jueves, 26 de febrero de 2009

Adicta a la lectura o SK reloaded

El resplandor - Stephen King Debería estar escribiendo acerca de lo que tenía pensado para hoy, pero me lo reservo para el próximo jueves, porque en mi cabeza todavía resuenan los golpes del mazo de roqué descargándose sobre las paredes y las puertas del Overlook Hotel…

¿Estoy desvariando? No. Sigo posesa y poseída por mi reciente adicción. SK lo ha hecho de nuevo. Me ha atrapado de las solapas, como quien dijera, me ha sacudido, dándome ocasionales respiros, hasta que, como un buen amante, me asestó la sacudida final, que aún me dura.

Hace menos de diez minutos que terminé de leer mi tercera novela de Stephen King (la tercera al hilo, vamos): El resplandor. Los fanáticos de SK murmurarán “chocolate por la noticia, alguien más que descubrió la pólvora”, pero yo, recién llegada a su mundo, debo admitir que sí, que he descubierto la pólvora, el agua tibia y los mazos de roqué (antes de que pregunten… es un juego parecido al croquet… antes de que pregunten, el croquet es un juego inglés, presente en Alicia en el País de las Maravillas, si no recuerdo mal). He descubierto a Stephen King en todo su esplendor, por así decirlo.

No me quiero extender demasiado, porque esta es simplemente una nota de admiración ante tamaño talento y no un verdadero posteo abisal. No me da la cabeza para otra cosa. Empecé a leer El resplandor el lunes y lo acabo de terminar. Leo siempre en el tren pero anoche leí un poco en la cama (empecé alrededor de la una y treinta y de repente, bum, ya eran más de las tres, rápido, cerrar el libro, hay que dormir, que mañana, etc.) y hoy, al notar que me faltaban sólo 100 páginas, las 100 páginas en las que se definía todo, no pude aguantar y me zambullí de nuevo, gozosa, gozando anticipadamente el final, por monstruoso y terrible que fuera.

No vi la película de Stanley Kubrik (y bueno… mi cinefilia es bastante moderada), así que mi cabeza estaba completamente virgen de imágenes del esplendor (como reza esta traducción), cosa que no me había sucedido con los dos libros anteriores, en los que ya había imágenes de Carrie y de Annie Winkles formadas en mi cabeza. Creo que eso lo hizo aún más espeluznante.

Pero no es sólo el repelús del terror lo que me tiene tan fascinada, porque eso sería, digamos, bastante simplista. La maestría de SK es dominar como pocos los resortes de la narración. SK sabe dónde hay que acelerar, dónde pisar el freno, dónde detenerse tranquilamente a mirar el paisaje que pasa por el libro-ventanilla… SK sabe. Y sabe porque ha sido y es y será un lector voraz, como dije la semana pasada. Se ha pasado la vida leyendo (y el resto del tiempo escribiendo, desde luego), se ha pasado la vida como me la pasé yo en estos días: con un libro pegado a la mano, con un libro presto en toda ocasión, con un libro lleno de magia siempre cerca… SK sabe cómo es estar en un tren, en un colectivo, en una cocina, en donde sea, abstraído de absolutamente todo con un libro en la mano. Conoce ese fino embudo por dónde uno –el lector y también el escritor al momento de crear- cae y todo lo demás deja de existir. No hay pedigüeños que nos tiran del brazo para que les demos unas monedas en el tren, ni gatos que insisten en pasearse sobre la mesada en la cocina ni mosquitos revolotéandonos alrededor una exquisita noche de verano, nada. No hay amores desdichados que se resisten a desaparecer, amores nuevos que no se deciden a asomar, trabajos o estudios o proyectos o cosas que hacer en determinados horarios y lugares, amigos que llaman, mandan mensajes, tiran propuestas, se enojan si uno se niega, nada. No hay nada más que lo que está impreso en las hojas del libro y tal es su fuerza, cuando la obra está bien hecha, que su en apariencia modesto poder eclipsa todo lo demás. Todo.

Sólo es real el Overlook Hotel, su suite presidencial, las montañas que lo rodean, los animales del seto (quizá son lo más real y lo más vivo); sólo son reales Jack Torrance, un tipo con mal genio y mala bebida pero en el fondo un buen tipo, pobre, y Danny Torrance, un chico que esplende -aunque queda mejor resplandece-, y Wendy Torrance y Hallorann y nada más. No hay nada fuera de las páginas, 50 o 600, que pueda importar o atravesar ese denso muro que se cierra alrededor nuestro cuando un libro nos atrapa. Nos envuelve en su perfecta telaraña. Nos hace suyos. Nos conquista. Como un buen amante hace con su amada.

Como Dios hace con sus criaturas.

Analía Pinto

jueves, 19 de febrero de 2009

Adictos a la literatura

 Mientras escribo - Stephen King "Hola, mi nombre es Analía Pinto y soy adicta a Stephen King."

Así podría comenzar mi presentación ante el grupo de autoayuda Adictos a la Literatura Anónimos (ALA), cuya presidenta honoraria pudiera haber sido, de no haber exagerado tanto, Annie Wilkes, la corpulenta y psicótica ex enfermera que somete a su autor favorito, Paul Sheldon, a las atrocidades más increíbles sólo para satisfacer sus ansias de... ¿de qué? No lo sé. ¿De qué tiene ansia un lector voraz? ¿De historias, de sueños, de momentos que nunca podrá vivir -menos escribir? Tal vez.

Misery - Stephen KingMi adicción al señor Stephen King es reciente. Muy reciente, diría yo. Con seguridad existen en el mundo miles y miles (incluso quizá millones) de verdaderos fanáticos de King, algunos quizá tan extremos como la propia Annie. En mi caso, si bien no estoy muy lejos de su voracidad lectora y de su ansia por saber qué seguirá, cómo seguirá y qué hará esta vez el protagonista para arreglárselas y salir con vida de la trampa en la que ha caído, sí estoy lejos, espero, de su demencia y su crueldad. Pero no es eso de lo que querría hablar hoy, ya que como en el caso de Cortázar, considerar a King un autor abisal es poco menos que ridículo. Sus libros, desde Carrie para acá, se han vendido por millones, se han hecho películas que a su vez generaron más millones, y no ha dejado de producir ni siquiera cuando un tremendo accidente casi lo deja paralítico hace ya algunos años.

Decía entonces que mi adicción comenzó hace poco (y ya estoy sufriendo los primeros síntomas de la abstinencia, a pesar de que hace sólo unas pocas horas -¿ocho, quizá diez?- que terminé de leer uno de sus libros) y comenzó muy inocentemente, como todas las adicciones. Luego de frecuentar durante algún tiempo el taller de mi maestro Marcelo di Marco rápidamente me di cuenta de que él también era por lo menos fanático del señor King. "Bien", me dije a mí misma con la vocecita de 'desterrar-feos-prejuicios-literarios-de-mi-gran-cabezota-de-estudiante-de-Letras', "si a Marcelo le gusta King, debe ser por algo. No puede ser malo". Como se sabe, la ecuación es siempre más o menos la misma: popular (ponga aquí best-seller, es lo mismo) = mala literatura. O literatura de baja categoría. O plebeya. O poco seria. O insulsa. O basura veloz. O páginas que se leen hoy y se olvidan antes de que llegue mañana. O pasatiempos para señoras que no tienen nada mejor que hacer. O folletinescas payasadas. O autoayudismos varios. La lista de prejuicios acerca de lo popular y de los autores que venden mucho en la academia, como se ve, es extensa y lo peor es que podría continuar. "Siendo así", continué cavilando, "creo que al menos debería leer algo".

Con esa decisión en mente, un día me decidí a comprar ese algo del señor King para al fin leerlo. Pero, claro, la cosa no iba a ser tan fácil como parecía. No podía bajar tan fácilmente de mi encumbrado Olimpo literario visitado sólo por los númenes más afamados dentro del estrecho espacio que componen los eruditos, los entendidos y los futuros investigadores y críticos literarios. No podía ir y sencillamente pedir una novela cualquiera de Stephen King y, tras semejante herejía, quedar en paz con mi sentido del deber y del decus literario. No, señor. Tenía que hacer otra cosa. Tenía que haber una salida más elegante. Por suerte la había: Mientras escribo es el libro en el que King estaba trabajando cuando el accidente casi siega su vida y luego sus piernas. Mientras escribo es una suerte de manual/compendio o mejor caja de herramientas para todo aquel que quiera iniciarse en los arduos, turbulentos y maravillosos caminos de la literatura como escritor. Es un libro imprescindible para todo aquel que quiera pasar de este lado del mostrador y dejar de ser, al fin, sólo un lector voraz, sólo una Annie Wilkes en potencia. Tal vez, como se desliza en la misma Misery, si Annie hubiera podido escribir no habría llegado a tales extremos... pero en su caso sólo tal vez.

Salvé entonces mi honor comprando Mientras escribo y leyéndolo con cierta displicencia, un poco como quien mira el mundo a su alrededor por sobre el hombro o como si éste le debiera algo. Gracias a Dios esa displicencia me habrá durado apenas dos páginas, porque de inmediato comprendí que estaba frente a un verdadero escritor que, a diferencia de otros, había tenido la suerte de que sus libros se vendieran mucho, pero no por elaboradas campañas de marketing y complicadas estrategias comerciales sino por algo mucho más complejo, menos abundante y mucho más difícil de conseguir: había logrado todo eso a fuerza de tesón y talento. A fuerza de "horas-culo", como diría mi maestro. A fuerza de haber escrito una buena cantidad de novelas bajo seudónimo antes de "pegarla" con Carrie. A fuerza de no cejar ante cada cuento rechazado, ante cada cuenta impaga, ante cada obstáculo que esa ladina, la vida, le ponía delante. Para decirlo más claro: Stephen King no es Paulo Coehlo. No es Dan Brown. No es Isabel Allende. No es un mercenario de estos que agarra a algún oscuro personaje medieval, lo disfraza de detective y saca cinco libros al hilo sobre eso. No, señor. Stephen King es un señor escritor. Un escritor de verdad, un tipo que ya en la primera línea uno se da cuenta de que ama escribir, que ama lo que hace y que, definitivamente, no podría hacer otra cosa o caso contrario sería alguien muy infeliz y frustrado, tal vez tan infeliz y frustrado como la pobre Annie Wilkes.

Leí y releí Mientras escribo con gran deleite. Todas mis ideas acerca de lo que es el oficio literario, todas aquellas cosas que yo siempre consideré debían ser las fundamentales, estaban allí, junto con otras muchas más. Por si fuera poco, el libro, en su justa brevedad, hace un repaso por la infancia de King (siempre es bueno saber cómo ha sido la infancia de un escritor... y siempre -o casi siempre- os encontraréis, queridos amigos, con unos precoces lectores cuya voracidad asusta a algunos padres, como a los de Cortázar, y deja indiferentes a otros; pero allí están, sin duda alguna, los adictos en potencia junto con los autores en potencia), cuenta cómo se sucedió el boom Carrie, qué pasó con su vida y su carrera después y hasta se da el lujo de relatar con todo detalle el espantoso accidente que sufrió mientras se hallaba preparando ese libro... Todo eso aderezado con los mejores consejos que encontrarse pueda acerca de lo que es escribir, de lo que significa e implica en la vida de un individuo el decidir dedicarse ciento por ciento a esta bendita bendición del arte. Todo eso, insisto, en apenas 250 páginas, poco más, poco menos.

Mi vocecita irónica susurró: "Bueno, este libro es bueno, sí, pero eso no significa que sus novelas lo sean. Además, ahora ya lo leíste, así que podés quedarte tranquila de que al menos leíste algo de King". Ya ven ustedes que los prejuicios no son nada fáciles de desterrar. El tiempo siguió su curso y después de mis vacaciones de enero (en las que me tomé vacaciones de todo, el taller incluido), volví a la casa de mi maestro, a su taller, a su siempre visible y disponible biblioteca... El primer sábado que me tocaba regresar llegué algo temprano y rápidamente me escurrí al "yerta", donde están no sólo sus libros sino también la biblioteca ambulante del TCYC... Me puse a mirar uno de los estantes y ahí estaba: Carrie, de Stephen King. Las voces prejuiciosas, acaso quizá por los benéficos efectos del mar y de las recientes vacaciones, permanecieron en silencio y me permitieron leer los primeros párrafos de la novela con auténtico solaz... Apenas dos o tres párrafos y ya estaba completamente enganchada, quería más y más... ¿Cómo decía la canción...? ¿El primero te lo regalan, el segundo te lo venden? Bueno, digamos que King hace algo así... primero te engatusa maravillosamente y después ya no se puede salir, o mejor dicho, la única salida posible es seguir leyendo.

Ese sábado, Marcelo tardaba y yo seguía leyendo, ya totalmente inmersa en el sueño de papel. Cuando por fin apareció mi maestro tuve que pedirle prestado el libro porque ya se me había quedado pegado a la mano y sabía que no me iba a soltar hasta que lo terminara. Tres o cuatro viajes en tren bastaron para dar cuenta de él y quedar absolutamente satisfecha y deseosa de más. Así pues el sábado siguiente (es decir, el que pasó), le devolví Carrie y tomé Misery. Y aquí, señoras y señores, ha comenzado mi verdadero calvario o, tal vez sería mejor decir, mi camino hacia la Ascensión.

Misery me produjo por lo menos tres alucinantes efectos colaterales de los que sería bueno que tomaran nota, especialmente aquellos que desean iniciarse en estas lides y aún no se atreven o tienen dudas...

1) insoportables y compulsivas ganas de leer más Stephen King. Hoy, cuando hacía apenas unas pocas horas que había terminado de leer, entre conmocionada, azorada y aliviada a la vez, Misery, le escribí a Marcelo preguntándole qué novela de King me recomendaba leer ahora;

2) inquietantes, ávidas, hermosas y temerarias ganas de ponerme a escribir, lo que sea, cualquier cosa (pero si es una novela mejor), pero no quedarme, de ningún modo, sólo del otro lado del mostrador (aunque no lo haya estado nunca, ya que lectura y escritura en mi caso siempre fueron de la mano). Anoten, queridos lectores: cuando un libro o un texto les produce esto es porque realmente es bueno. Muy bueno. Excelente. Una auténtica obra maestra. Si un texto generó ganas de escribir es porque realmente cumplió con su cometido: nos sacó del mundo y sus horrendas maquinaciones y nos impulsó a seguir fuera de él, habitando en la maravilla del acto creativo;

3) verdadero terror pánico. Y con 'pánico' quiero remitir aquí a la etimología griega del término, emparentado no sólo con el dios Pan sino también con el pathos, con el sufrimiento, el padecer. Porque Paul Sheldon padece. Sufre. Y sufre todavía más cuando se da cuenta de lo siguiente: Annie Wilkes está loca, desde luego. Pero él la necesita para seguir viviendo. No soy capaz de describir lo que sentí cuando yo también me di cuenta de eso. 'Eso' es, justamente, la maestría de un gran escritor, que no consiste solamente en escribir bien o sin faltas de ortografía, como muchos suelen pensar, sino en construir tramas, argumentos, historias donde nada quede librado al azar, donde la tensión que se genere sea la máxima posible (y Misery es una espeluznante muestra de esto!), donde, como quería el bueno de Aristóteles, los hombres puedan purgar el terror y la miseria a través de las obras de arte. Purgar, sacar fuera, expulsar, deshacerse de los propios demonios proyectándolos en los que el arte tiene la facilidad de fabricar para que nosotros no enloquezcamos como sí lo hizo la Wilkes.

Última acotación: la película, que seguramente vieron, es muy buena. No otra que Kathy Bates podría haber sido, desde luego, Annie Wilkes. Pero, a decir verdad, si la película les parece cruenta y exagerada en algunos puntos (como la escena en que Annie le parte los tobillos a Paul apenas estaban empezando a sanar) déjenme decirles que el libro es muchas (pero muchas muchas) veces más cruel y demencial de lo que pálidamente aparece en la pantalla... y eso sí que es verdaderamente terrorífico.

Analía Pinto

Addenda del jueves a las 23:30 hs. (este posteo fue escrito el miércoles por la noche): Quería acotar que lo remarcable de Misery no es sólo el terror terrorífico que experimenta el lector y el increíble manejo del terror psicológico (el más aterrador, en mi opinión) que tiene King, sino la apertura brusca y total de la cocina del escritor. Asistimos, forzados al límite por la situación idem, a todos los trucos del oficio, a sus trampas, a sus jugarretas, a las sequías, a las febriles horas de escritura ininterrumpida, a la visión constantemente literaria de todo cuanto acontece a su alrededor que tiene un escritor, a esos maravillosos rayos de luz que aparecen de pronto y solucionan lo que parecía un problema insoluble... Y además de eso, Paul Sheldon debe escribir no para satisfacer su ego, engrosar su cuenta bancaria o hacerse más famoso: debe escribir para salvar su vida, para salvar, mejor dicho, su pellejo... o lo poco que le va quedando de él. Y si en esas circunstancias terribles, desusadas, increíbles, casi (remarco el casi) inverosímiles él pudo escribir (y no quiero escuchar acá el comentario "ay, pero es un personaje ficticio, inventado, etc.": no existe tal cosa para un adicto a la literatura auténtico) ¿cómo no vamos a poder escribir nosotros, disponiendo de todos los medios habidos y por haber a nuestro alcance? ¿cómo no vamos a corregir, a pulir y a perfeccionar nuestros escritos, cómo vamos a dejar las cosas como están simplemente porque 'ya lo escribí, ya está'? Si hay una lección que sacar de Misery no es la del "riesgo de la fama" como reza la tapa sino la que realmente subyace a todo esto: un escritor no puede parar de escribir nunca. Un escritor no debe parar de escribir nunca. Un escritor escribirá aunque no tenga lápiz ni papel ni ninguna otra cosa a mano. Un escritor es desde que nace y hasta que se muere un escritor. 

jueves, 12 de febrero de 2009

El Gran Cronopio

Julio Cortázar con Flanelle Hoy se cumplen 25 años de la muerte de Julio Cortázar (1914-1984). Francamente, no creo que pueda decir mucho sobre él. ¿Qué puede decir uno de sus amigos sin caer en la cursilería o el melodrama, esas instancias de las que él mismo no se cansó de burlarse una y otra vez? Porque Cortázar es, para sus lectores, un amigo. Un camarada fiel, un compañero inseparable. Quien compra un libro suyo por primera vez y lo lee, no sabe que automáticamente ha entrado a formar parte de la Gran Cofradía de los Cronopios Universales, cuyas características más fácilmente reconocibles son un notable desapego a lo que el vulgo llama "la realidad", un terrible fanatismo por la música (especialmente el jazz, pero también la música clásica y unos buenos tangos) y un inopinado y recurrente apretar por el medio el tubo del dentrífico, entre otras desgracias semejantes.

Gracias a Dios, hace muchos años ya que soy amiga suya y que él forma parte de mi mundo. Quizá ya todo esté magnificado por el recuerdo y algunas de sus obras estén sobrevaloradas, como leí no hace mucho en uno de los grupos que suelo frecuentar a mi fantasmal (o cronopia) manera, Factor Serpiente. Quizá Rayuela no sea esa novela excelsa que yo sigo creyendo que es, quizá haya otros autores que practiquen el absurdo y la patafísica mejor que él, quizá haya que remontarse a Macedonio Fernández y dejarse de joder, pero nada de eso importa cuando uno vuelve a leerlo y la magia permanece intacta. Es cierto que hace ya bastante que no he vuelto a releer Rayuela. Solía tener por costumbre releerla al menos una vez al año desde que tuve que leerla para la facultad, allá por 1997. Y, como siempre suele sucederme, en cada relectura aparecían cosas que antes no había visto, asistía azorada a las mismas emociones (el planto por Rocamadour, desde luego), me reía con las mismas escenas (la del tablón, la de Berthe Trepat, la de la Heftpistole y muera el perro), volvía a sacudir la cabeza casi en los mismos lugares, pero nunca dejaban de aparecer los nuevos destellos, esos intersticios en los que aún no había reparado aparecían cada vez que el libro se deslizaba en mis manos.

Y lo leí a mi manera y a su manera y siguiendo el tablero de dirección y sin seguirlo y las vistosas estrellitas (sus fraseos se pegan que da calambre, amigo lector) y después leí varios kilos de bibliografía ad hoc y mi primer trabajo para la facultad fue un análisis de un cuento suyo ("Las puertas del cielo") y él me siguió acompañando siempre. Cuando hacíamos el boletín, con mis amigos Estela Gomez Czornomaz y Cristian Vaccarini (quien, hoy, me recordó qué fecha era y me dio la idea para este posteo), Cortázar fue un abonado permanente en casi todas las secciones, especialmente en aquella que llamábamos "Kermesse" en la que, en consonancia con dicha denominación, publicábamos textos breves y festivos, como el que quiero compartir hoy con uds.

Insisto: podría hablar de Rayuela, de "Casa tomada", de "La noche boca arriba", de "Continuidad de los parques", de "La autopista al sur", del autoexilio en Francia desde 1951, de las protestas de niño bien porque los altoparlantes peronistas no le dejaban escuchar los conciertos de Alban Berg, del Club de la Serpiente, de Marcelo Hardoy, de La Maga, de París (y de los conejitos), de la lluvia, del Pont des Arts, de Berthe Trépat, de Talita, de Traveler, de Oliveira, de los cronopios, de querido/estimado Frumento, de "Las ménades", de "Nada a Pehuajó", del fracaso del Libro de Manuel, de La vuelta al día en ochenta mundos, de Salvo el crepúsculo, de "Reunión", de los viajes a Cuba, del compromiso, de las traducciones de Poe, de Bruselas, de Banfield, de Cortázar con y sin barba, de Aurora Bernárdez, Caroline Dunlop y tantas más (entre las que sin duda me hubiera gustado figurar), de Flanelle, de Adorno, y todavía de muchísimas cosas más, podría hablar de todos los lugares comunes que suelen convocarse a la hora de hablar de Cortázar, pero hoy prefiero que no hable nadie (y esto ya se extendió demasiado, ya se fue al carajo, digamos, pero bueno, sigo, en el cortazariano espíritu que me invade, sigo) y que un solo texto diga todo lo que yo quisiera decir y transmitir sobre el gran cronopio. No es una de las zonas más visitadas de su vasta producción, por eso creo que se justifica publicarla aquí. Y también porque me sigue produciendo carcajadas tan maravillosas, lúbricas y desordenadas que es imposible guardármelas para mí misma. Si alguien no se ríe con el texto que sigue, que, en mi opinión, resume espectacularmente bien el mundo cortazariano (sobre todo en lo que se refiere a los bordes, los límites de lo real), debe ser un extraterrestre o alguien que, como suele suceder, no entendió nada.

 

LUCAS, SU ARTE NUEVO DE PRONUNCIAR CONFERENCIAS

—Señoras, señoritas, etc. Es para mí un honor, etc. En este recinto ilustrado por, etc. No puedo entrar en materia sin que, etc.

Quisiera, ante todo, precisar con la mayor exactitud posible el sentido y el alcance del tema. Algo de temerario hay en toda referencia al porvenir cuando la mera noción del presente se presenta como incierta y fluctuante, cuando el continuo espacio-tiempo en el que somos los fenómenos de un instante que se vuelve a la nada en el acto mismo de concebirlo es más una hipótesis de trabajo que una certidumbre corroborable. Pero sin caer en un regresionalismo que vuelve dudosas las más elementales operaciones del espíritu, esforcémonos por admitir la realidad de un presente e incluso de una historia que nos sitúa colectivamente en las suficientes garantías como para proyectar sus elementos estables y sobre todo sus factores dinámicos con miras a una visión del porvenir de Honduras en el concierto de las democracias latinoamericanas. En el inmenso escenario continental (gesto de la mano abarcando toda la sala) un pequeño país como Honduras (gesto de la mano abarcando la superficie de la mesa) representa tan sólo una de las téselas multicolores que componen el gran mosaico. Ese fragmento (palpando con más atención la mesa y mirándola con la expresión del que ve una cosa por primera vez) es extrañamente concreto y evasivo al mismo tiempo, como todas las expresiones de la materia. ¿Qué es esto que toco? Madera, desde luego, y en su conjunto un objeto voluminoso que se sitúa entre ustedes y yo, algo que de alguna manera nos separa con su seco y maldito tajo de caoba. ¡Una mesa! ¿Pero qué es esto? Se siente claramente que aquí abajo, entre estas cuatro patas, hay una zona hostil y aun más insidiosa que las partes sólidas; un paralelepípedo de aire, como un acuario de transparentes medusas que conspiran contra nosotros, mientras que aquí encima (pasa la mano como para convencerse) todo sigue plano y resbaloso y absolutamente espía japonés. ¿Cómo nos entenderemos, separados por tantos obstáculos? Si esa señora semidormida que se parece extraordinariamente a un topo indigestado quisiera meterse debajo de la mesa y explicarnos el resultado de sus exploraciones, quizás podríamos anular la barrera que me obliga a dirigirme a ustedes como si me estuviera alejando del muelle de Southampton a bordo del Queen Mary, navío en el que siempre tuve la esperanza de viajar, y con un pañuelo empapado en lágrimas y lavanda Yardley agitara el único mensaje todavía posible hacia las plateas lúgubremente amontonadas en el muelle. Hiato aborrecible entre todos, ¿por qué la comisión directiva ha interpuesto aquí esta mesa semejante a un obsceno cachalote? Es inútil, señor, que se ofrezca a retirarla, porque un problema no resuelto vuelve por la vía del inconsciente como tan bien lo ha demostrado Marie Bonaparte en su análisis del caso de madame Lefèvre, asesina de su nuera a bordo de un automóvil. Agradezco su buena voluntad y sus músculos proclives a la acción, pero me parece imprescindible que nos adentremos en la naturaleza de este dromedario indescriptible, y no veo otra solución que la de abocarnos cuerpo a cuerpo, ustedes de su lado y yo del mío, a esta censura lígnea que retuerce lentamente su abominable cenotafio. ¡Fuera, objeto oscurantista! No se va, es evidente. ¡Un hacha, un hacha! No se asusta en lo más mínimo, tiene el agitado aire de inmovilidad de las peores maquinaciones del negativismo que se inserta solapado en las fábricas de la imaginación para no dejarla remontar sin un lastre de mortalidad hacia las nubes, que serían su verdadera patria si la gravedad, esa mesa omnímoda y ubicua, no pesara tanto en los chalecos de todos ustedes, en la hebilla de mi cinturón y hasta en las pestañas de esa preciosura que desde la quinta fila no ha hecho otra cosa que suplicarme silenciosamente que la introduzca sin tardar en Honduras. Advierto signos de impaciencia, los ujieres están furiosos, habrá renuncias en la comisión directiva, preveo desde ahora una disminución del presupuesto para actos culturales; entramos en la entropía, la palabra es como una golondrina cayendo en una sopera de tapioca, ya nadie sabe lo que pasa y eso es precisamente lo que pretende esta mesa hija de puta, quedarse sola en una sala vacía mientras todos lloramos o nos deshacemos a puñetazos en las escaleras de salida. ¿Irás a triunfar, basilisco repugnante? Que nadie finja ignorar esta presencia que tiñe de irrealidad toda comunicación, toda semántica. Mírenla clavada entre nosotros, entre nosotros a cada lado de esta horrenda muralla con el aire que reina en un asilo de idiotas cuando un director progresista pretende dar a conocer la música de Stockhausen. Ah, nos creíamos libres, en alguna parte la presidenta del ateneo tenía preparado un ramo de rosas que me hubiera entregado la hija menor del secretario mientras ustedes restablecían con aplausos fragorosos la congelada circulación de sus traseros. Pero nada de eso pasará por culpa de esta concreción abominable que ignorábamos, que veíamos al entrar como algo tan obvio hasta que un roce ocasional de mi mano la reveló bruscamente en su agresiva hostilidad agazapada. ¿Cómo pudimos imaginar una libertad inexistente, sentarnos aquí cuando nada era concebible, nada era posible si antes no nos librábamos de esta mesa? ¡Molécula viscosa de un gigantesco enigma, aglutinante testigo de las peores servidumbres! La sola idea de Honduras suena como un globo reventado en el apogeo de una fiesta infantil. ¿Quién puede ya concebir a Honduras, es que esa palabra tiene algún sentido mientras estemos a cada lado de este río de fuego negro? ¡Y yo iba a pronunciar una conferencia! ¡Y ustedes se disponían a escucharla! No, es demasiado, tengamos al menos el valor de despertar o por lo menos de admitir que queremos despertar y que lo único que puede salvarnos es el casi insoportable valor de pasar la mano sobre esta indiferente obscenidad geométrica, mientras decimos todos juntos: Mide un metro veinte de ancho y dos cuarenta de largo más o menos, es de roble macizo, o de caoba, o de pino barnizado. ¿Pero acabaremos alguna vez, sabremos lo que es esto? No lo creo, será inútil. Aquí, por ejemplo, algo que parece un nudo de la madera… ¿Usted cree, señora, que es un nudo de la madera? Y aquí, lo que llamábamos pata, ¿qué significa esta precipitación en ángulo recto, este vómito fosilizado hacia el piso? Y el piso, esa seguridad de nuestros pasos, ¿qué esconde debajo del parqué lustrado?

(En general la conferencia termina —la terminan— mucho antes, y la mesa se queda sola en la sala vacía. Nadie, claro, la verá levantar una pata como hacen siempre las mesas cuando se quedan solas.)

Un tal Lucas.

Analía Pinto

jueves, 5 de febrero de 2009

Un secreto bien guardado

Gorila en Hollywood - Gonzalo Suárez Gonzalo Suárez debe ser, con seguridad, uno de los secretos mejor guardados de la literatura española contemporánea. Estoy segura de que su nombre no debe decirle nada a casi nadie, ni siquiera a un (im)probable lector español. Y, sin embargo, su obra ha sido aclamada y comentada por escritores e intelectuales de la talla de Julio Cortázar, Vicente Aleixandre o Max Aub (presente ya entre los abisales), por citar sólo tres.

La literatura española en general es pródiga, aunque no lo parezca, en escritores tan inclasificables y maravillosos como Suárez: podría pecar de obvia y mencionar a Cervantes, pero hay muchos otros autores que también podrían ser citados como inagotables fuentes de deleite literario. Pienso en un autor tan extraño como Diego de Torres Villarroel (a quien, sin duda, deberé referirme en algún momento en este rinconcito), o en el abate Marchena, en José Cadalso o, más cercanos en el tiempo, Enrique Vila-Matas, y los catalanes Baltasar Porcel y Montserrat Roig (todo un capítulo aparte mereceria, a decir verdad, la literatura catalana en particular...).

Pero Suárez es un caso más particular aún porque no solamente es escritor y periodista sino que también es cineasta. Ha escrito y dirigido películas como Ditirambo (1967), Morbo (1971) o La Regenta (1975) -ay!, ése es otro libro del que quiero hablarles algún día...-. No solamente ha escrito y dirigido películas sino que ha vivido en Hollywood y ha trabajado con directores como Sam Peckinpah y Dino de Laurentis.

Estos últimos datos, que pueden parecer ociosos o de mero adorno, no lo son. Sucede que la obra de Suárez que he rescatado de los anaqueles de mi biblioteca para uds. hoy, en este retorno de mis merecidas vacaciones, tiene que ver con esos directores, con el mundo del cine, que tan bien conoce Suárez y con el mundo del boxeo asimismo, otro mundo que no le es extraño, en tanto que con el seudónimo de Martín Girard publicó una serie de reportajes profundos y polémicos sobre lo que allí acontecía.

Es justamente "Combate" uno de los cuentos más logrados de Gorila en Hollywood (Planeta, Barcelona, 1980), ¿libro de cuentos? ¿novela desgajada en cuentos? ¿texto inclasificable pero absolutamente deleitable? En "Combate", un viejo boxeador recluido en un asilo se escapa para saldar deudas con un viejo contrincante. Pac Spac podrá estar loco pero sólo tendrá la paz cuando haya vencido a su rival de toda la vida, Martillo Pacheco. La gracia del cuento radica, una vez más, en la escueta pero cósica y vibrante forma en que están contadas las mínimas circunstancias necesarias para comprender qué es lo que sucede realmente. No es un combate cualquiera: es el combate decisivo en la vida de un hombre. No hay ring: es un combate librado a la orilla del mar.

Y ese es otro de los elementos que ligan todos los cuentos incluidos en Gorila en Hollywood: la presencia constante del mar. Más aún, la primera frase del libro reza: "Una vez me estaba ahogando en el mar". A partir de allí es posible pensar que cada una de las partes del libro es parte del delirio febril en que queda sumergido el protagonista, hipótesis sustentada por el último relato, "El hombre colgado", en el que se afirma que en el mar, un tal Borel se está ahogando.

Fue precisamente eso lo que me decidió a tomar de los anaqueles este libro cuando tuve que elegir qué libros llevarme en mi pequeño viaje a la costa atlántica el fin de semana pasado. Abrir sus páginas y leer la palabra "mar" fue suficiente para decidir que me acompañara. Sin embargo, la atracción del mar (de la que doy cuenta, en parte, aquí) fue tan fuerte que no tuve tiempo ni ganas de leer. No obstante, una vez que me reincorporé a mis tareas habituales y retomé la lectura, el libro de Gonzalo Suárez seguía en mi bolso y me puse a leerlo con fruición, sabiendo que no saldría decepcionada sino todo lo contrario.

Si "Combate" es el cuento más logrado, al menos en los términos estrictos en que entiendo la palabra 'cuento', el que más me ha gustado por lo delirante, absurdo, rídiculo y aún así, verosímil, es "<<Los de abajo>>". Es Nochevieja (para nosotros, australes habitantes de Sudámerica, el 31 de diciembre, bah) y un escritor se encuentra horrible y deliciosamente solo en su apartamento. Su mujer lo ha abandonado y, repentinamente, sus vecinos de abajo lo invitan a pasar la velada con ellos. Intenta declinar pero finalmente acepta, convencido de que esa noche tampoco escribirá. A partir de allí se sucede una desopilante serie de hechos, a cual más absurdo y rídiculo que el anterior, que hacen de esa "asquerosa Nochevieja" una noche inolvidable, tanto como para dejarla registrada en un cuento y no sentirse, al fin, vencido por la página en blanco. Solemos asombrarnos de los relatos absurdos de nuestro compatriota César Aira. Haríamos bien en leer a Gonzalo Suárez, que practicaba algo muy parecido, casi treinta años atrás.

Y qué decir de la maravillosa reescritura de Hamlet que es "El auténtica caso del joven Hamlet" o de la belleza desparramada, cóncava y convexa, que evoca "Espejo", una narración contada en primera persona por un espejo... En esto de darle voces a objetos inanimados, Suárez no es ningún novato: su primera novela, De cuerpo presente, es un thriller o policial vertiginoso y tragicómico, relatado en primera persona por... ¡un cádaver!

Por último, quiero hacer hincapié en una de las características de estilo más acentuadas de Suárez: las comparaciones insólitas y aún así increíblemente precisas. Se sabe que nuestro pensamiento es básicamente comparativo y metáforico: "esto es como aquello", "es como...", etc. Pues bien, Suárez tiene la rara habilidad de poner en comparación términos aparentemente opuestos o demasiado dísimiles entre sí y salir siempre airoso. He aquí algunos ejemplos (destacados con cursiva los símiles):

- "Mi vecino tardó en aparecer. Se había puesto una bata y olía bien. Estaba lozano como un yogur recién sacado de la nevera."

- "Ante mí, la selva africana. Húmeda, peluda y misteriosa como una vulva."

- "No podía soportar la evidencia de que no era Dostoievski, ni Faulkner, ni Benito Pérez Galdós... Hacía esfuerzos ante la máquina como un estreñido crónico en el retrete..."

- "Salió desnuda, tras advertirme de que cerrara los ojos. No los cerré. La vi pasar blanca, sonrosada, fugaz y fresca, oronda y fluctuante, como el reflejo de un iceberg en el lomo de Moby Dick."

. "(...) sus pupilas relumbraron como luciérnagas que hubieran naufragado en sendas tazas de café."

- "(...) succionó mi lengua y restregó sus labios contra los míos, en un beso obsceno y glotón, con sabor a sudor y saliva, mientras sus dedos hacían brotar mi sexo fuera del pantalón como una repentina seta roja de esas que pintan en las ilustraciones de los cuentos de gnomos y hadas."

Para cerrar, creo que nada mejor que estas palabras de Julio Cortázar referidas a Suárez:

"¿Escritor que hace cine, cineasta que regresa a la literatura? De cuando en cuando hay mariposas que se niegan a dejarse clavar en el cartón de las bibliografías y los catálogos, de cuando en cuando, también, hay lectores o espectadores que siguen prefiriendo las mariposas vivas a las que duermen su triste sueño en las cajas de cristal."

Analía Pinto