martes, 13 de enero de 2009

Un tipo prolífico

Aunque sigo de vacaciones y probablemente este jueves no escriba nada aquí, no puedo dejar pasar esta noticia de la que me puso sobreaviso Cristian Piazza (no dejen de visitar uno de sus excelentes blogs, aquí). Mientras yo leía y escribía sobre las carcajadas que me había producido la novela de Westlake con tanto desparpajo, el escritor había muerto de un paro cardíaco el 31 de diciembre, mientras se dirigía a la cena de año nuevo, según leo ahora en el New York Times. Tengo este libro de Westlake desde el 2005 y otra novela suya, Una incursión en el mundo (título en inglés: Brothers Keepers) desde el año 98 y recién en estos días se me dio por leerlo...! ¿Sincronicidad? ¿Intuición? ¿Casualidad? ¿Causalidad? ¿Quería su espíritu que no me perdiera algo realmente excelente y que además tuviera a bien compartirlo con el resto del mundo y por eso se me dio por leerlo? ¡Quién sabe! Aprovecho entonces para dejarles los links pertinentes, cosa que no había hecho en su momento y prometo ponerme las pilas con los posteos semanales cuando vuelva de las vacaciones.

jueves, 8 de enero de 2009

Cinco tipos sin suerte

La esmeralda candente - Donald E. Westlake Eso son, aparentemente, los protagonistas de la novela que quiero comentar, más brevemente quizá de lo usual, ya que estoy a punto de iniciar mis merecidísimas vacaciones, hoy. Hacía mucho tiempo que una novela no me arrancaba no sólo interjecciones de asombro y sonrisitas cómplices sino, lisa y llanamente, carcajadas. Más aún, creo que muy pocas novelas lo han logrado.

Y no se trata de la carcajada fácil basada en el chascarrillo o en la muletilla oportuna, sino de la carcajada producida por el delirante contraste entre lo que pasa y lo que determinado personaje cree que pasa; es el mismo principio que rige, desde luego, obviamente y sin ir más lejos, toda la comicidad del Quijote. Es, creo yo, uno de los recursos más efectivos. Y se deriva, sin lugar a dudas, de algo muy simple (en apariencia): saber contar una historia. Lo mismo de siempre, bah. No me voy a cansar de repetirlo, qué quieren que les diga. Es fundamental.

Saber contar historias es lo que sabe, sindudamente, su autor, el norteamericano Donald E. Westlake. No se molesten en buscar información, menos en buscar sus libros. He dado con él de casualidad. Mejor dicho, por una fortuita causalidad, por el mero hecho de confiar en una colección. La colección "Vértice" de Sudamericana fue una incesante cantera de sorpresas y maravillosos libros, todos provenientes de plumas norteamericanas (allí se publicó, desde luego, Miedo a volar, ya reseñada aquí). Pero, como podrá verse, no es un libro cuya tapa nos inspire mucha confianza: basta echarle un vistazo para suponerlo un libro del montón, un eslabón más en la cadena de libros-que-quisieron-ser-best-sellers y no pudieron, puesto que así se maneja, simplificando groseramente las cosas, lo reconozco, la industria editorial yanqui. Pero incluso si se lo quiere considerar un libro "del montón", no se puede dejar de alabar y ensalzar a su autor que no sólo es un excelente narrador sino que es un verdadero engarzador de situaciones disparatadas, a cual más disparatada de la anterior, situaciones que, sin embargo, siempre resuelve con felicidad y, más importante aún, sin forzar nada.

Y eso, queridos amigos, se logra aguzando la mente, afilando los sentidos y sacándole mucha punta al lápiz, al teclado o a lo que usemos para escribir. Este tipo se ha roto el coco para que cada pieza encastre donde debe hacerlo y para que cada situación se resuelva con una lógica incontrastable, de modo que nadie pueda alzar su dedo acusador y decir "eh, señor Westlake, se olvidó de esto, aquello o lo otro". La trama de esta novela, entre humorística y policial, sin llegar a ser un verdadero policial (no al menos en el sentido en que los describí en el último post), está tan bien pensada y armada que nada queda sin resolver y, más todavía, su escritura fluida, bien cósica, como diría mi maestro, y vívida, junto con sus situaciones desopilantes hace que sea imposible dejar de leer hasta el final.

Son cinco tipos que tienen que robar una esmeralda. Dortmunder, cerebro de la organización, acaba de salir en libertad condicional y se supone que debe andar derecho, pero treinta mil dólares pueden más y acepta hacerse cargo de la operación. Kelp, ladero de Dortmunder, quien le propone el negocio y tiene el contacto con quien quiere la esmeralda para sí, a la sazón, el embajador de Talabwo, un pequeño (y probablemente inexistente, no lo he comprobado) país africano cuya tribu ha sido la dueña de la esmeralda que ahora, otra tribu (otro pequeño país africano, Akinzi) les ha quitado y exhibe en el Coliseo de Nueva York. Stan Murch, capaz de manejar cualquier cosa que tenga ruedas y motor, será el chofer en todos los "trabajos": sólo bebe cerveza con sal y sólo habla de los mejores caminos para llegar desde cualquier punto a cualquier otro punto. Chefwick, cerrajero y fanático de los trenes (al igual que el reverendo Alegría de los Simpsons) quien, en la desesperada búsqueda de la esmeralda, se dará el lujo de manejar una locomotora de verdad. Y Al Greenwood, una suerte de latin lover que es ladrón en sus ratos libres, que suelen ser bastante pocos, debido a sus múltiples conquistas amorosas. Esta runfla de auténticos seres patéticos, dignos de un sainete, será la encargada de robar la esmeralda por cinco veces consecutivas, en peripecias cada vez más complicadas (llegan al punto de necesitar un helicóptero y luego la mencionada locomotora) que se van complicando por la misma naturaleza de los hechos sin que nada nunca parezca forzado o demasiado delirante.

Tal fue mi avidez lectora que días pasados, mientras estaba en la cola del banco, saqué La esmeralda candente de mi bolso y me puse a leer mientras todo a mi alrededor desaparecía. Y allí fue donde leí una de las escenas más cómicas y desquiciadas de la novela, la que me provocó auténticas carcajadas que reprimí a duras penas, por una estúpida noción del decoro, supongo, que me impidió reírme a mandíbula batiente, que era lo que realmente correspondía. La pandilla debe entrar y recuperar la esmeralda, que Greenwood había escondido allí tras el primer intento, de una comisaría distrital de Nueva York. Para ello, se sirven del helicóptero y entran con toda violencia en una apacible comisaría "de paso", en la que nunca pasa nada y en la que, siendo ya las siete de la tarde, no queda más que el subcomisario a cargo quien, ante la violencia del ataque (teléfonos cortados, comunicaciones interferidas, gases lacrimógenos, bombas y algún que otro tiro), cree que se trata de una revolución y dice, en el momento más candente de esta peripecia: "¡Dios mío! ¡Deben estar abastecidos por Castro!".

Si bien el impacto cómico de una declaración como esa ha decaído bastante en los últimos tiempos, no deja de ser significativo y, encima, da mucho que pensar. Y más todavía y sin que sea un spoiler: la pandilla de locos comandada por Dortmunder no encuentra la esmeralda donde se supone que debía estar y todo recomienza nuevamente, los treinta mil dólares por hombre vuelven a esfumarse y ahora hay que o dejar definitivamente ese "trabajo" o terminarlo de una buena vez. Dortmunder pretende alejarse, vende enciclopedias casa por casa, pero, herido en su orgullo y en su honor, acepta organizar los próximos golpes necesarios para hacerse con la maldita esmeralda, que:

"Sobre la mesa destartalada, la esmeralda parecía un precioso huevo puesto por la lámpara colgante de pantalla metálica verde que iluminaba las cabezas. La luz se reflejaba mil veces en los prismas de la piedra. Era como si la esmeralda se hubiera reído en silencio allí, en medio de la mesa, contenta de ser el centro de atención, feliz de verse tan admirada.

Los cinco hombres en torno a la mesa tuvieron los ojos clavados en la esmeralda durante un buen rato, como esperando que imágenes de su futuro se formaran en las facetas. El mundo exterior estaba muy lejos, los ruidos confusos y amortiguados del tránsito sonaban como de otro planeta. El silencio en el cuarto del fondo del O. J. Bar y Grill era a la vez reverencial y extático. Los cinco hombres parecían envueltos en una atmósfera de pavorosa solemnidad, y sin embargo sonreían. De oreja a oreja. Contemplando los guiños de la risueña esmeralda, y devolviéndole la sonrisa."

Analía Pinto