jueves, 17 de abril de 2008

El nazismo de pequeño formato

Hacer el odio - Gabriel Báñez Se lee rápido, pero los sentimientos encontrados que provoca quedan en nosotros por mucho tiempo. Lo he leído quizás demasiadas veces y todavía no me canso. Me proponía releerlo para mejor comentarlo, pero en lugar de eso prefiero revisar algunas cosas que recuerdo. Y lo que más recuerdo de Hacer el odio de Gabriel Báñez (Bruguera, Buenos Aires, 1984) son las descripciones, rápidas, escuetas, pero también líricas de La Plata. Sí, la ciudad hasta donde el año pasado yo iba a la facultad. Quizá nunca vuelva, quizá el año que viene o el otro o el otro, La Plata vuelva a contarme entre sus diarios paseantes (*), pero es una ciudad que nunca olvidaré, porque la conocí primero literariamente, gracias a Báñez, para comprobarla y saborearla a mis anchas después.

Cuando compré el libro tenía dieciséis años, estaba en 4º año del Nacional y no tenía mucha idea de nada. Lo compré porque me llamó la atención el título (así compra uno a veces; otras porque le gusta la tapa, y muchas porque necesita un libro más para completar la cantidad estipulada para llevarse una oferta imperdible, pero estoy convencida de que siempre que nos llevamos un libro es por algo, y podría ser nuestro deber como lectores-devoradores descubrir ese algo). El título decía exactamente lo contrario a lo que usualmente se dice (y a mí siempre me encantó llevar la contra). Siempre me pregunté cómo sería "hacer el odio" en vez de "hacer el amor": el texto responde con creces cómo es. Y lo hace de una forma acorde a lo que su título (y el impresionante epígrafe de Liliana Cavani, de donde extraje el título de este post) prometen.

Narrado en primera persona, dividido en dos partes, constituidas por rápidos capítulos que sólo amansan su tranco nervioso hacia el final, donde casi siempre aparecen párrafos coronados por un comentario de corte climático que transmite, gracias a la pericia del autor, mejor que mil palabras descriptivas e informativas el estado de ánimo o la situación por la que atraviesa el personaje principal, Damián Daussen. Daussen: narrador y protagonista, perverso (y seductor en su perversidad), pero, ante todo, un cínico de pies a cabeza. También, testigo impasible de ese cielo iluminado por la eterna llama de la Destilería, transeúnte de una ciudad en la que pasan cosas que los medios no reflejan, en la que la violencia de uno y otro lado deja su huella, oscuro personaje que nunca admitirá lo que realmente es: un antisemita inconfesable.

Y debo decir que el sortilegio que ejerció siempre este libro sobre mí fue tal que cuando por fin pisé La Plata (tenía ya veintidós años y estaba por entrar a Humanidades), lo único que hacía era buscar los lugares mencionados en el texto, sorprender alguna vez las "ráfagas sulfurosas" de la Destilería, extasiarme ante el aroma de los tilos, atisbar entre el ir y venir de la gente a los personajes que componen el breve pero intenso mosaico de Hacer el odio.

Más aún, fue tal y tan inexplicable mi fascinación por este libro que una de las heroínas de mis novelas (de la misma novela donde Umbral, el personaje, hace su aparición) lleva el mismo apellido que el narrador. Pero este narrador no es ningún ser cándido, ni ingenuo, ni siquiera inocente. Como dice el epígrafe (otra vez los epígrafes...) hay que “partir del nazismo de pequeño formato que hay en cada uno de nosotros, partir de la ambigüedad de nuestra naturaleza” (Liliana Cavani). Precisamente eso es lo que hace Damián Daussen y lo que a su vez, causa atracción y repulsa en la misma medida. Daussen revela la fabulosa y terrible naturaleza ambigua del ser humano y muestra, en blanco sobre negro, sus contradicciones (en especial, las que lo llevan -irremediablemente- hacia lo judío, aún temiéndolo tanto).

Lógicamente, Daussen no es un héroe, ni siquiera un antihéroe. Esto es quizá lo que lo hace más atractivo. Cómo se escuda en su escepticismo y en su estudiada frialdad, cómo por las fisuras se revela que sólo es un niño, un Silvio Astier crecido al que robar también lo hace sentir útil, que sólo necesita, como todos nosotros, enormes dosis de cariño, pero no sabe o no se atreve, mejor, a pedirlas. Cínico y contradictorio, como ya dije, incapaz de aceptar alguna parte de su condición, su presunta condición judía.

Para lograr la pintura de un personaje semejante, al que fácilmente se puede odiar y tildar de fascista, Báñez se sirve de frases cortas, una adjetivación precisa como una mira telescópica, y en muchas ocasiones también peyorativa, y una prosa cortante, seca e irónica. No hay nada gratuito ni puesto al azar. Todos los elementos están al servicio no sólo de la pintura moral y espiritual de Daussen sino de ese tiempo violento (los años 70) en esa ciudad, "la más reaccionaria del país", en palabras de Raquel, mujer judía con la que Daussen tiene una "relación simbiótica" (aunque para él no es ni siquiera una relación) y con la que tendrá una hija que se negará sistemáticamente a conocer. Las imborrables huellas de la dictadura militar son el telón de fondo sobre el que se despliega lo que a primera vista podría ser la anodina vida de una "oveja descarriada", de un joven sin rumbo, de un personaje a la deriva. El incendio del Teatro Argentino, el "apriete" de que es objeto el oficial Romero, la desaparición del presunto activista Yaco y otros eventos similares dan la pauta de lo que sucede mientras Daussen insiste en desconocer a Noia (su hija) y se enreda con una púber de 13 años una vez que Raquel ha viajado al kibbutz en Haifa.

Es justamente Raquel la que le pregunta siempre (invariablemente) si es antisemita. Daussen siempre responde “no sé” pero a lo largo del texto va dejando, con el cinismo que lo caracteriza, ejemplos obvios de su antisemitismo, pero tan obvios (su afición por Wagner, la inveterada costumbre de colocar esvásticas donde pueda, el corte de pelo al rape, querer ponerle a un hijo varón el nombre “Adolfo” y así) que no hacen sino denotar la ambigüedad que hay en todo ello. ¿Hasta qué punto Damián Daussen es antisemita por no poder aceptar su propia condición de judío? Creo que allí radica una de las claves del libro.

Y su sentimiento de ser distinto al resto, de ser un “proceloso”, como él mismo se proclama. Su estar al margen, patentizado en esa huida a Montevideo con el dinero robado a Erice, uno de sus compañeros de pensión, es otra de las fisuras por las que se cuela su ambigüedad, sus contrasentidos. Desea pertenecer a algún orden (ingresó al seminario pero lo abandonó; conjeturo yo que no pudiendo ser policía se conformó con ser sereno y poder portar un arma de todos modos; intentó amar pero no le salió o no supo cómo hacerlo) pero al no lograrlo se ubica en los márgenes y desde allí observa todo con la misma causticidad que otro cínico, aunque de talante diferente, el abogado Marcelo Hardoy, protagonista de dos cuentos de Julio Cortázar ("Las puertas del cielo" y "Diario para un cuento"). Esa misma calidad de narrador-testigo le otorga cierta soberbia que vuelve atractivo lo que en otro contexto sería decididamente repulsivo.

En sus capítulos cortos, escuetos, parcos no falta, sin embargo, una gran cuota de poesía, aunque de un lirismo duro, crudo, si se quiere. Cuando Raquel llega una de tantas veces a visitarlo a la pensión (¡qué emoción la primera vez que pisé una pensión platense, sin poder dejar de pensar en Damián Daussen todo el tiempo!), y observa el desorden de su pieza, él dice: “subestimándome en el desorden, en la ropa pendiente de nuevas mareas como los restos de un naufragio; como si todo eso fuera resaca, resaca lívida y espumosa a punto de ceder al viento y como si yo mismo fuera un náufrago, alguien recuperado y listo a la compasión”. Los comentarios climáticos son otra muestra de este lirismo descarnado: "El carmesí del cielo parecía a punto de abrirse. Los resplandores de la Destilería diluían la noche y a lo lejos, por encima del cuerpo catedralicio, dos nubes filosas y planas trazaban un ápside perfecto alrededor de la cruz mayor".

Una sola vez en todo el libro, abatido quizá por las circunstancias, Daussen se ablanda, abandona la frialdad  y afirma: “no soy un melancólico. Tampoco un cínico. Debo ser una evidencia, eso es seguro. Y sin embargo, a veces me asaltan las ganas de llorar”. Y esa vez, única vez, Daussen, el perverso y cínico Damián Daussen lloró.

Un día, yo vi a Damián Daussen. Cuando ni siquiera había pisado La Plata, cuando hacía muy poco tiempo que tenía el libro conmigo. Trabajaba en una zapatería y era la exacta corporización de Damián Daussen, era igual a como yo me lo había imaginado. Quizá no se pareciera en nada al personaje que Báñez creó en su cabeza, pero así es la literatura. Mi Damián Daussen era un hombre de unos veintitantos años, alto, muy blanco, con el pelo muy corto, color miel, y una vibración seductora y tímida a la vez en la mirada. Me acuerdo aún de mi sorpresa y estupor al entrar de pura casualidad a esa zapatería y ver allí, colocando maquinalmente zapatos en cansados pies, a Damián Daussen, lejos de La Plata, lejos de Raquel y más lejos aún de Noia, su desconocida hija.

Por supuesto, aquel empleado nunca se enteró de mis conturbados pensamientos.

Analía Pinto

(*) Como en el caso del posteo anterior, aclaro que este texto fue originalmente escrito en el año 2002: regresé, efectivamente, a La Plata, un tiempo después, en el 2005. Cursé nuevamente materias de Letras en la Facultad de Humanidades y en el 2007 volví a alejarme. Ahora que me dispongo a reescribir esto para postearlo (abril del 2008), tengo fresca la novedad de que a partir del mes que viene estaré trabajando en La Plata y junto con ello resurge el proyecto de no sólo volver a estudiar y completar mi carrera al fin sino también de ir a vivir allí, a la ciudad de las diagonales (excúseme esta tópica topicidad), fruto de la generación del 80, la masonería y el positivismo, entre otras cosas, como puede leerse en este excelente blog: Un tour por La Plata.

1 comentario:

Gabriel Báñez dijo...

Alguna vez Bioy, serenamente y al borde de un té que demoró horas en terminar, me comentó que "cada escritor debería encontrar a tiempo a su editor". Lo parafraseo impenitentemente, Analía, porque en este caso Hacer el odio encontró a tiempo a su lectora. ¿Se debe agradecer la sensibilidad? Se debe, impenitentemente también. Un abrazo en la amistad.