jueves, 25 de septiembre de 2008

Postales desde el abismo

Postales del abismo - Carrie Fisher Algunos libros no resisten el paso del tiempo. No me refiero a su resistencia física, es decir, a si sus páginas amarillean con rapidez o si el lomo se les despega a la primera sacudida. Me refiero a la ineluctable prueba del tiempo. ¿Puede volver a gustarnos y hasta fascinarnos un libro que leímos hace diez o quince años? ¿Sentiremos de nuevo lo mismo en una lectura posterior o percibiremos otras cosas? ¿Su magia seguirá intacta o lo habremos, sin querer o con ayuda de la crítica y los medios, sobrevalorado innecesariamente?

Diría que todo eso puede suceder, pero que es más probable que aquellas obras que son consideradas "clásicos" resistan con toda holgura esta prueba. Pero ¿sucederá lo mismo con las obras más o menos contemporáneas? En el caso de Postales del abismo (Buenos Aires, Planeta, 1991; título original: Postcards from the edge; traducción de César Aira), novela de la escritora y actriz norteamericana Carrie Fisher sucede lo mismo. Esta novela resistió el paso el tiempo, al menos en mi lectura. Siempre me gustó mucho y reconfirmé este gusto días pasados al releerla con intenciones de comentarla aquí.

Para quienes no sepan quién es Carrie Fisher les diré que es la amiga de Sally (Meg Ryan) en Cuando Harry conoció a Sally, es decir, la que siempre salía con hombres casados y termina casándose con el amigo de Harry tras la fallida cita doble (recordarán la memorable escena -¡no, esa no!- en la que Fisher y el amigo de Harry declaran cada cual por su parte no tener intenciones de hacer ningún 'movimiento' esa misma noche y cómo, a continuación, se escabullen juntos en un taxi, frente a los atónitos Harry y Sally). También aparece, haciendo de sí misma, en un capítulo de Sex and the city. Su vinculación con el mundo del cine y la actuación no es extraña si tenemos en cuenta que es hija de la actriz Debbie Reynolds y el cantante Eddie Fisher. Digamos entonces que cuando habla de Hollywood y de lo que significa vivir y morir en Los Ángeles, sabe de lo que habla.

Y precisamente de eso habla, entre otras cosas, en esta novela. Pero de lo que principalmente habla, y esta vez quiero referirme al qué se dice en lugar de mi habitual preocupación y esmero en resaltar el cómo se dice, es de la adicción. Ni siquiera importa a qué: sexo, comida, alcohol, cocaína, psicofármacos, nómbrese lo que sea, lo que importa es la conducta irracional e insostenible que nuestras adicciones pueden acarrearnos. Considero, quizá un poco irreflexivamente, que todos somos adictos a algo. No creo que sea simplemente un producto del Zeitgeist tan complejo que nos toca vivir sino que percibo como más posible una cierta predisposición humana a poner las cosas (las culpas, las responsabilidades, las obligaciones) en el afuera antes que en el adentro y el único modo de poder sobrellevar eso es recurriendo a alguna sustancia. O, como en el caso de las mujeres que aman demasiado, entre quienes me incluyo, a determinadas emociones negativas y dañosas.

Lo que se destaca de la novela de Fisher es el dinamismo y la variedad de registros y formas de relato que maneja. No es la típica novela veloz en la que los capítulos se suceden con vértigo hasta la resolución final. El cómo está muy trabajado, aunque en apariencia la novela se presente como otra-novela-sobre-Hollywood-y-la-pobre-gente-que-vive-allí. Así, el texto arranca con tres auténticas "postales" a manera de prólogo, enviadas por la protagonista, Suzanne Vale, una actriz, a su hermano, a su mejor amiga y a su abuela. Todo parece estar bien, ella está de vacaciones, leemos por allí un esperanzador "no más drogas" pero nada hace pensar que tras dar vuelta la página nos vamos a encontrar con las verdaderas "postales" desde el abismo: el diario que Suzanne lleva en la clínica de rehabilitación de drogas.

Lo que podría presentarse como una perspectiva cuando menos sombría se salva de caer en el panfleto antidroga que muestra sin piedad los flagelos de la adicción gracias a la ironía chispeante y mordaz de Suzanne. Los flagelos de la adicción aparecen, claro que sí, pero no de manera burda ni obvia: los vemos a través del monólogo interior de otro personaje, Alex, un guionista que no quiere asumir que tiene un serio problema de adicción y termina escapándose de la clínica para encerrarse en un hotel con un kilo de cocaína... Cocaína que termina no en su nariz sino volcada en la bañadera ante un repentino ataque de paranoia de Alex. Recién entonces él asume su verdad y pide ayuda.

Tanto el humor descarnado de Suzanne como el delirio persecutorio de Alex hacen que el texto se mueva con un vértigo sosegado, si es posible tal cosa, de modo que queramos seguir leyendo (y hasta reírnos de las patéticas ridiculeces de Alex), pero sin perder nunca de vista que estamos ante dos personas enfermas, que sufren, que luchan, que hacen lo que pueden para salir de sus propios infiernos.

Pero ¿cómo salir de un infierno que uno mismo se labra? Alex se propone abandonar la cocaína pero al mismo tiempo se dice: "Lo único que me molesta es la idea de abandonarla por completo. Debería poder permitirme una celebración de vez en cuando. Quiero decir, si me mantengo limpio un tiempo, debería poder festejarlo drogándome. No sé qué puede tener de malo". Si eso no es autoengañarse, no sé qué otro nombre pueda tener tal actitud, que se repite a lo largo no sólo del monólogo-delirio-soliloquio de Alex sino también en el diario de Suzanne y en el resto del texto.

La resistencia, la repetición, la caída, los mitos, el error de creer que ya todo está subsanado cuando no lo está planean también en toda la novela. Una vez que el diario de Suzanne se acaba, puesto que dura los treinta días que permanece internada para desintoxicarse después del lavado de estómago que han tenido que hacerle, se sucede un capítulo que me ha enseñado una expresión muy cara a mi vida personal: el "banquete de migajas". Así define la terapeuta de Suzanne la relación sentimental que ella está teniendo con un productor de películas tiempo después de salir de la clínica. Y otra vez aparecen la frustración, la repetición y el autoengaño: no solamente Suzanne se da cuenta de que está saliendo con un hombre emocionalmente distante sino un verdadero mujeriego y muy probablemente otro adicto que aún no ha reconocido su adicción.

Después de este viraje la novela se encamina hacia otros sectores de la vida Suzanne: en el capítulo "Soñando", un narrador en tercera persona nos muestra el rodaje de la primera película que Suzanne filma post-clínica de rehabilitación. Todo parece ir fantástico (la película es de bajo presupuesto pero bueno, es un detalle; le han pedido que se haga un examen de drogas, pero ella lo ha aceptado de buen grado, de hecho "no lo consideraba un castigo, ni eso ni que retuvieran su salario hasta que la película estuviera terminada, por si acaso ella empezaba a drogarse y les costaba dinero a los productores. Suponía que tendría que hacer eso hasta que ya no lo tuviera que hacer más"). Suzanne se ha mudado con su abuela, a quien adora, ha logrado mantenerse "limpia", ha conseguido este papel... Pero ahora es el gigante de Hollywood, el temible y despiadado show bussiness, el que la abofetea: tras el primer día de rodaje los productores de la película se muestran algo preocupados por su actuación. Consideran que ella debe "divertirse más". A lo que Suzanne responde: "si yo supiera cómo divertirme con el trabajo, no estaría haciendo terapia. No tendría por qué hacerme tests de drogas". Pero los productores insisten. Y llaman a su agente y por poco no llaman al presidente de la república para que ella se "divierta más". Uno de ellos la nota "como si estuvieras concentrándote más en no hacer algo que en hacer algo". ¡Desde luego que se está concentrando en no hacer algo, productor papanatas! siente uno ganas de gritar en ese momento, ¡está haciendo todo lo posible por no correr e ir a drogarse con lo que sea! Afortunadamente, la llamada del productor, gracias al hábil manejo de la ironía y la chispa que tiene Fisher, se convierte en uno de los gags fuera de escena más desopilantes de la película y, por ende, del libro.

Sigue luego la fase de "Abatimiento". Ya se ha rodado la película, ya se ha estrenado, incluso Suzanne disfruta ahora de todo su salario. Pero las cosas no van bien, algo sigue fallando en su vida y de pronto se ha pasado nueve días metida en la cama, saliendo sólo para lo estrictamente necesario (es decir, ir al baño). Aquí aparece entonces su amiga Lucy, quien está atravesando una fase similar. Ambas son actrices, ambas han cumplido treinta años, viven en Hollywood pero no son felices. ¿Qué está mal en esta película? ¿Qué está faltando aquí? Algo que el mismo Hollywood se ha encargado de elevar y ensalzar hasta niveles insospechados: el amor, el amor de un hombre (y del hombre indicado, no uno cualquiera; de preferencia, un potencial y futuro ma-ri-do), eso es lo que lisa y llanamente falta aquí. Y faltando eso ¿tal como en la vida real? (me tienta quitar los signos de interrogación, pero los dejaré) falta todo. Es decir, No Hay Nada.

¿Dónde están los hombres? es la pregunta a continuación. Los hombres están en cualquier lugar pero para llegar hasta ellos hay que abandonar la cama, la depresión, el abatimiento. Lucy debe concurrir a un programa de televisión en reemplazo de una estrella que decidió faltar a último momento y arranca así a Suzanne de la cama. Y es allí, en un set de televisión, en una pequeña sala de espera, donde Suzanne conoce a un escritor y sí, ambos se enamoran perdidamente y comen perdices happily ever after...

Aunque no tanto. A pesar de que, en honor a su herencia hollywoodense, la novela termina bien (termina como todos esperamos, como el propio sistema sobre el que se sostiene y pervive Hollywood espera), la autora se preocupa en dejar algunas luces de alarma prendidas:

"¿Jesse era un buen hombre? se preguntaba Suzanne. Probablemente lo era, porque a veces la aburría a muerte. "Piensas que si no es dramático, no está pasando nada", le había dicho Norma [su terapeuta]. "La idea es envejecer con ellos, no por ellos".

"Suzanne estaba convencida de que ahora que le estaba pasando algo agradable y tranquilo, moriría. Mientras que antes apuraba la llegada de la muerte mediante el abuso de drogas, ahora temía por su vida porque tenía motivos para vivir".

Como se ve, no todas son perdices. Ni siquiera en Hollywood.

Analía Pinto

P. S.: Olvidé comentar que esta novela fue llevada al cine por Mike Nichols, con Shirley Mc Layne, Dennis Quaid y Meryl Streep como Suzanne Vale, una desacertada elección de casting en mi opinión, puesto que sin desmerecer ni un ápice el trabajo actoral de Streep, no pude verla nunca como la irónica, chispeante, desgarrada, asustada y ex adicta Suzanne Vale.

jueves, 18 de septiembre de 2008

El "tusitala"

Doctor Jekyll y Mister Hyde - Robert Louis Stevenson Todo buen escritor es, primero, un buen lector. Más aún, quien está destinado a ser hablado por las cosas y el mundo, es, primero, un lector poco común, un lector que, simplemente, lo devora todo. El que luego será escritor no es un lector cualquiera, que se conforma con leer dos o tres libros al año, ni siquiera dos o tres libros al mes, sino seguramente dos o tres libros a la semana. Pero este apetito desordenado, famélico, sediento, propio de un adicto, si se quiere, muy pronto dará sus frutos y obrará el milagro cuando ese lector bibliófago, bibliómano y literaturodependiente se transforme en un escritor. Y en un escritor de fuste.

Qué gran lector debe haber sido entonces Robert Louis Balfour Stevenson. Lejos de mí considerar a un gigante de tal envergadura como un autor abisal, es decir un autor desconocido o poco difundido. Precisamente sus obras han sido difundidas y admiradas por todos los canales posibles. Aunque no las hayan leído, todos habrán escuchado hablar alguna vez del doctor Jekyll y de míster Hyde (aunque más no sea en ese maravilloso capítulo de la Pantera Rosa que lo recrea) y habrán siquiera sentido nombrar a la maravillosa isla del tesoro, aunque no tengan ni una remota idea de qué se trata, ni de que su título original era algo como "El cocinero del barco", oportunamente cambiado por un editor.

Pero si hoy me propongo hablar de Stevenson es porque la relectura de sus relatos me ha llevado a puntos de extásis pocas veces alcanzados y no quiero dejar de compartirlos, con la esperanza de acercar a más náufragos a la narrativa del siglo XIX, especialmente a aquellos que no sólo leen sino que, como una servidora, también escriben. Soy (o pertenezco a la raza) de esos "herejes" que no han leído a autores contemporáneos (incluso vivitos y coleando) como José Saramago o Paul Auster, para citar dos íconos bien marketineros y reconocibles. No los he leído hasta ahora, no sé si los leeré alguna vez, pero no me preocupa. En cambio, sí me preocupa visitar periódicamente a los autores que hicieron la narrativa posible y esos autores, queridos amigos, no pertenecen a esta era: pertenecen al siglo XIX. Más específicamente a las literaturas en lengua inglesa, francesa y rusa. Un paseo por ese maravilloso siglo no debería dejar de hacer escalas (algunas de ellas, muy y felizmente prolongadas) en Flaubert, Stendhal, Dumas, Zola, Maupassant, Stevenson, Dickens, Brontë, Austen, Poe, Hawthorne, Melville, Chejov, Tolstoi, Dostoievski... La lista podría prolongarse y ramificarse pero quien no haya visitado esas maravillosas ciudades y se ufane de leer sólo autores contemporáneos se está quedando apenas con los adornos de la torta, cuando podría sumergirse golosamente en los más deliciosos y perturbadores abismos que el hombre haya conocido jamás.

Tal el caso de Stevenson. Tal el caso de su narración más conocida, El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde (Hyspamérica, Buenos Aires, 1983; título original: The strange case of doctor Jekyll and mister Hyde; traducción de Carlos Silvi; esta edición incluye además los relatos "El club del suicidio", el magistral "El diablo de la botella" y el soberbio -y desesperado- "Olalla").

El argumento es archiconocido: un respetable doctor y científico quiere separar "las líneas que Dios quiso unir", como dice el epígrafe del relato, y logra fabricar una sustancia que lo transforma en su doble maligno, en esa parte de su yo tanto tiempo reprimida... Todo va bien hasta que el experimento, como suele suceder cuando el hombre se pone a jugar a que es Dios, se desmadra y ya no hay vuelta atrás: míster Hyde, lo oscuro, lo deforme, aquello que necesariamente debe ser reprimido se apodera del doctor Jekyll y lo precipita al abismo.

No me interesa profundizar en las implicancias psicológicas, sociológicas, culturales, literarias y estéticas del tema, puesto que eso se ha hecho ya hasta el hartazgo y se podrá encontrar abundante bibliografía al respecto. Tengo un propósito más modesto: mostrar los resortes que hacen que la narración avance sin decaer un instante, que el lector no pueda dejar de leer bajo ninguna circunstancia, expectante, intrigado, aguardando la próxima vuelta del camino para ver qué sucede, para saber en qué termina -aunque ya lo sospecha- la aventura, la locura, el despropósito tan (in)comprensible del pobre doctor. Me propongo, simplemente, mostrar cuáles son algunos de los hitos en los que Stevenson, ese gran lector, ese enorme escritor (llamado por los nativos de la isla polinesia en la que vivió sus últimos días "tusitala", es decir, "el contador de historias"), se apoya para que la narración sea la maravilla sobrecogedora que es.

Los recursos a los que apela Stevenson son, en apariencia, muy simples. Dan la sensación, la engañosa sensación, de que uno también podría hacerlo y allí radica, creo yo, el verdadero oficio de cualquier escritor: hacer que lo díficil parezca sencillo. Es el escollo con el que suelen darse de narices no sólo los escritores novatos sino más aún, aquellos que yo en otro lado llamo los "poeñoños". Los poeñoños no han sido jamás buenos lectores; más aún, la enorme mayoría de ellos ni siquiera es un lector irregular o esporádico. No leen libros, no leen poesía, pero pretenden escribir y brillar en ambos. Sepánlo de una buena vez: no es posible. A no ser que se les caigan los ojos sobre la página impresa, díficilmente podrán lograr que esa página impresa sea suya alguna vez. Y aunque lo logren (vía Dunken y/o cualquier otra "editorial" por el estilo) díficilmente perduren en la memoria de alguien, menos que menos en la corriente justiciera y eterna del Tiempo.

Decía entonces que los recursos de los que se vale Stevenson son en apariencia muy sencillos, pero no es su sencillez o dificultad lo que hace la diferencia sino el cómo administrarlos. La mayor parte de las veces, el autor se vale de comparaciones. Comparaciones vibrantes, "cósicas", que traen a la pantalla mental de quien lee las imágenes con una nitidez y fuerza tales que es imposible no sustraerse a ellas. Además de las comparaciones, se vale de la repetición y de la perfectamente dosificada gradación de estas repeticiones. Ello es notable en las descripciones del horrípilo Hyde: la primera referencia a él, en boca de Enfield, dice: "No parecía un ser humano, era algo así como un monstruo". Luego, precisa: "algo desagradable, algo completamente detestable. (...) produce una fuerte sensación de deformidad, aunque no podría especificar el punto". Desde luego, Hyde no pertenece al orden natural de este mundo y Stevenson predispone al lector induciéndonos a pensar que algo muy extraño sucede con él si 'no parece humano' y si 'produce una fuerte sensación de deformidad'.

Más hechos extraños y anómalos se suceden en el relato y todos son descriptos con técnicas similares. Va quedando claro que para impactar al lector no es necesario hacer piruetas surrealistas ni apelar a trucos rebuscados. Es cuestión de llevarlo de las narices adonde queremos llevarlo, pero sin que se de cuenta. Es el pacto de lectura que se firma antes de abrir un libro: yo, Lector, hago de cuenta que no me doy cuenta adónde me querés llevar vos, Escritor, a menos que seas tan torpe y tan burdo como para romper a cada paso la verosimilitud, es decir, la base sobre la que ambos pactamos de común acuerdo descansar nuestra imaginación. Todo, todo, todo es posible si es verosímil. ¿Y cómo verosimilizar el hecho de que un ser deforme entre a la madrugada en una casa abandonada y salga con un cheque firmado, por ejemplo? Denunciando su inverosimilitud a cara descubierta. En efecto, sigue Enfield: "Me tomé la libertad de indicarle a mi hombre que el documento me parecía apócrifo y que, en la vida real, nadie entraba así como así, en una bodega a las cuatro de la mañana y salía con un cheque por cerca de cien libras, firmado por otra persona". Exacto: "en la vida real". Y sin embargo, el cheque era auténtico. Todo era auténtico...

Cuando las aguas se aquietan y Hyde desaparece sin dejar ningún rastro, Stevenson cambia de estrategia y nos hace volver la mirada sobre Jekyll. El nuevo fervor religioso del doctor llama la atención de todos y de su mejor amigo, el abogado Utterson, quien intenta indagarlo acerca de lo sucedido. Utterson es también quien detenta el punto de vista de toda la narración, puesto que todo lo que sucede en ella es siempre visto a través de sus ojos. Jekyll, acongojado, sumamente acuciado, declara: "Pende sobre mí un castigo y un peligro de los que no puedo hablar. (...) Nunca pensé que esta tierra tuviese lugar para sufrimientos y horrores tan grandes (...)". ¿Qué es ese castigo del que no puede hablar? ¿Cuáles son esos sufrimientos tan grandes y extraños? Para saber la respuesta, no queda más remedio que seguir leyendo...

Al final, cuando leemos la declaración del difunto Jekyll, él mismo se horroriza al comprobar lo que sucedía con su otro yo: "Lo más impresionante era que el fango del pozo profiriese gritos y voces; que el polvo amorfo gesticulara y pecase; que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la vida". He ahí la genialidad de Stevenson: hacer posible, mediante la literatura, algo a todas luces (im)posible o (im)probable.

Esto es, en definitiva, lo que nos hace seguir leyendo y leyendo siempre: el poder taumatúrgico de la palabra, de la narración, del arte: el único, quizás, concedido al hombre, para que no se sienta tan desamparado y desasido.

Analía Pinto

jueves, 11 de septiembre de 2008

Qliphoth o Con el número dos nace la pena

Qliphoth - Pedro Ángel Palou Descubrí este libro el viernes pasado, mientras hacía tiempo hasta que comenzara la obra teatral Suerte, de Marcelo Savignone (de la que pueden ver una reseña de una servidora aquí). Si en esa obra un hombre es dejado por una mujer y a continuación intenta mil y una formas de suicidarse, en Qliphoth, nouvelle del mexicano Pedro Ángel Palou (Buenos Aires, Sudamericana, 2003), otro hombre, en la misma situación, decide seis años después recuperar a esa mujer a través de la escritura.

Compré la nouvelle por tres razones, que suelen ser las mismas tres razones por las que compro casi todos los libros: una, porque me faltaba un libro más para completar la oferta (4 libros por 10 pesos, en la librería "Libertador", de Corrientes; mirar bien en las mesas de los costados, no en las centrales); otra, porque me llamó la atención el título y la tapa, y la última porque el texto de contratapa era lo suficientemente incitante como para querer leerla de inmediato.

La incitación era absolutamente justificada. La prosa prístina y aséptica, pero ágil y vívida a la vez de Palou me atrapó desde la primera letra y no me soltó hasta el punto final, como debe aspirar a hacer toda narración que se precie de tal. Un hombre, Andrés, no puede olvidar a una mujer, Mónica, con la que convivió apenas unos días, quizás unas semanas, hace ya seis años. Pero como precisamente quiere ya olvidarla, se pone a escribir, a ver si de ese modo la recupera (y la libera de una vez). Durante once noches (los once capitulillos en los que está dividida la nouvelle) Andrés tecleará en su máquina de escribir recuerdos, fragmentos, pensamientos... nunca la totalidad. Recupera de Mónica frases, olores, partes, pero ella entera nunca aparece. Y este ir y venir hacia el pasado, que no otra cosa es esencialmente la escritura, provoca nuevos recuerdos, rememora sensaciones, invoca fantasmas que parecían sepultados...

Nuevamente, como creo haber dicho ya en algún lugar de este blog (o en algún otro de mis idem), no es tanto el qué lo que importa (que es hasta trillado y mil veces visto, si se quiere) sino el cómo está contado. Un narrador se distingue en tanto tal, en mi opinión, cuando no sólo sabe (y tiene la autoridad suficiente para) contar lo que quiere sino cuando sabe cómo debe contarlo, de qué herramientas debe valerse, a qué recursos debe apelar para lograr el mayor impacto posible en su lector. Ese impacto que, como decía, hace que uno quiera seguir leyendo, quiera seguir devorándose la historia hasta el final.

El modo que encontró Palou para lograr ese impacto ha sido un narrador en tercera persona que es notoriamente un narrador ajeno a la historia, como si fuera un periodista o, mejor aún, un espía que cada noche se asoma a la ventana del cuarto en el que Andrés escribe, escucha música clásica y trata de rescatar algo de Mónica de las garras de su memoria. Pero esto solo hubiera sido demasiado simple y no hubiera causado impacto alguno. La vuelta de tuerca que le encontró el autor es citar, entre comillas, parte del texto que Andrés va escribiendo al tiempo que también indaga, como un narrador omnisciente, en los recuerdos y las vivencias pasadas de Andrés. De este modo, el texto amalgama presente y pasado, la Mónica de los días locos y felices y la Mónica del recuerdo, el Andrés de hace seis años y el Andrés que todavía hoy sufre por el abandono de esa mujer enigmática, impredecible y hechicera, a la que nunca conoció del todo, a la que ya nunca podrá conocer de nuevo.

Si algo hay para destacar en la nouvelle, además de la excelencia como narrador de Palou, como acabo de hacer notar, son las reflexiones filosóficas que el texto va dejando caer aquí y allá y, más todavía, quizás, las escenas eróticas. Quisiera detenerme en ambas cosas, acaso más imbricadas de lo que cabría suponer en primera instancia.

Cuando digo "reflexiones filosóficas" me refiero a párrafos de este tenor:

"Nadie puede exprimirse recuerdos y pretender que la vida siga igual; cuando alguien se examina de este modo corre el riesgo de romper la cuerda y precipitarse al vacío; sin embargo, el recuerdo es la única ¿piedad? contra la ausencia y su peso de plomo"

o de este:

"El deseo pocas veces es algo, siempre más bien es nada, su signo está vacío, no tiene lugar, o sí: su lugar es la ausencia"

o este:

"Todo lo humano hace referencia a otra cosa y todo es mentira. El amor como forma de conocimiento (¿qué otra cosa puede ser?) es también un signo que no está, que busca a otro, por lo tanto también es mentira"

o:

"La presencia del amor en nuestra vida es la raíz de toda muerte; nos revela indefensos y minúsculos como somos. Para existir, el amor necesita del desamor, de hacerse presente, ausentarse, quebrantar el orden y luego emprender la retirada. El hombre requiere de él, de sus contradicciones: locura y origen de todo mal, el amor viene y va, maltratando, ensanchando las heridas del tiempo, la incauterizable ausencia"

¿Verdad que dan ganas de seguir leyendo?

Cuando me refería a las escenas eróticas, lo hice por lo siguiente: en general, y esto lo digo como escritora antes que como lectora, cuando la escritura involucra al sexo se corre el riesgo de caer en terreno pantanoso, o mejor, en arenas movedizas. O bien se cae en una suerte de poeticidad vacua que alude vaporosamente a la anatomía de los participantes y llena la narración de metáforas de otro orden (por ejemplo, náuticas), o se cae de plano en la cursilería más vulgar o, por un camino parecido, rápidamente se desciende al infierno de la chabacanería y la grosería. No voy a entrar a discutir aquí acerca del erotismo versus la pornografía ni cosas por el estilo. Me refiero básicamente a los problemas que enfrenta un narrador a la hora de narrar el sexo. La tercera vía, ni la metaforización extrema ni la crudeza hiriente, parece ser la mejor solución, pero, claro, para ello hay que estar más que fogueado y entrenado en las artes de la narración.

Y acá volvemos al cómo se dicen las cosas. Palou logra no sólo rehuir la alusión velada que no lleva a nada así como la crudeza camioneril, sino que además alcanza un objetivo aún más loable en mi opinión: erotiza al lector. ¿Cómo logra esto? Narrando el sexo de modo tal que en la mente del que lee las escenas aparecen con una nitidez absoluta y de modo tal también que es posible sentir, en el amplio y maravilloso recinto de la imaginación, lo que los personajes sienten en ese momento. Un narrador que dosifique con buen tiento las zonas ideicas y las zonas cósicas de su relato, como las llama mi maestro, logrará, siempre, impactarnos. Y más cuando se trata de algo que a todos nos impacta de por sí, como el sexo. Si aún no creen en mis palabras, vaya aquí una de las escenas más logradas en mi opinión:

"Había despertado con una erección muy grande y no lo disimulaba. Mónica llegó al baño abrazándose a él y moviendo su pubis contra el de Andrés. Él la subió al lavabo, penetrándola, y ella se sostuvo de la cintura de él apretándole los muslos, subiendo y bajando por su pene humedecido, mientras él, con ella encima, caminaba hacia el cuarto, hundiendo a ratos su erección en Mónica que lo recibía golosa, besándolo, y él ya cansado, con los brazos hiriéndole, fue a una esquina del cuarto, recostando a Mónica en la pared y penetrándola hasta una profundidad que no conocía mientras ella llegaba y él sentía su esmegma corriéndole por los muslos, caliente. Se sentó en el suelo y luego se acostó; ella ahí, arriba de él, moviéndose y Andrés quieto, recibiéndola, gozándola. Empezó a dar vueltas con su vulva abierta, y tuvo otro orgasmo y otro, seguidos, mientras él también llegaba, gritándole y gimiendo roncamente. Fueron a acostarse juntos y él no tardó en estar fuerte de nuevo y penetrarla, succionando por todos lados, llenándola primero de saliva y luego de semen por todo el cuerpo, como símbolo último de ese acto que los confirmaba negándolos."

Para cerrar, una reflexión breve acerca del título. Como dije al comienzo, me llamó poderosamente la atención y no terminaba de comprender por qué, ni qué significaba. En ninguna parte de la nouvelle se hace referencia a esta extraña palabra, qliphoth, que mi intuición me aconsejaba buscarla por el lado esóterico, más todavía cabalístico... Busqué en la enciclopedia y nada; busqué en el Diccionario de símbolos de J. E. Cirlot y nada tampoco; abrí la Wikipedia y allí estaba: tal como había supuesto, qliphoth significa 'materia' (también 'piel' o 'cáscara') y representa a las fuerzas del mal en el judaísmo. Más aún, la materia sería la causa del mal y del sufrimiento. Por otra parte, en el Zohar se asevera que qliphah (el singular de qliphoth) es la barrera o la separación que naturalmente debe existir entre dos cosas o, como en este caso, entre dos personas, entre un hombre y una mujer que sin embargo se han amado alguna vez. Así, "la separación de los amantes es el destino último de la ilusión del amor; el desencuentro es necesario y cruel y deja al hombre solo, vejado, sin poderse quitar del cuerpo el recuerdo de ése y así encontrarse de nuevo solo, irremediablemente desamado". Por eso se me vino a las mientes el verso de Leopoldo Marechal con que titulé esta reseña.

Y ahora sí, como broche de oro, una última reflexión sobre la escritura, que me parece una verdad incontrastable, una de esas verdades (si acaso existen tales verdades) para blandir como espadas, para usar como anclas, para tener como salvavidas en caso de hundirnos en el marasmo de la pena y la desolación:

"Uno escribe por miedo, porque no hay nada que produzca más terror que la ausencia, porque el pánico de ir quedándose solo, y de ir olvidando y perdiendo -esencia de todo paso por la vida- es díficil de resistir".

Analía Pinto

viernes, 5 de septiembre de 2008

El lector privilegiado

Las palabras y los días - Abelardo Castillo

Abelardo Castillo no es, ni por casualidad, lo que yo considero un autor abisal. Si bien es cierto que su obra permanece incontaminada por la academia (lo cual tal vez deba ser mirado como un gran elogio a su obra y no como mero desdén), su influencia, su predicamento y justamente su obra impedirían incluirlo en esta particular categoría. Pero los libros suyos que hoy quiero comentar, como lectora privilegiada (que esto y no otra cosa debiera ser un crítico literario de cualquier especie, académica o no, según sostiene, y yo apoyo su moción, el propio Castillo) y como escritora siempre en ciernes (porque quien se crea un escritor ya hecho está frito desde el vamos) que soy, sí podrían decirse que pertenecen a la fauna abisal. O, por lo menos, como dirían los todavía inexistentes -al menos, que yo sepa- papers sobre su producción "el sector menos frecuentado de su obra".

Ser escritor - Abelardo CastilloSe trata de dos obras de algún modo complementarias y que hasta repiten temas, personajes, anécdotas, pero las repiten, sobre todo estas últimas, del mismo modo que las repetimos en la "vida real" (me permitirán las comillas aquí; sucede que siempre estoy preguntándome qué es la realidad, qué es la vida real, etc.): para darle color o pimienta o interés a un caso, a un sucedido, a algo que sabemos bastante soso si no lo condimentamos un poco. Un poco, justamente, como la literatura, como la vida misma. Qué sería de nosotros si no pudiéramos fabular, si no tuviéramos la enorme y gratísima facultad de contar.

Estas dos obras son Las palabras y los días (título que parafrasea la famosa obra de Hesíodo, Los trabajos y los días; Buenos Aires, Seix Barral, 1988, reeditado en 1999) y Ser escritor (Buenos Aires, Perfil, 1997). En ambas, Castillo despliega su prosa melodiosa y pareja, sin estridencias innecesarias, con delicados toques borgeanos, con notas lo suficientemente coloquiales como para que, por momentos, parezca casi una conversación entre amigos, pero también con apasionamientos, con defensas, con profundos sentires. Sin dejar de incluir una acendrada ironía (como en la casi desopilante "Carta lacaniana en torno a un residuo") y un exacto sentido de dónde colocar el punto final. Ya dijo Isaak Babel al respecto que "ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde". Y algo así pasa con la prosa ensayística de Castillo: al terminar cada nota es casi imposible no estar de acuerdo y no tener esa hermosa -y temible como un ejército dispuesto al combate- sensación de "esto es lo que yo pensaba y nunca había podido decirlo así", que es la máxima, sino la mejor, aspiración que un escritor puede tener en mi opinión (y en la de Castillo también, como verán luego).

Los temas, los personajes, las anécdotas que se repiten son Borges, Arlt, Cortázar (para muchos -para mí al menos-, para Castillo si lo apuramos un poco también y le metemos a Marechal medio de contrabando, la Santísima Trinidad de la literatura nacional), Sartre, Unamuno, Poe, el alcohol, el ajedrez... Si Ser escritor está meramente enfocada hacia la literatura y todo lo que la rodea, como su título nos anticipa, los artículos y notas de Las palabras y los días, versan también sobre otros temas, como el entrañable artículo sobre Chaplín (así, con acento, como lo hemos pronunciado desde chicos) o el impresionante "El viaje que nunca termina", una profunda reflexión literaria pero también personal y existencial sobre el alcohol. Como se sabe, Castillo ha logrado sobreponerse a su alcoholismo, el mismo al que no pudieron sustraerse Poe, Dylan Thomas o Lowry, por citar tres célebres casos literarios.

En las páginas de Las palabras y los días sobresale, a mi entender, además de los artículos referidos a los autores citados, y los que se refieren a Gardel y a Rosas, el que se titula "La agonía sonora": es la mejor biografía, recordatorio, panegírico, defensa y apología que yo haya leído de un escritor tan extraño, genial e incomprendido como Miguel de Unamuno. Leer esos párrafos de Castillo es suficiente para tener una pintura completa, abigarrada, intensa, contradictoria como el mismo vizcaíno era, de Unamuno, quien exaltó antes que nadie (que Lugones incluso, como bien anota Castillo), a nuestro Martín Fierro, quien sentía verdadero espanto hacia la posible nada que nos espera tras la muerte, quien agitó y revulsionó España desde su cátedra de Salamanca, quien le respondió al tuerto general Millán Astray, después de que éste profiriera su deplorable frase ("¡Muera la inteligencia!") en el paraninfo de la misma universidad, "venceréis pero no convenceréis". Ese Unamuno aparece en esas pocas páginas, en una apretada pero fervorosa síntesis y sólo por ese texto valdría la pena comprarse y leerse todo el libro, pero afortunadamente luego descubrimos más y más tesoros, como las páginas dedicadas a Sartre, esa colosal influencia para Castillo y su generación, o las sentidas palabras tras la muerte de Cortázar, con quien Castillo mantuvo siempre una "cercana lejanía" espiritual.

En las páginas de Ser escritor relucen, además de nuevamente consideraciones sobre Borges, Arlt, Cortázar, Sartre, Unamuno, Poe, los consejos (velados o explícitos), las anécdotas y las reflexiones acerca del quehacer literario. Me gustaría citar, ya que no tienen desperdicio, algunos párrafos:

- "corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual. Paul Valéry ya habló de la ética de la forma: corregir es una empresa espiritual de rectificación de uno mismo".

- "La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo".

- "Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos".

- "La significación y el nivel simbólico de cualquier texto literario siempre son a pesar del escritor, aparecen solos, y están allí por razones que el autor a veces ni comprende. Están allí porque los encuentra el lector."

- "crítico es un hombre que ha leído un libro y opina sobre él. Cualquier lector es por lo tanto un crítico, sólo que el crítico es un lector privilegiado: un hombre que lee para escribir a su vez sobre lo que leyó, un escritor de tipo especial".

- "Uno teoriza como quiere, pero escribe como puede".

- "La originalidad no consiste en escribir sin puntos ni comas o en contar sucesos que nadie haya podido imaginar, sino en ver la realidad entera desde uno mismo, y que otro sienta: eso es exactamente lo que yo sentía".

Pero sin duda alguna la parte más "jugosa" del libro es "Irreverencias", rápidas pinceladas sobre escritores argentinos, donde Castillo dice, entre muchas otras cosas, que "Lugones era un deportista de la rima" (lo cual es indiscutiblemente cierto; sólo Lugones podía rimar 'tul' con 'abedul' o 'biombo' con 'combo'); que Sarmiento es "una fuerza de la naturaleza" (lo cual es indiscutiblemente cierto; sólo hay que leer el Facundo para entender por qué lo dice); de un autor hoy olvidado (justa y justicieramente olvidado, cabría agregar) como Enrique Larreta apunta: "Tenía una casa muy linda, que hoy es un museo. Me han dicho que también escribía"; de Manuel Gálvez, otro de nuestros ilustres mamotretos, anota: "Nacha Regules es inenarrable; El mal metafísico, una tonelada de tedio" (nuevamente, tiene razón); de Esteban Echeverría, lúcidamente declara: "Se le llama precursor. Debería llamárselo fundador"; de José Hernández, dice: "Leyendo el Martín Fierro, como leyendo a Sarmiento, uno tiene la fuerte sospecha de que hay un dios arbitrario y secreto que, de tanto en tanto, hace algo por la literatura argentina, en contra de todo lo razonable"; del inigualable Lucio V. Mansilla, afirma: "La literatura argentina debe de haber dado unas cien biografías sobre Rosas; uno de los pocos libros donde se lo ve a Rosas, donde se lo siente a Rosas, es en Los siete platos de arroz con leche" (vale la pena aclarar que Mansilla era sobrino de Rosas y que su tío lo obligó a comerse siete platos de arroz con leche, tal como allí cuenta); de Arturo Capdevila, otro del panteón donde hoy descansan sin que nadie los perturbe ya Gálvez, Larreta, Mallea y otros, opina que si "se hubiese llamado a silencio alrededor de los veinte años, nos habría ahorrado varias docenas de imperdonables mamotretos y nos habría dejado, intactos, los versos de Melpómene y El libro de la noche". Por último, de Marechal, apunta: "Cortázar lo llamaba maestro. Lezama Lima lo llamaba maestro. Alejo Carpentier lo llamaba maestro. ¿Qué más? Una tarde, hacia 1960, el poeta Víctor García Robles llegó desesperado a mi casa y me dijo: "Tenés que leer la más extraordinaria novela argentina". Era Adán Buenosayres. La leí en tres noches. Desde entonces pienso que Leopoldo Marechal fue, con Arlt y con Borges, la tercera persona de algo que podría llamarse la Santísima Trinidad de la prosa nacional en este siglo".

El libro se cierra con unas "Mínimas", que a modo de decálogo, completan estas y otras ideas sobre la literatura y por las cuales también vale la pena comprar y tener siempre a mano este libro.

Sólo me resta decir que mi afinidad espiritual con Castillo ha resultado más que obvia luego de esta relectura gozosa de sus libros y que me regaló numerosos instantes de felicidad en días donde pocas cosas, muy pocas, lo hacen ya.

Analía Pinto