jueves, 26 de marzo de 2009

300 cuentos y un cazador de historias

Guy de Maupassant Guy de Maupassant escribió más de trescientos cuentos, varias novelas breves y cientos de artículos y crónicas para los diarios más famosos y reputados de su época y, sin embargo, estoy segura que muchos de los lectores leyentes se preguntarán: “¿quién? ¿Guy qué?”.

Maupassant fue gran amigo de Flaubert, quien lo introdujo en los círculos literarios parisinos y actuó a modo de “padrino”, permitiéndole así publicar su primera obra en cobrar renombre, el relato “Bola de sebo”, considerado por muchos el punto más alto del realismo decimonónico y también, el puntapié inicial del naturalismo. Maupassant escribió también cuentos de terror, el más famoso de ellos, “El Horla”, y fue el indiscutido maestro de otros dos maestros: Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga. Pasar por esta vida y no leer a Maupassant, sobre todo si uno es escritor, es un crimen que se puede pagar muy caro.

Y el francés logró todo esto con apenas cuarenta y pico de años (cuarenta y tres exactamente: 1850-1893), antes de que la sífilis y la locura se lo llevaran a sus abismos, como a tantos otros contemporáneos suyos (Nietzsche, sin ir más lejos). Al notar este hecho una vocecita cruel me susurra: “¡apúrate, date prisa, tienes casi treinta y cinco años y aún no has hecho nada que valga la pena ser recordado! ¿qué rayos estás esperando? ¡ponte a escribir de una maldita vez!” (la vocecita cruel me habla de tú, no sé bien por qué).

Eso procuro, eso procuro, le digo, para calmarla, pero entretanto dejame hablarles de Maupassant a quienes por aquí pasen. Mi campaña a favor de la literatura del siglo XIX no se detiene y siempre encuentro motivos para reflotarla en estas páginas. Ya he hablado de Poe, de Stevenson, de Melville. Podría asimismo hablar de Flaubert, de Stendhal, de Dostoievsky, de Gogol y, por qué no, de toda la poesía simbolista francesa, de Baudelaire, de Verlaine, de Rimbaud… en fin. Hay tela para cortar por donde se mire… ¡todo por no mencionar a los autores argentinos del siglo XIX que también me fascinan! Echeverría, Mansilla, Sarmiento, Mármol… Mejor no sigo y me concentro en quien hoy nos convoca.

Hace dos semanas que vengo leyendo cuentos de Maupassant. Leí todos los que tenía a disposición en mi biblioteca, una treintena, es decir, apenas el 10 % de su producción cuentística, nada, pero lo suficiente para advertir su genialidad, su dominio del oficio narrador, su agudísima percepción, su inocultable magia para transformar anodinas anécdotas en verdaderos cuentos… Los cuentos que más me me gustaron han sido: “El collar” (recomendado en el TCYC), “La tía Sauvage” (idem), “Idilio”, “Dos amigos”, “Châli”, “La pequeña Roque”, “El papá de Simon”, “El regreso”, “Mi tío Julio” y “La sillera”. Los cuentos de Maupassant no presentan grandes complicaciones: sus protagonistas son o campesinos o burgueses y suelen hacer referencia o bien a la Ciudad Luz o bien al campo; los más logrados, en opinión de muchos, son aquellos que transcurren o hacen referencia a la guerra franco-prusiana, un ambiente ideal para desarrollar toda clase de argumentos. Los personajes de Maupassant no tienen empacho alguno en matar, pero siempre hay una poderosa causa detrás (como en “La tía Sauvage”). Tampoco tienen empacho alguno en mentir (como en “El collar” o “El papá de Simon”), si las circunstancias así lo exigen. Esto no quiere decir, sin embargo, que por muy toscos o rústicos que puedan ser los personajes en ocasiones, o el ambiente en el que se mueven, los cuentos lo sean. En general, son aceitadas máquinas narrativas que muchos haríamos bien en desarmar, engranaje por engranaje, para ver cómo funcionan en detalle y bien desde adentro, y luego volver a armar, para empezar a aplicar dichos mecanismos en nuestra narrativa.

Ustedes tienen que comprender que, en aquella época, no había radio ni tele ni Internet. Todo lo que había era la cruda realidad y los diarios, ¡que apenas estaban dando sus primeros pasos! Siempre habían estado los libros, pero nunca al alcance de todos, más bien de unos muy pocos. Los diarios comenzaron a tener un público cada vez más masivo y ello obligó a hacerlos cada vez más interesantes para un número mayor de gente. Fue un movimiento natural que, además de las noticias y las crónicas, comenzaran a incluir textos de ficción. Y la mayoría de estos textos de Maupassant fueron publicados en diarios como Le Gaulois, Le Figaro, Gil Blas y otros. No habiendo pues otros medios de comunicación, el escritor que quisiese atrapar al público y mantenerlo en vilo (el siguiente movimiento natural fue, desde luego, la inclusión de los folletines) tenía que apelar a todos los recursos lingüísticos, estilísticos y retóricos habidos y por haber, usarlos con tiento y sabiduría y lograr así que le publicaran otro cuento y otro y otro… No habiendo la sobrecarga visual e informativa que hay hoy en día, los textos de ficción tenían la potencia suficiente como para dejar anodadado, atontado, asombrado y alucinado al lector mediante la astuta utilización de las imágenes, de las comparaciones, de las metáforas, etc. Es por esto por lo que rompo una y otra vez con la literatura del siglo XIX, porque no estaba todo servido como ahora, porque la gente aún se asombraba, porque había tiempo para entregarse a la lectura, porque las imágenes eran mucho más vívidas e impactantes que las de la “real realidad” actual. No hay más que leer a cualquiera de los autores citados para darse cuenta de cuán “cinematográficos” son: primeros planos alucinantes, travellings, cortantes cambios de escena, flashbacks, historias dentro de otras historias, todo está allí, en germen. De todo eso se sirvió, desde luego, el cine una vez nacido.

Pero el cuento que más me atrapó, por su imaginería, es “Amor (Tres páginas del diario de un cazador)”: un hombre aficionado a la caza, luego de leer acerca de un crimen pasional (P: ¿dónde?; R: ¡en el diario!), recuerda la primera vez que se encontró con el amor:

“Un hombre que mató a una mujer, suicidándose luego, lo cual demuestra que la quería. ¿Qué me importan él y ella? Sólo me importa su amor, y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva, ni porque me haga reflexionar, sino porque me trae a la memoria un recuerdo de mi juventud, extraño recuerdo de una cacería en que se me apareció el amor, como se aparecían a los primeros cristianos cruces dibujadas en el cielo.”

A partir de allí, narra aquel recuerdo. Todo el tiempo uno está esperando que aparezca ese gran amor inolvidable que tanto lo ha marcado. ¿Acaso una mujer aficionada a la caza también? ¿O acaso la mujer de otro cazador? En absoluto. El ejemplo de amor incondicional y “constante más allá de la muerte” proviene de la misma naturaleza. Son un par de aves las que desencadenan este sentimiento inefable en el avezado cazador. Pero lo notable del cuento no es sólo el momento desgarrador en que la hembra es herida de muerte y el macho se desespera hasta que se hace matar también, sino también las imágenes, oníricas y fantasmales, con que Maupassant logra ambientar y meternos en apenas unas líneas en un entorno que para muchos de nosotros puede ser totalmente extraño y hasta aterrador: un pantano.

Dice así:

“El agua me atrae como una pasión invencible; admiro el mar, aunque me parece demasiado revuelto, imposible de poseer; admiro los hermosos ríos que pasan, que huyen, que se van; pero, principalmente, me agradan los pantanos, donde palpita toda la ignorada existencia de las muchedumbres acuáticas. El pantano es un mundo entero aislado en la tierra, otro mundo, con su vida propia, sus habitantes sedentarios, sus viajeros transeúntes, sus voces, sus ruidos y, sobre todo, su misterio. Nada más turbador, más inquietante, más terrible algunas veces que un terreno pantanoso.”

Y más adelante:

“Se desprende un misterio más profundo, más grave; flota en su neblina densa el misterio mismo de la creación acaso. Porque ¿no fue en el agua estancada y fangosa, en los vapores desprendidos por las húmedas tierras al calor del sol, donde se removió, donde vibró, donde se abrió a la luz el primer germen de la vida?”

Establecida ya la atmósfera inquietante y sobrenatural del pantano, el cazador se apresta a recordar esa especial madrugada en que un amigo suyo, otro cazador, lo invitó a una cacería de aves en las proximidades de un pantano. Sin embargo, hacía un frío verdaderamente glacial allí:

“En un paraje conveniente había mandado construir una cabaña con pedazos de hielo para resguardarnos un poco del viento, que sopla por la madrugada; ese viento impregnado en frío que desgarra las carnes como una sierra, las corta como un cuchillo, las punza como un aguijón envenenado, las pellizca fieramente como unas tenazas y las quema como el fuego.”

Si esto no es atacar todos los sentidos del lector, entonces no sé qué es. Dudo haber leído jamás mejor y más estremecedora descripción del frío. Si no se convencen, hagan el favor de leer lo que sigue:

“El aire glacial, consistente y palpable, abofeteaba el rostro; ni un soplo de viento lo agitaba; cuajado, inerte, mordía, traspasaba, secaba, mataba, los árboles, los arbustos, las hierbas, los insectos; los pájaros caían de las ramas rebotando en el suelo endurecido y endureciéndose al punto, congelándose.”

¡Por Dios! Si alguien no se congeló leyendo esto, es que no tiene sangre en las venas, lisa y llanamente.

Los cazadores logran guarecerse en la improvisada cabaña de hielo, a la espera de las primeras aves, pero el frío es tan intenso que prenden un modesto fuego con algunas ramas. Al salir del “iglú”, esto es lo que ven:

“Cuando salí, la cabaña tenía el aspecto de un monstruoso diamante rosa que hubiera brotado de repente sobre la helada superficie del pantano. Dentro se veían dos formas fantásticas: nuestros perros calentándose.”

¿No es una maravilla esa imagen del fuego ardiendo a través de los bloques de hielo? ¿No se les pone la piel de gallina de sólo imaginarlo?

Finalmente, el narrador hiere y mata a la hembra, e inmediatamente el macho lanza “un lamento breve, repetido y desgarrador” y se niega a dejar de revolotear sobre ellos:

“-Has matado a la hembra y el macho no se irá.

En efecto, no se iba, giraba llorando, con los ojos puestos en su compañera. Ningún gemido arrancado por el sufrimiento me desgarró tanto el corazón como aquel desolado clamor, como la triste angustia del mísero animal solo y errante.

A veces huía sintiéndose amenazado por el cañón de la escopeta que le apuntaba sin cesar; parecía decidido a proseguir su marcha cruzando el espacio, derechamente; pero volvía, no sabiendo cómo proseguir su viaje sin su hembra.”

Por fin, los cazadores depositan el cadáver de la hembra en el suelo, el macho se abalanza sobre él, “enloquecido por su amor hacia la compañera que yo había matado” y lo rematan.

Lacónicamente, el narrador declara luego: “Aquella tarde regresé a París.”

Si eso no es maestría en el arte de narrar, ¿qué es?

Analía Pinto

jueves, 19 de marzo de 2009

El imprescindible humor (o Nunca fui colectivero)

Bernardo Jobson Debo este posteo a Hernán Bayón, director de la revista literaria La Gallina Degollada, con quien vengo chateando e intercambiando pareceres literarios y musicales en los últimos días, primero a través de FB y luego del más dinámico MSN. Tras descubrir que teníamos gustos similares, me puso sobre la pista de un autor al que sólo conocía de nombre pero que es, sin lugar a dudas, un auténtico autor abisal al que hay que rescatar ya mismo desde las profundidades del olvido y la desidia nacionales: Bernardo Jobson.

Me diréis, queridos leyentes, “perdón, ¿quién?” y hasta “¿no habrá querido decir Bernardo Kordon?” No, mis amigos. Bernardo Jobson, autor nacido en Santa Fe en 1928 (otras fuentes declaran 1930), entrañable amigo de Abelardo Castillo, colaborador insurrecto en sus revistas El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco, es uno de los humoristas más mordaces que he tenido el gusto de leer. Y sólo he leído un cuento, por lo que este posteo será más bien una exploración, un primer acercamiento, un primer borrador de lo que espero sea un artículo más largo y más “serio” sobre un autor que deploro no haya sido incluido en el diccionario que me tocó confeccionar, hace ya algún tiempo (ver perfil).

Dicen que al mejor cazador se le escapa la liebre y eso parece ser lo que nos sucedió con Jobson y su ausencia en el diccionario de marras. No figuraba en la lista original de autores a reseñar que nos dieron allá por diciembre de 2005, cuando todavía teníamos todo un año por delante para hacerlo. No figuró tampoco en las sucesivas listas que yo fui elaborando con los autores que, vaya uno a saber por qué causas, no figuraban en ese bendito listado original (del que estaban ausentes, por ejemplo, Gabriel Báñez o Néstor Sánchez). Tampoco estuvo en las reseñas que hicimos a último momento, con el diccionario ya a un paso de entrar en la etapa de corrección. Nadie lo mentó jamás. Y sin embargo, ahí estaba.

Estaba en la sección “Irreverencias” del libro de Abelardo Castillo oportunamente he reseñado aquí. Me tomo el atrevimiento de copiar lo que allí dice el gran Castillo porque creo que resume lo que Jobson fue y hace justicia a la vez:

“En pensiones espantosas, en casas de amigos desaprensivos como yo, entre los despojos de sus matrimonios, iba olvidando cuentos, obras de teatro, traducciones, artículos, hasta conseguir lo que secretamente buscaba, perderlo todo. Traducía a Dylan Thomas mientras lo leía en voz alta. Podía hablar de Joyce o de Shakespeare en lunfardo. No hay un solo escritor de nuestra generación –qué digo, no hay un solo escritor argentino- que haya tenido ni la mitad de su humor. Murió hace unos años, solo, en una pieza de hotel. Pero antes alcanzó a publicar El fideo más largo del mundo, un libro único, en cualquier sentido que quiera dársele al adjetivo. En ese libro escandaloso hay un cuento escandaloso hasta la perfección. “Te recuerdo como eras en el último otoño”, que, dicho sea sin énfasis, no tiene paralelo en nuestra literatura”.

Y por cierto que no se equivoca ni un poquito Castillo en su apreciación. Más todavía, dice Castillo en la reedición del año pasado de El fideo…:

"Es uno de los libros más desopilantes de la literatura argentina, escrito por un autor que murió muy joven y que pudo publicar sólo ese volumen. La primera edición, de Centro Editor de América Latina, se agotaba como si fuera Memorias de una princesa rusa, porque tiene un lenguaje totalmente descarado, coloquial y porteño, pero hecho por un escritor de primer orden. El cuento “En el último otoño” fue leído en una reunión en mi casa y había una socióloga muy seria que dijo, mientras todos estábamos llorando de la risa, que era el testimonio más franco que se había escrito sobre el sistema hospitalario argentino”.

Tampoco se equivoca la socióloga en cuestión. “Te recuerdo como eras en el último otoño” no es sólo la radiografía de un típico pícaro porteño, de un chanta, sino de toda una sociedad que se viene abajo sin prisa y sin pausa, cuyos colapsos más notorios se dan siempre en esos puntos tan neurálgicos, como la educación, la salud, el estado, etc.

Una apostilla más sobre Jobson, también de la mano de Abelardo:

“Me llaman de Clarín porque acaba de morir Henry Miller y me dicen que escriba algo. Yo soy buen lector de Miller, el cual me interesa no sólo por su posición frente al sexo sino frente al mundo. Contesto que me dejen pensarlo y llamo a mi amigo Bernardo Jobson, devoto de Miller, que me dice: "¿Sabés qué habría que hacer hoy? No cobrar en ningún hotel alojamiento de Buenos Aires, poner en las puertas carteles: 'Hoy se fornica gratis'". Y ahí se le ocurre una especie de cuento vinculado a Henry Miller, que no escribe. A partir de lo cual a mí se me ocurre otro, vinculado a aquél, pero distinto, que escribo y es ese que usted leyó [se refiere a “La fornicación es un pájaro lúgubre”] en el que el protagonista, al enterarse de la muerte de Miller, decide que no puede dejar en banda a esa chica muy joven con la que está relacionado afectivamente y que no conoce el orgasmo”. (Reportaje de Esther Gilio, reproducido aquí).

Pero ya que mi conocimiento de Jobson es, por el momento, tan limitado, quiero terminar de ilustrar este posteo con una breve reflexión acerca del humor en la literatura y con una pequeña (por el momento) lista de los libros que más me han hecho reír, algo que también estuvimos comentando con Hernán Bayón en estos días.

Yo no sé, sinceramente, qué sería de mí sin el humor. Nunca he podido comprender a esos seres que carecen de él. Porque sí, amigos míos, hay gente que no tiene sentido del humor. Gente a la cual nada le hace gracia, ni siquiera los chistes tontos, fáciles o malos; ni siquiera las estupideces grasas de Tinelli, nada. Gente sin swing. Gente que no. Como lo quieran llamar. Caracúlicos. Aburridos. Idiotas, imbéciles, tarados, no lo sé. Sí sé que el humor es un rasgo de inteligencia, por lo que esos adjetivos no me parecen exagerados aplicados a alguien que carece de él. Gente pretendidamente “seria”, que nunca se ha reído hasta las lágrimas, hasta doblarse de la risa, hasta terminar con un terrible dolor de panza por haberse reído tanto. No sé qué problema tendrán esas gentes, pero su paso por esta vida tan ingrata y por este mundo tan horrible en ocasiones debe ser algo muy parecido al infierno. Si el infierno existe, no creo que sea como lo pintan en Los Simpsons, con su “división de castigos irónicos” ni nada de eso. Debe ser el lugar donde muere la risa. Donde no hay juego ni emoción. Donde lo uniforme es bandera, donde la igualdad acaba con todo y con todos. No creo que valga la pena vivir sin sentido del humor. No creo tampoco que se pueda vivir rodeado de personas sin él. Incluso creo que, en ocasiones, es más el sentido del humor lo que puede llegar a atraerme de un hombre antes que sus cualidades físicas u otras igualmente espirituales.

Así que ya ven cuánta importancia tiene para mí, cuán imprescindible juzgo que es el humor. Y, desde luego, en la literatura también me resulta fundamental. Por eso me encantó y celebro haber descubierto a Bernardo Jobson. Y ahora que ya lo hice, sé cómo me gustaría volver a hacer el fuckin’ diccionario y estoy segura de que Jobson no faltaría aunque haya publicado un solo libro en vida. Sólo por desparramar tanto humor en cada párrafo, en cada frase, en cada remate, merece figurar allí y también ser leído y difundido sin más.

He aquí, para finalizar, una lista somera y caprichosa, en orden de recordación, de algunos de los libros que más me han hecho reír, al menos en las letras vernáculas (porque en las letras universales el que más me ha hecho reír sin duda es el Quijote):

  • Estamos todos nerviosos, de Carlos María Carón (novela epistolar, en la que las cartas del loco Sebastián Morilla se llevan todas las palmas; advertencia: si usted creció en los ochenta, las carcajadas serán aún mayores).
  • Caína muerte, de Héctor A. Murena (un autor del que tengo que hablarles sin duda alguna; una novela desopilante, con personajes salidos del Lazarillo de Tormes pero incrustados en un arrabal porteño).
  • Parque de diversiones, de Marco Denevi (reescrituras, parodias y ejercicios de estilo sobre grandes obras y mitos de la literatura universal).
  • Ambages, de César Fernández Moreno (no son aforismos, no son poemas, no son microcuentos: son ambages y son todos maravillosamente deliciosos, poéticos y mordaces).
  • Don Abdel Zalim, el burlador de Villa Dominico, de Jorge Asís (oportunamente reseñado aquí).

Y ustedes, amigos, ¿con qué libros argentinos o extranjeros se han reído más?

Analía Pinto

P. D.: Buscando alguna foto para ilustrar este post, me encuentro con algo mucho mejor. En Radar Libros de Página/12 del 14/12/08 rescatan estas palabras del propio Jobson, que lo ilustran mejor que cualquier imagen:

“En nuestro país, de la literatura viven las editoriales, las imprentas, los talleres de fotocomposición, las distribuidoras, las librerías, los kiosqueros, la ley 11.723, el corrector de pruebas, lo cual involucra ya a tanta gente que hasta parece justo que el autor, no. Hice de todo, hago de todo: empleado bancario, de seguros, tío loco, redactor publicitario, periodista, marido incomprendido, fakir, traductor, pensionista en desgracia, pero nunca fui colectivero”.

jueves, 12 de marzo de 2009

Jinetes en la tormenta

Un jinete en la tormenta - Marcelo Gobello El martes, en la charla que Abelardo Castillo dio en Eterna Cadencia, dijo, entre otras tantas cosas, algo que me pareció una verdad incontrastable: los libros que leemos en la adolescencia se quedan para siempre con nosotros y ningún autor que no pueda ser leído por un adolescente es un autor que valga la pena leer. Más todavía, dijo que él, a sus setenta años, todavía conservaba (o procuraba hacerlo) ese mismo espíritu adolescente, esa actitud de permanente asombro y de permanente absorción del mundo, diría yo ahora, en la que vive sumido cualquier adolescente más o menos despierto. Cualquiera que no se la pase llorando, como le escuché decir hace poco a un chiquito de no más de diez años a otro por la calle: “Los adolescentes lloran mucho”, afirmó con toda verdad. “Yo lo sé porque mi hermana cumplió hace poco dieciocho años y ya pasó toda la adolescencia y se la pasó llorando”, concluyó, mientras el otro asentía.

Yo también lloré mucho en mi adolescencia (y aún lo sigo haciendo, porque sigo siendo una adolescente tardía, qué tanto). Lloraba ni sabía porqué buena parte de las veces, el resto del tiempo por un amor contrariado, como todos los amores adolescentes deben serlo. Pero en ocasiones lloraba también porque presentía que había más cosas en el mundo para mí e invisibles cadenas me impedían acercarme a ellas. Estaba “prisionera en una prisión de mi propia invención”, como decía la letra de “Unhappy girl”, uno de mis temas favoritos de los Doors.

La referencia a los Doors no es ociosa si tenemos en cuenta que quiero hablar de un libro que hace referencia a ellos, aunque es cierto que no deseo tanto comentarlo por eso sino por lo que ese libro, esa música y esa época representan para mi vida actual. Hace poco coincidí con el autor de este libro en Facebook y esto, sumado a la frase de Castillo, dieron como resultado lo que vendrá a continuación. Una feliz concatenación de hechos aparentemente sin vinculación alguna toman, de pronto, forma y cuajan en una serie de recuerdos que son muy caros para mí.

Yo tenía diecisiete años, mucho spleen y unos pocos libros en mi biblioteca. Todavía no se había instalado la costumbre de ir a comprar religiosamente libros todos los domingos y apenas si empezaba a esculcar algunas librerías quilmeñas, cercanas al colegio. Estaba repitiendo cuarto año, no porque fuera mala estudiante (je, todo lo contrario) sino por pura vagancia no controlada y encarrilada a tiempo por quien debía hacerlo… Siempre había ido al colegio de mañana y cuando repetí empecé a ir de tarde. La tarde era más tentadora para ratearse, había más cosas para hacer, más lugares adonde ir que a la mañana. A veces sencillamente no entraba al colegio y me iba a caminar por ahí o me encontraba con mi mejor amiga de aquel entonces, que solía hacer exactamente lo mismo, y nos quedabámos a vagabundear por el centro de Quilmes hasta que fuera la hora de regresar. Comprábamos la Cerdos & Peces, una de las mejores revistas que leí en mi vida, conseguíamos el de Clarín para ver qué recitales había ese fin de semana o nos íbamos a perder alegremente el tiempo a la disquería de la galería Colón, todo con la despreocupación natural de la adolescencia, cuando el tiempo parece –y es- eterno e interminable.

Fue en esa época que mis gustos musicales variaron un poco y me alejé un tanto de la opresiva escena metalera local para ir a visitar otros dominios. En vez de ir a ver a las bandas de thrash como hasta entonces, íbamos a ver a Memphis la Blusera, a la Mississipi, a Durazno de Gala y, por supuesto, a los Divididos, que apenas habían sacado su primer disco por aquellos años (40 dibujos ahí en el piso). Ni siquiera eran famosos, ni siquiera llegaban a llenar Cemento como sí lo harían apenas uno o dos años después. Consecuentemente con el cambio de gustos musicales, cambié también la vestimenta. Abandoné –por un rato nomás, he de reconocerlo- las tachas y las remeras de mis bandas favoritas por la ropa completamente negra, de pies a cabeza (los emos no inventaron nada ni son nada nuevo, amigos…!). Y para completar el conjunto había encontrado un entallado saco de pana bordó que había pertenecido a mi madre junto con un crucifijo de plata también suyo, que resumían perfectamente la imagen que quería transmitir: la de una poeta bohemia.

Je! La bohemia! Nada nos parecía entonces más excitante que la bohemia! Vivir todo el tiempo en estado de extásis, en estado de poesía, leyendo, escribiendo, escuchando música y nada más! Soñábamos con vivir en una buhardilla parisiense con vista al Sena y vagar por esas callejas medievales que aún quedan en París (o eso creíamos nosotras) y seguir los rastros de Anaïs Nin y de Henry Miller y de André Breton y de Antonin Artaud y escribir poemas breves e intensos como los de Alejandra Pizarnik, mi madre poética… Y muchos otros berretines por el estilo, alimentados todos por la leyenda de los poetas malditos y por otras lecturas semejantes.

Esas otras lecturas semejantes vinieron de la mano de este libro de Marcelo Gobello acerca de los Doors (Jim Morrison, un jinete en la tormenta. Apuntes sobre The Doors. Distal, Buenos Aires, 1991). Recuerdo que lo vi en un puesto de diarios y ni bien conseguí la plata, corrí a comprármelo. En poco tiempo, yo me había convertido en una fanática desquiciada por Jim Morrison. Había conseguido todos los discos raudamente y me fascinaba su música hipnótica y cruda, melodiosa y extraña a la vez y, desde luego, estaba muerta de amor (literalmente) por Morrison y por su poesía, pues nunca dudé de que él fuera, antes que todo, un poeta, un verdadero poeta y, más todavía, un visionario. Sólo que además de todo eso, se había convertido, muy en contra de su voluntad, en una estrella del rock y, más tarde, en un ícono y en una leyenda junto con Jimi Hendrix, Janis Joplin, John Lennon y otros rockeros de trágico final. Pero detrás de todo eso había un poeta.

Y así lo demostraba este libro del periodista de rock y escritor marplatense Marcelo Gobello, quien ahora me tiene entre sus “amigos” del Facebook e ignora que gracias a su libro de “apuntes sobre The Doors” (que eso es realmente, una serie de apuntes, pero muy bien tomados e hilados) me llevó a conocer a quien sería mi auténtico padre poético, mi máxima influencia a la hora del verso, mi piedra de toque en todos los momentos de zozobra y vacío existencial: el poeta francés Charles Baudelaire. No es que yo no lo conociera, porque si no recuerdo mal para ese momento ya tenía una o dos antologías de poesía francesa que desde luego lo incluían, pero fue después de saber que Baudelaire, junto con Rimbaud, Verlaine y otros “malditos”, era uno de los poetas favoritos de Morrison que yo me compré, una tarde ya del verano siguiente, Las flores del mal.

Las flores del mal fue leído con devoción y releído con fruición y subrayado con admiración y pensado y vivido con la máxima rendición frente a un talento sin par. Y más que “frente a un talento sin par” debería decir frente a un “igual”, porque como suele suceder cuando uno admira y se siente tan subyugado por un autor, uno SABE que está en la misma frecuencia espiritual y que de ahí viene ese entendimiento que va más allá de todo y nos devuelve a la idea elliotiana acerca de la auténtica comunidad espiritual que existe entre todos los poetas, de todas las épocas y de los lugares más remotos. Yo sabía que eso que llamamos no sin algún resto de sorna “alma” en este mundo que ya carece alarmantemente de ella vibraba en las mismas notas o en notas muy parecidas con la de Jim Morrison y desde luego con la de Baudelaire.

Fue desde ese momento que adquirí la costumbre de rastrear las lecturas de mis escritores favoritos y precipitarme sobre sus autores favoritos para encontrarme, casi siempre, con la misma felicidad y deleite que provoca estar entre amigos, entre pares, entre iguales, entre aquellos que comprenden nuestros desvelos y preocupaciones, aquellos a quienes el resto del mundo da la espalda cuando en verdad debieran estar rindiéndoles pleitesía por tomarse la molestia de ordenar aunque sea un poquito el caos reinante y por tener la generosidad suficiente como para compartirlo con los otros. Porque ¿qué es un autor sin lectores? ¿qué es un poeta diciendo sus versos en el vacío? El arte es tribal y el arte es también un modo de dominación, como el mismo Jim lo advirtió en su libro The Lords, del que extraigo esta cita (citada, valga la rebuznancia, en el libro de Gobello) para cerrar este nostálgico y musical posteo:

“Los Señores nos apaciguan con imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines.

Especialmente cines. A través del arte nos confunden y nos ciegan para nuestra esclavitud. El arte adorna las paredes de nuestra prisión, nos mantiene en silencio, distraídos e indiferentes.”

Que nuestro arte, entonces, avive el seso y despierte, sobre todo en momentos tan oscuros y malignos como los que vivimos.

Analía Pinto

P. D.: Que me disculpe Marcelo Gobello si lee estas líneas. Al final de lo que menos hablo es de su libro, que es una excelente introducción a los Doors y que además trae todas las letras de sus canciones (por si queda algún nostálgico por allí que se resista a bajarlas de Internet), pero así como antes su libro me llevó a Baudelaire, hoy, casi veinte años después, me llevó a los bellos recuerdos de aquel momento y eso siempre es de agradecer.