jueves, 6 de noviembre de 2008

Una Señora narradora

No te duermas, no me dejes - Marta Lynch Hoy ya nadie la recuerda. Pero en las decádas del 70 y del 80 Marta Lynch era una de las escritoras argentinas más taquilleras. Y digo bien, "taquilleras", porque se manejaba con los mismos aires que una estrella del cine o de la tele. Sin embargo, era una señora narradora.

A diferencia de la también vendedora Silvina Bullrich, Lynch, por más que muchos de sus personajes fueran frívolos y decadentes, sabía muy bien cómo contar historias. Bullrich, por mucho que le pese a algún trasnochado admirador, no.

Si por algo hay que recordarla, además de por su innata e indiscutible habilidad para narrar historias, es por dos personajes de sus novelas más famosas: Beatriz Maggi de Ordóñez o La señora Ordóñez, novela de 1967, y la Colorada Villanueva, protagonista de la novela La penúltima versión de la Colorada Villanueva (1979). Cada uno de estos personajes, cada una de estas mujeres encarnó vivamente un prototipo, un estereotipo y hasta un ideal de mujer como muy pocos personajes pudieron lograrlo en nuestra literatura.

La señora Ordóñez (la novela, pero más el personaje) tuvo tal impacto en mí que alguna vez escribí, para el boletín literario que supe hacer con dos amigos allá lejos y hace tiempo, una especie de relato o resumen de su vida basado en los datos mismos de la novela. No fui la única cautivada por ella: en los años 80, precisamente, el libro fue llevado a la televisión, de la mano de María Herminia Avellaneda y con Luisina Brando en el rol de la señora Ordóñez (desafortunada elección, al menos en lo que a physic du rol se refiere en mi opinión; siempre la imaginé más morocha, más criolla, menos lánguida, más firme).

Sin embargo, hoy quiero comentar algunos aspectos del último libro de Marta Lía Frigerio de Lynch, tal su nombre completo: No te duermas, no me dejes (1985) es un tomo de cuentos que se publicó poco antes de que Lynch, agobiada por el ignominioso paso de los años y por lo que éste hacía con su belleza, se suicidara. Sí, era tan frívola y superficial como para estar obsesionada por la juventud (pobre, no hubiera podido resistir vivir en esta época, imagino) y hasta para matarse al ver cómo la senectud avanzaba, sin que ni siquiera las cirugías plásticas pudieran ponerle coto (quizá tendría que haber ido a operarse con quien opera -¿cuántas veces por año?- a la otra Señora, a Mirtha Legrand). Fue, en ese sentido, una pionera.

La decrepitud, la enfermedad, el temor a la muerte, la obsesión con el paso del tiempo son los ejes por los que se mueve, mayormente, su estro narrativo. Pero hay otros tópicos también: el amor y de su mano cruel, caliente y firme el sexo; la soledad intrínseca del ser humano y también la política argentina (vale la pena mencionar aquí que la propia Lynch tuvo un derrotero o zigzagueo político por lo menos interesante: como escribí en la versión original -no en la que finalmente salió publicada- de su reseña biográfica para el Diccionario de Autores Argentinos, "fue frondicista, viajó a Cuba, simpatizó con los montoneros, ocupó un asiento en el charter que trajo al general Perón en 1972, frecuentó al ex-almirante y represor Emilio Massera, y luego fue alfonsinista").

Todos estos tópicos aparecen también en No te duermas, no me dejes. "Desde el mirador" es quizá uno de los más logrados. Un hombre vive en el famoso edificio porteño Cavanagh y desde el mirador de su departamento en el piso 17 se pasa los días observando a las personas que van y vienen por la plaza San Martín. Teje y desteje imaginarias historias entre aquellos a quienes ve asiduamente, a punto tal que decide intervenir, de modo trágico e irreversible, en el final. Existencias como la de ese personaje solitario y retraído suelen abundar en la narrativa de Lynch, cuya antena para las desgracias ajenas parecía estar perfectamente sintonizada para capturar siempre los matices más insospechados y despiadados. "Mano cruel", por ejemplo, narra la corta existencia de un niño mendigo en una barrera del norte de la ciudad. Con el mismo desangelamiento con el que transcurre esa existencia obstinada, Lynch relata sucintamente su horrible muerte.

"Juegos en el parque", por su parte, no sólo narra los últimos momentos de Rosie, una mujer mayor, sino que es una perfecta demostración empírica de la teoría de las "dos historias" que siempre narra un cuento preconizada por el escritor y crítico Ricardo Piglia. Mientras asistimos a ese último chispazo de vida de Rosie en medio de los juegos del parque de diversiones (presumiblemente el Ital Park, y escribo esto con un dejo patente de nostalgia por aquel parque, por aquellos años de infancia aturdida), otra historia se va deslizando detrás, de coté, como quien no quiere la cosa, con un destello aquí, un indicio allá, y el remate final que lo ilumina y corona todo.

"Historia" repasa la vida de un "cafishio viejo". Es la misma obsesión por la juventud, la belleza y la lozanía pero desde el punto de vista de un hombre, un hombre que aprendió de muy joven, y gracias a su apostura física, a vivir de las mujeres y nunca supo hacer otra cosa. Viejo, gastado, tiñéndose las canas con cada vez más frecuencia, haciendo caso omiso a las señales de alarma que le enviara metódicamente su corazón, asiste por última vez al Chantecler, su lugar en el mundo, pero no se da por vencido ni siquiera en el último minuto.

Párrafo aparte merecen los "Tres relatos castrenses": en "Carta de un soldado", el formato epistolar le sirve a Lynch para dar cuenta, en forma sesgada y crítica pero no panfletaria, de la escandalosa guerra de Malvinas; "La chaperona" muestra las hipocresías, simulacros e intereses que se mueven detrás de un grupo de cadetes militares en pleno estallido hormonal; "El dormitorio", retomando algunos de los personajes del relato anterior, abre una puerta y nos deja espíar la intimidad del dormitorio de los mismos cadetes militares y las escenas que acontecen al apagarse la luz.

Por último, "Entierro de un jefe" es una suerte de collage macabro en el que se repasan, con lujo de detalles, los momentos inmediatamente posteriores al fallecimiento de Perón. Como en una alucinación fantasmal, se trasunta la metáfora del país que se devora a sí mismo, del mismo modo que al personaje de "La vida", de un día para otro, se lo comienza a devorar un cáncer.

A modo de epílogo, reproduciré aquí aquel texto que escribí para la sección "En qué andan ahora" de La Granda Milito. Para quienes leyeron la novela, será como volver a visitar a aquellos personajes; para quienes aún no conocen el mundo de Marta Lynch el texto oficiará, espero, de agradable puerta de entrada:

La señora Ordóñez acarrea dos cirugías estéticas sobre el rostro, y aun así, cada mañana se descubre una arruga nueva, una línea que la noche anterior no estaba, un cansancio denso y compacto que se le instala debajo de los ojos sin que maquillaje alguno pueda ya disimularlo. Sus hijas benditas, esas dos desagradecidas supremas, están muy bien casadas y hasta tuvieron la deleznable ocurrencia de darle nietos, como si ella los hubiera querido o, acaso, merecido. Raúl, su marido, el que le dio el apellido del que con tanta altivez usa y abusa para olvidar su pasado de oscura muchachita de clase media venida a menos, para obliterar con esas pocas sílabas el hecho de que una noche, hace ya más décadas de las necesarias, la Castellana y Papá Maggi la engendraron con la misma grotesca pantomima con que ella engendró a sus hijas, sigue atendiendo hemorroides y otras afecciones digestivas, menos horas por día pero todavía las suficientes para poder seguir llevando el tren de vida que ella siempre anheló: las boutiques de la avenida Santa Fe, las confiterías de la Recoleta y las vacaciones de un mes largo en Punta. Hace rato que renunció a la ficción burguesa del amor y de la felicidad, pero el bulto reapareció, qué macana. Cinco años atrás le extirparon el cáncer, junto con el pecho, claro. Tras demasiadas sesiones de rayos y cobalto, se lo repararon con siliconas importadas de Francia y hasta le quedó mejor que su propio seno, el mismo que ahora se ve asolado por la enfermedad, taimada. No piensa ir al médico. Ni decirle a Raúl. Se pondrá a fabricar sus objetos de nuevo, que en la galería de su amiga Selva son siempre bienvenidos, aunque ella no se explique bien por qué: esos trozos de madera desgajados de muebles viejos y esos pedazos de tela rejuntados de cualquier lado son “objetos de arte” para una punta de snobs que proliferan, como su cáncer, por Buenos Aires. Se reunirá con su amigo Garrigós y lo escuchará parlotear sobre el tiempo ido, junto a sus gatos y sus sillas estilo Imperio con el terciopelo ajado y deslucido. Se encontrará en cualquier vernissage con Gigí y no podrá ya soportar su cara mofletuda y sus maneras de homosexual, de mariquita vieja. Saldrá a tomar el té con Alicia y comentarán displicentemente, entre las masitas y los hombres que ya casi no las miran, las aventuras y desventuras del matrimonio Pasco Anchorena. Pasará a visitar a las ingratas de sus hijas e intentará dejarles la mejor impresión a sus nietos, aunque eso ya no parece muy factible a esta altura. Le deberá una visita, otra más, a su hermana Teresa, felizmente viuda desde hace varios años. Por última vez irá al consultorio de su marido, sin previo aviso, esperando no encontrarlo encima de la secretaria ni de alguna de sus jóvenes pacientes. Enterrará en lo más hondo del pozo ciego de la memoria su afiliación al partido peronista, su breve encuentro con la Señora, la Alianza, su trabajo en la parroquia, Antonio, y todo el bamboleante fervor juvenil de aquellos días. Se olvidará por fin de Andrés y de Luchino y de otros tantos hombres intrascendentes con los que alguna vez planeó fugarse o simplemente evadirse de su casa y sus hijas y su marido y la mucama varias tardes a la semana. Derramará entonces la última lágrima por Rocky, su único amante verdadero, con quien fue inhumanamente feliz en la casa de la estación de tren tardes y noches enteras. Y, por fin, arribará a la tumba de Pablo Achino, su primer marido, y recordará aquel gomero de la plaza San Martín donde sus bocas se unieron por primera vez y le revelaron a la inexperta Blanca Maggi delicias que no eran de este mundo. Cerrando los ojos cansados, con resignación y tranquilidad al mismo tiempo, y con el puño firme, la señora Ordóñez abandonará, de una vez y para siempre, tanta fútil miseria.

(Nº 39, 20 de agosto de 2004)

Analía Pinto

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