jueves, 26 de febrero de 2009

Adicta a la lectura o SK reloaded

El resplandor - Stephen King Debería estar escribiendo acerca de lo que tenía pensado para hoy, pero me lo reservo para el próximo jueves, porque en mi cabeza todavía resuenan los golpes del mazo de roqué descargándose sobre las paredes y las puertas del Overlook Hotel…

¿Estoy desvariando? No. Sigo posesa y poseída por mi reciente adicción. SK lo ha hecho de nuevo. Me ha atrapado de las solapas, como quien dijera, me ha sacudido, dándome ocasionales respiros, hasta que, como un buen amante, me asestó la sacudida final, que aún me dura.

Hace menos de diez minutos que terminé de leer mi tercera novela de Stephen King (la tercera al hilo, vamos): El resplandor. Los fanáticos de SK murmurarán “chocolate por la noticia, alguien más que descubrió la pólvora”, pero yo, recién llegada a su mundo, debo admitir que sí, que he descubierto la pólvora, el agua tibia y los mazos de roqué (antes de que pregunten… es un juego parecido al croquet… antes de que pregunten, el croquet es un juego inglés, presente en Alicia en el País de las Maravillas, si no recuerdo mal). He descubierto a Stephen King en todo su esplendor, por así decirlo.

No me quiero extender demasiado, porque esta es simplemente una nota de admiración ante tamaño talento y no un verdadero posteo abisal. No me da la cabeza para otra cosa. Empecé a leer El resplandor el lunes y lo acabo de terminar. Leo siempre en el tren pero anoche leí un poco en la cama (empecé alrededor de la una y treinta y de repente, bum, ya eran más de las tres, rápido, cerrar el libro, hay que dormir, que mañana, etc.) y hoy, al notar que me faltaban sólo 100 páginas, las 100 páginas en las que se definía todo, no pude aguantar y me zambullí de nuevo, gozosa, gozando anticipadamente el final, por monstruoso y terrible que fuera.

No vi la película de Stanley Kubrik (y bueno… mi cinefilia es bastante moderada), así que mi cabeza estaba completamente virgen de imágenes del esplendor (como reza esta traducción), cosa que no me había sucedido con los dos libros anteriores, en los que ya había imágenes de Carrie y de Annie Winkles formadas en mi cabeza. Creo que eso lo hizo aún más espeluznante.

Pero no es sólo el repelús del terror lo que me tiene tan fascinada, porque eso sería, digamos, bastante simplista. La maestría de SK es dominar como pocos los resortes de la narración. SK sabe dónde hay que acelerar, dónde pisar el freno, dónde detenerse tranquilamente a mirar el paisaje que pasa por el libro-ventanilla… SK sabe. Y sabe porque ha sido y es y será un lector voraz, como dije la semana pasada. Se ha pasado la vida leyendo (y el resto del tiempo escribiendo, desde luego), se ha pasado la vida como me la pasé yo en estos días: con un libro pegado a la mano, con un libro presto en toda ocasión, con un libro lleno de magia siempre cerca… SK sabe cómo es estar en un tren, en un colectivo, en una cocina, en donde sea, abstraído de absolutamente todo con un libro en la mano. Conoce ese fino embudo por dónde uno –el lector y también el escritor al momento de crear- cae y todo lo demás deja de existir. No hay pedigüeños que nos tiran del brazo para que les demos unas monedas en el tren, ni gatos que insisten en pasearse sobre la mesada en la cocina ni mosquitos revolotéandonos alrededor una exquisita noche de verano, nada. No hay amores desdichados que se resisten a desaparecer, amores nuevos que no se deciden a asomar, trabajos o estudios o proyectos o cosas que hacer en determinados horarios y lugares, amigos que llaman, mandan mensajes, tiran propuestas, se enojan si uno se niega, nada. No hay nada más que lo que está impreso en las hojas del libro y tal es su fuerza, cuando la obra está bien hecha, que su en apariencia modesto poder eclipsa todo lo demás. Todo.

Sólo es real el Overlook Hotel, su suite presidencial, las montañas que lo rodean, los animales del seto (quizá son lo más real y lo más vivo); sólo son reales Jack Torrance, un tipo con mal genio y mala bebida pero en el fondo un buen tipo, pobre, y Danny Torrance, un chico que esplende -aunque queda mejor resplandece-, y Wendy Torrance y Hallorann y nada más. No hay nada fuera de las páginas, 50 o 600, que pueda importar o atravesar ese denso muro que se cierra alrededor nuestro cuando un libro nos atrapa. Nos envuelve en su perfecta telaraña. Nos hace suyos. Nos conquista. Como un buen amante hace con su amada.

Como Dios hace con sus criaturas.

Analía Pinto

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