como también lo hace en este libro, diario falaz con una bellísima flor dentro, en el que pone a prueba su cotidianeidad de escritor célebre y periodista estrella.

Esa misma cotidianeidad que se deja ver mientras espera que el motorista venga a buscarle su columna diaria para el reputado periódico madrileño y nos habla, con el pudor impudoroso que lo caracteriza, de su soplo en el corazón, molesta metáfora del soplo final, o de su oído izquierdo, momentáneamente sordo al mundanal ruido, endeble equiparación con van Gogh. Mientras nos habla también de su gata Ada o el ardor (felino homenaje a Nabokov), y de cómo llegó ese trapillo asustado hasta él, más muerta que viva y de cómo la cuidó y estuvo a su lado hasta que se recuperara. Nos revela también sus pensamientos sobre las mujeres (las mayores, las no tan mayores y las niñas), sobre la poesía, sobre algunos poetas, como el muerto por aquellos días Vicente Aleixandre, uno de sus padres nutricios, todo fraguado dentro de ese falso diario, con su bellísima flor -seca pero olorosa aún- en medio.

Pero ése es el personaje Umbral, y me gustaría mucho más encontrar las fisuras por donde se cuela el hombre Umbral, instancia imposible de soslayar, aún cuando uno se transforme (a sabiendas) en personaje. El bello hombre Umbral, con su soplo en el corazón ("Un soplo aórtico. Ahora los médicos lo llaman un soplo. La palabra se desliza sola hacia una gran variedad de imágenes fáciles. La muerte que sopla en la llama de mi sangre, etc. Dejémoslo, no sigamos por ahí. Lo díficil de la literatura es evitar lo fácil"), su oído izquierdo privado (momentáneamente) del sonido ("Se me ha tapado el oído izquierdo, por unos días o para siempre (habrá que ir a Olaizola, a ver qué dice), y ando por el mundo sin una oreja, no porque me la haya cortado -nada de van Gogh, nada de literatura, aquí se trata de la vida-, aunque, de todos modos, no me atrevo a mirarrme en los espejos, por si es verdad que no tengo oreja, y me peino el pelo para ese lado, por ocultar lo que no sé si no existe"), su gata rota ("Trapillo con ojos, bayeta vieja, remendada y recosida, harapo que vive, dulcísimo despojo, felinidad cazadora para la que serían muy apetitosas las charcuterías interiores de mi corazón y de mi aorta. Lástima no poderla dejar que muerda ahora mismo, en vida suya y mía"), sus mujeres, el whisky jotabé, el motorista que llega cada mediodía a buscarle su columna para el diario...

El bellísimo hombre Umbral, siempre con su pelo largo y sus gafas gruesas, sus botas (de las que habla in extenso en otro de sus excelentes libros, Mis paraísos artificiales), su sillón de orejas y el otro, el que aparece en todas las fotos, de blanco mimbre, con más novelas de las que mi mente puede recordar (y tantas novelas que aún no he leído, aunque ya son algunas menos que cuando redacté esto), con sus libros de mordaz crítica literaria, con sus experiencias con el Viagra (retratadas en Historias con el Viagra), con sus envidiables horarios, su fama de mujeriego persiguiéndolo como una mala sombra... El hombre y el personaje Umbral, tan hombre y tan personaje que, sin pedirle permiso, yo lo metí en una de mis inconclusas novelas, para que como un sexy Virgilio condujera a mi protagonista (casi casi, yo misma) por las calles del Madrid infierno que yo aún no conozco, pero que tanto amé a través de sus páginas. Ésta es la verdadera magia de la literatura.

Sigamos con el hombre y dejemos un poquito atrás al personaje: el hombre Umbral se cuela cuando dice: “hay mujeres que dan para un libro entero y mujeres que son un relato corto. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la intensidad de la relación”. A una mujer como yo, es decir, a una romántica como yo, leer tal declaración le produjo un inmediato estupor, un largo desasosiego y la espinosa pregunta: ¿seré cuento o seré novela? ¿o no seré nada? Y al estar perdidamente enamorada de un músico (condición que se mantiene al reescribir este artículo para transformarlo en el primer posteo oficial de este blog) no puedo evitar preguntarme, con un dejo cruel de angustia: ¿seré canción, seré siquiera melodía? ¿Fui, alguna vez, o seré, quién sabe cuándo, al fin, musa y no sólo vestal de su fuego? Y así el hombre Umbral equipara belleza con más belleza.

Otra cosa en la que es sin dudas un maestro, además de en el manejo del lenguaje, es en la elección de epígrafes para sus libros. Por supuesto que los considero una de las claves fundamentales de toda lectura (quizá la única clave auténtica, porque nos la entrega directamente el autor, para que no nos perdamos si de pronto oscurece al entrar en el bosque sombrío -pero maravilloso- de su texto) (**) y en Umbral, el epígrafe se vuelve siempre un leit-motiv, un tema que se repite, pero con variaciones, con helicoidales variaciones. Retoma sus epígrafes, una y otra vez, como un faro que nunca descansara para decirnos siempre donde está la playa. Y en la playa de este libro, está el de André Breton citado al comienzo y las reflexiones de Umbral acerca de qué quiso decir Breton con ello ("Cada día va uno comprobando más, a medida que profundiza en la belleza convulsa, que todo lo bello nace y vive entre convulsiones") y sobre el surrealismo, entre otras cosas, se van confundiendo con la gata Ada o el ardor, con el soplo de su corazón, con su oído izquierdo privado de audición, ese mundo a la mitad, con el infaltable jotabé, el motorista que viene/no viene a buscarle la columna para el reputado diario madrileño...

Umbral, post-surrealista, un niño de entreguerras, un “pillete del subconsciente”, que escribe "en espiral" (y al parecer se ha llevado a la tumba el secreto acerca de cómo hacerlo), dice del surrealismo: “el surrealismo es eso: meter lo insólito en lo cotidiano, poner manos arriba la cotidianeidad con dos tetas como dos pistolas”. Eso es lo que hace en este libro, poner manos arriba su propia cotidianeidad como el (al parecer) olvidado surrealismo hizo y quiso hacer. Como pretende hacer, alguna vez, todo escritor. No sólo ponerla manos arriba, sino exprimirla, obligarla a dar de sí todo lo que pueda dar (y si es posible  -y lo es- más) y no sólo las magros pedruscos, bastante opacos, a los que hay que pulir y refregar, que entrega de vez en vez.

Tanto el hombre Umbral, como el personaje, es un ser sensible a los demás seres, en especial si éstos tienen un suave pelaje que acariciar y tienen “lo femenino en estado puro”. Ten cuidado de los amantes de los gatos, dice un hermoso (y breve) poema de Kenneth Rexroth... Sí, ten cuidado, y lo digo yo, otra amante insurrecta de los gatos (como mi mentor poético y espiritual, Baudelaire), que tuve una hermosa gata gris durante casi diez años (y antes había tenido otros dos gatos, y mientras ella estaba, vinieron otros dos a incomodarla; y ahora, año 2008, la casa está llena de felinidades felices que se mueven como un apretado cardumen a la hora de la comida y que luego se dispersan, serenos, altivos, pipones, por toda la casa). De ellos, los gatos, los reyes de la distancia hiératica, la elegancia y el infinito, de Ada o el ardor dice: “no quisiera perder a este ser puro, musical y silencioso, que me lame las manos cuando trabajo y que duerme encima de mí, cuando leo, sin pesarme en el regazo. La amo. Llega un momento en la vida (lo tengo muy repetido) en que uno descubre que la única pureza errante sobre la tierra vaga en los animales".

Abro el libro al azar, lo abro en su bellísima flor ya seca (pero aún le queda algo de perfume) y el hombre Umbral se cuela de nuevo cuando dice: “la muerte no es un disparo de luz ni una mano agónica en la noche. La muerte se va instalando en nosotros, haciendo nido, nidos, como las gaviotas en un farallón marino”. Y luego: “La muerte, sí, va haciendo hospedaje en nosotros. Acabaremos por dejarle la casa entera”. Por cierto, pero tenemos la belleza, quiere decirse, como diría él, el arte, para contrarrestarla hasta que se quede con toda nuestra maltrecha o lujosa casa. Tenemos, entre otras cosas, toda la belleza de la literatura, toda la belleza del hombre (y del personaje) Umbral para que nuestro paso por aquí sea un poco más gozoso.

Así es este hombre, este personaje, amante de los felinos (y de las felinas) y del jotabé, ese hombre que es un soplo, que ha jugado a "la autocompasión, juego que me encanta y que llena toda la literatura, contra lo que crean algunos cormoranes de pulcra y seca redacción" y del que “este libro es sólo la rúbrica final y gozosa de un hombre que se deshombriza”.

Pero no era cierto: por suerte, hay (había) Umbral para rato.

Y la belleza será, por supuesto, convulsa.

Analía Pinto

(*) Este artículo fue originalmente escrito en el año 2002. Lamentablemente, y como recordé en mi primer blog oficial el mismo día que lo fundé, Francisco Umbral falleció el 28 de agosto del 2007. Podría haber borrado este fragmento y reemplazarlo por otro o no poner nada y ya, pero me pareció un buen matiz de lo que el tiempo, ese asesino que mata huyendo como ya dijera el inefable Quevedus, puede hacer no sólo con nosotros sino también con la escritura. Porque la escritura también está hecha de tiempo. Tiempo ganado a la inoperancia, a la desidia, a la estupidez. Tiempo robado a los dioses. Tiempo propio, único, intransferible pero a la vez pasible de ser compartido con quienquiera que nos lea.

(**) Dejo adrede esta declaración de candidez literaria hecha en el 2002, precisamente por su candidez. Hoy día no adscribo ya a esa teoría de que los epígrafes sean la única clave "auténtica" para decodificar correctamente un texto que recurra a ellos, sólo porque ésta haya sido entregada por el escritor. Si el escritor es pícaro, y cualquier escritor debe serlo, pondrá sus epígrafes para despistar, para hacernos pensar que se dirige a A cuando en verdad se dirige a B no sin antes pasar por Y, X y Z... y recién entonces, quizás, llegar a A. Desde luego que el escritor, por más pícaro que sea, no querrá que nos perdamos inexorablemente (ya que su objetivo es que lo lean hasta el final y descreo de quien afirme lo contrario) y el epígrafe puede funcionar como textual hilo de Ariadna, pero aún así, colgarse sólo de él, como lector, me parece de una temeridad terrible.

miércoles, 9 de abril de 2008

Fauna abisal: ¿y eso qué es?

Aquí yo de nuevo. Otro desvío del rumiaje. El rescate de libros y autores ignorados, olvidados, preteridos, obliterados o sencillamente desapercibidos, eso es FAUNA ABISAL, este nuevo emprendimiento.
¿Y qué vendría yo a hacer aquí, pues? Retomar aquella nunca puesta en marcha sección de La Granda Milito llamada, justamente, "Fauna abisal", en la que el propósito era comentar libros o dar noticia de autores poco difundidos... Se trata, desde luego, de esculcar los posibles tesoros que custodia mi biblioteca y darles algún uso, o mejor, alguna visibilidad. Eso es. Dar visibilidad a autores y/o libros que por diversas causas no la tuvieron, que permanecen en las profundidades, en lo hondo de los abismos. Visibilidad que no tuvieron quizá porque no la buscaron. O porque la buscaron tan afanosamente que ésta los esquivó siempre. O porque sencillamente no tuvieron suerte, o más todavía, no quisieron tenerla, hicieron todo lo posible por evadirse de los regalos que el universo les hacía.
Pero aún así los abisales editaron su librito, su novelita, su pequeño poemario de flores enfermizas, su pasquín, su libelo y es justicia que esas obras olvidadas, arrumbadas, perdidas entre otras miles vean la luz. Aunque más no sea la luz de este pequeño espacio. Que les corra un cachito de aire entre las páginas. Y de paso, cañazo: yo ordeno el universo caótico de mi biblioteca, me obligo a leer o releer ciertas obras, condenso un poco más de energía para poder seguir escribiendo lo mío y doy cabida también a otro proyecto incluso, que alguna vez titulé La lectora y del que sólo llevé a cabo dos o tres artículos, que quizá -quizás- postee aquí. Allí la idea era también poner en marcha lecturas, comentar vivencias, sacar a la luz costumbres y manías de lector, exponer fragmentos, analizar si cupía, dar un punto de vista, un parecer, un análisis más o menos erudito o, mejor, lo menos erudito posible de lo que iba leyendo.
Así las cosas, mi idea para este nuevo blog es hacer un posteo semanal comentando (y otros gerundios varios más) un libro o bien un autor que rescataré de los imprecisos y algo temblequeantes estantes de mi biblioteca. Un acto de justicia poética. Un nuevo reordenamiento del canon personal y accidental. Un matiz diferente para el siempre desafiante y atractivo acto de lectura. Otra manera de seguir rumiando, desviándome agradablemente y, sobre todo, escribiendo.

Analía Pinto