jueves, 31 de julio de 2008

Don de cántico

"Yo te digo: se vive más hondo en la poesía."

"Desnuda ya de los vestidos / convencionales, apagados, / uso una ardiente túnica."

Amelia Biagioni por Sylvio Fabrykant No habia contemplado la posibilidad de hablar sobre poetas aquí. Cuando pensamos aquella sección de La Granda Milito que se iba a titular como este mismo blog y cuando pensé en qué tenía ganas de hacer aquí al momento de fundarlo, siempre pensaba en términos de prosa. Autores, narradores. A lo sumo ensayistas. Pero nunca en poetas. Cosa singular si la hay, siendo yo misma (y proclamándolo a los cuatro vientos -me pregunto ahora por qué serán sólo 'cuatro' si evidentemente son unos cuantos más: ¿responderá acaso a los cuatro puntos cardinales?) poeta. Pero hoy, mientras decidía qué libro iba a comentar, tras haber descartado el que había previsto en la semana, se me prendió la lamparita (¡guerra al lugar común urgente!: ¿con qué puede reemplazarse este remanido latiguillo?; se escuchan sugerencias) y decidí dedicarle este post a una poeta.

Una poeta argentina.

No, no es ninguna de las que están pensando: no es Alfonsina Storni (a quien amo) ni tampoco Alejandra Pizarnik (a quien idolatro). Es una "reina desconocida", como atinadamente la llama Ivonne Bordelois en su bellísima necrológica (ver links aquí junto). Es una diosa a la que yo le rindo pleitesía desde que tuve el honor de leerla por primera vez, hace unos pocos años, y no estoy sola en este culto. Mi hermana Alejandra (Pizarnik, claro, que soy hija única yo -o eso creo) me precede, como lo demuestra la carta que le enviara tras leer su poemario El humo (1967). Amelia Biagioni, poeta santafesina, de ella se trata.

Allí, en esa carta de 1967, Pizarnik le dice, luego de procurar explicarle el inexplicable impacto que su lectura ha causado en ella, "gracias por El humo". Así, "gracias", como si hubiera recibido exactamente lo que necesitaba. ¿Qué hace, entonces, que la poesía de Biagioni sea tan singular? Muchas cosas o quizás unas pocas. Mejor aún, una sola: Biagioni tiene el don del cántico. El don del cántico es el que marca la diferencia, en opinión del poeta y editor argentino Víctor F. A. Redondo, entre el verdadero poeta y el prolijo redactor de prosa cortada y rimada cacofónicamente a la manera de versos (lo que en otro lugar yo llamo "poeñoño"). El verdadero poeta lleva en sí la música de su verso y sus versos siempre suenan y resuenan. No sólo contienen la armonía rítmica y musical que los distingue del lenguaje vulgar y ordinario, sino que además se cargan de una intensidad inusitada por aquello que dicen y por cómo lo dicen.

Es mi intención, entonces, correr ligeramente el velo y tratar de desentrañar qué dice y cómo lo dice Amelia Biagioni y por qué me causa un impacto sensitivo y emocional tan grande, tan intenso y desolador, angustioso y colérico a la vez, rabioso de amor y admiración, tan parecido, seguramente, al que le causó a Alejandra Pizarnik en su momento.

No hay mucho que decir de su biografía, apenas algunos datos anécdoticos (y vuelvo a remitirlos al Diccionario de Autores Argentinos que mencioné en posteos pasados, pues su reseña también la escribí yo) que no cambian demasiado la percepción de su poesía, a excepción de uno: nacida en Gálvez (Santa Fe), como ya dije, provincia que ha sido también cuna de otros enormes (y desconocidos o poco apreciados) poetas, tras la publicación de su primer libro, a instancias de José Pedroni, Sonata de soledad (1954), Biagioni se mudó a Buenos Aires. Lo que pudiera parecer un movimiento natural para un artista del interior resultó para ella un agudo desgarramiento, un quedarse con sus raíces al aire, un verdadero desarraigo, como puede observarse en muchos de los poemas de su libro siguiente, La llave (1957).

Pero antes de pasar a los poemas que he elegido es necesario aclarar que pueden demarcarse claramente tres períodos en la poesía de Biagioni: un primer momento, vinculado aún a la poesía del 40, de corte intimista y adscripto a una estética más bien clásica (donde se destaca, como se verá enseguida, su manifiesta habilidad como sonetista); un segundo momento, de transición, cuyo libro emblemático es El humo, en el que los ropajes "convencionales" caen y la poeta comienza a ponerse, tímida pero resueltamente, su nueva "ardiente túnica", y un último momento, en el que la ruptura estética es completa y se profundiza con cada libro. Mientras que en Las cacerías (1976) la ruptura es aún más temática que formal, en Estaciones de van Gogh (1984), auténtica biografía poética del pintor, y Región de fugas (1995), la autora rompe también los moldes formales y apuesta por quiebres de todo tipo (sintácticos, gramaticales, espaciales) pero sin perder jamás su natural don de cántico.

En consecuencia, elegí un poema de cada momento para presentarles aquí. Pretendo analizar con algún detalle sólo el primero y dejar los otros dos para que sean uds. los que, libres de mis todos mis palabros, vaguen a gusto en ellos, los sientan y se empapen de su luciferina belleza.

El primer poema es, como suele suceder con los poemas-pórtico (es decir, aquellos que abren un poemario), una ars poetica en sí mismo y contiene ya, como suele suceder también, todos los tópicos y preocupaciones que rondarían incesamente a la poeta (otro dato interesante acerca de su biografía es que nunca frecuentó mundillo literario alguno, publicó muy poco en revistas y corrigió obsesivamente sus poemas, incluso los ya publicados; vaya esto para todos los que aún creen que la poesía no se corrige). Es por eso también, por su carácter iniciático y fundante, que quiero analizarlo con detalle, y desde ya me excuso si me excedo con el palabrerío técnico.

Es, también, un hermosísimo soneto:

 

VÍSPERA DEL CANTO

Mínimo grillo, mira: Éste es mi tema.

Defendido y mordido por la herrumbre

lo descubrí en mi sangre, en esa lumbre

donde el silencio empieza a ser poema.

 

Toco en su enjuta brevedad de esquema

el hueso de mi antigua pesadumbre.

Parece su azulísima quejumbre

la de un mar encerrado en una gema.

 

¡Ay, si al abrirlo, en vez de la sirena

asoma un pez vulgar de sangre muda,

y el tema vuelve a ser silencio entero!

 

¡Ay, si lo desfiguro con arena!

Quiero ese verso de ola, el que desnuda.

Cántalo, hermano mío, tú primero.

 

Este soneto es un prodigio se lo mire por dónde se lo mire. Desde el título hasta el último verso cada pieza encaja en su lugar a la perfección, como si ese y no otro fuera su lugar. Nada perturba el delicado y a la vez potente equilibrio logrado por la poeta. El título anuncia algo que aún no ha sucedido (y por ello es el poema-pórtico): estamos en las vísperas, en el momento antes del gran momento esperado. El yo lírico se dirige entonces a otro "cantor" como él mismo, el grillo. El vocativo "mínimo" no debiera interpretarse por la negativa sino por la positiva: mínimo en su tamaño, enorme en su incansable capacidad de canto. Un primer quiebre se produce en la mitad misma del primer verso: en lugar de decirle 'escucha' u 'oye', el yo lírico le dice al grillo: "mira" (correspondiéndose con la misión, si alguna tuviera, del arte, la de decirnos "mirá -y mirá bien lo que te muestro-") y a continuación, señala qué debe mirar.

El segundo hemistiquio del primer endecasílabo revela entonces, sin revelar, el tema de toda la gran poesía, su mayor eneamigo: el silencio (es decir, la muerte). En forma elíptica, interponiendo un pronombre anáforico ("Éste"), sobredestacándolo con una gran mayúscula acentuada, el yo lírico hace su declaración de principios ante un representante de la Naturaleza y no ante otro hombre (vale la pena remarcar aquí que la presencia de la Naturaleza y específicamente del reino animal conforma una de las grandes isotopías estilísticas de la autora, que hace eclosión en, por supuesto, Las cacerías).

El resto del primer cuarteto echa un poco más de luz acerca del tema (no) revelado, apenas sugerido (como se corresponde también con la misión, si alguna tuviera, de la poesía, la de apenas dejarnos entrever, atisbar algo, como si espiáramos a Dios o a los resortes que mantienen andando al universo): se dice que ha sido "defendido y mordido por la herrumbre", donde podría leerse el impacto del mundo de los hombres -no confundir con el 'mundo masculino', por favor- sobre el yo lírico (representado en este caso por la 'herrumbre'), pero también que ha sido descubierto en su propia sangre y a continuación se sucede la verdadera revelación del tema (y del poema): "en esa lumbre / donde el silencio empieza a ser poema": es decir, donde la vida empieza a imponerse a la muerte.

El segundo cuarteto, como cuadra a todo soneto, desarrolla más ampliamente la idea central del primero. La atinada elección de la rima en 'ea' y 'ue' refuerza, con su paralelismo sonoro, lo que allí se quiere destacar: el silencio es el "hueso de mi antigua pesadumbre" pero también es "un mar encerrado en una gema". Y aquí principia el verdadero poema, si se quiere, o bien se profundiza aún más el movimiento de desvelamiento que organiza, en su estructura profunda, todo el poema: si el silencio es como un mar encerrado en una gema, cuál no será el espanto del poeta al abrirlo y encontrarse apenas con un "pez vulgar de sangre muda".

Ésta es, sin lugar a dudas, la trampa que encierra todo oficio poético: promete gemas, tesoros fabulosos y mundos encendidos sólo a aquel que se aventure a las profundidades, a las verdaderas profundidades, a buscarlos, munido sólo de su pluma y de su alma, en espera y humildad henchido, silencioso, atento a la música que pugna por abrirse paso entre la maraña de ruidos ensordecedores que opone el Mundo. Todo lo promete pero casi nunca lo da. Y lo que más suele dar, la impía, la dura poesía, es peces apenas vivos, sin ningún brillo, gemas desgastadas, baratijas, bisuterías que uno se empeña en hacer pasar por poemas... sin demasiado éxito. Por eso el yo lírico, en su primer pico de angustia (señalado por el 'ay', una aguda onomatopeya que se carga, justamente, de sentido y de melopeya en este contexto), teme que el tema, su tema, su poesía, su poema, "vuelva a ser silencio entero", es decir, vuelva al grado cero, donde todavía no hay poema, donde ni siquiera está esa lumbre de esperanza antes mencionada.

Luego, en el último terceto, aparece el segundo gran temor de todo poeta (un nuevo pico de angustia, nuevamente señalado por un 'ay', donde puede verse la tensión y eficacia producidas por una anáfora bien usada). Una vez hallado el tesoro, la gema, el verdadero pez de relumbrante oro y no el vulgar cornalito, todavía tembloroso en nuestras manos, arruinarlo para siempre por exceso de celo o pulcritud (de ahí "ay, si lo desfiguro con arena"). Allí, el yo lírico emprende el camino de retorno y hace su segunda declaración de principios: quiere el "verso de ola, el que desnuda", es decir, el que descubre y, descubriéndolo, encuentra (es decir, genera) a la vez el tesoro, sin temor de arruinarlo ni de perderlo para siempre. Hallado éste pues, transformado ya el silencio en poema (en el poema que estamos a punto de terminar de leer) se vuelve exactamente al punto inicial y el yo lírico vuelve a dirigirse a su interlocutor privilegiado, el "mínimo grillo", su hermano cantor, a quien le pide, con toda humildad, que lo cante, que cante ese verso (que diga el poema) cediéndole el lugar, haciéndose a un lado, con la infinita humildad que todo artista debe tener si quiere ser visitado realmente (y no en figuritas) por las Musas.

En esa misma espera, aguardando con mucha humildad y respeto a unas musas que andan un poco remisas (tal vez porque andan en remís y no en bellos centauros de largos cabellos) por estos pagos, los dejo con los otros dos poemas elegidos, síntesis aquilatadas, metamorfoseadas por la mano alquímica de Biagioni, de las mismas preocupaciones que aparecen en esta primera víspera del canto (lo cual viene a demostrar que, como dice Erica Jong, al igual que siempre escribimos el mismo libro, siempre escribimos también el mismo poema). Los invito, además, a seguir leyéndola aquí y también aquí, donde próximamente subiré dos poemas suyos con curvas.

Analía Pinto

OH TENEBROSA FULGURANTE

Oh tenebrosa fulgurante, impía

que reinas entre cábala y quimera,

oh dura poesía

que hiciste mi imprevista calavera.

 

Por qué me diste huesos,

si yo era, entre lenguas, “la que nombra

muriendo transparente”, y entre besos,

“llovizna”, desde el beso hasta la sombra;

 

si yo era en la pálida costumbre

de cruzar el otoño trashumante,

mientras tú, suavemente ave de lumbre,

alta volabas y constante.

 

Por qué bajaste oscura. Mis despojos

creas, desencadenas mi esqueleto.

Devoraste mis párpados, mis ojos,

mi corazón secreto.

 

Oh sacrílega maga que ceñiste

la gracia en hambre, alazo, pico y garra,

por qué en tu salamandra convertiste

a mi tristísima cigarra.

 

Por qué. Pero me ofrezco, y apaciento

mis huesos, y mi cara se acostumbra

a ser tan sólo profecía y viento.

Come, cuerva. Y relumbra.

El humo, 1967.

 

FULGURANTE ANESTESIA

El gran rubí dolor —oh místico—

me atregua levitando verde y lejos

sobre el tiempo de las caléndulas

 

respiro el Häendel aleluya

entre cómplices fluye azul mi cuerpo

sin orillas por un cauce sin fondo.

 

Revestido de enigma blanco

señor de élan sabiduría y artroscopio

llega Hipócrates

 

hunde la vara de videncia

en el nudo del alma sangre y carpo

donde empieza mi mano escriba

 

y en la pantalla dicho con mi letra

de ignoto lumen centelleante,

desapareciendo surge el tácito Poema.

Región de fugas, 1995.

 

AMELIA BIAGIONI

(1916-2000)

 

Foto: Silvio Fabrykant.

1 comentario:

yo dijo...

gracias por la información