jueves, 19 de marzo de 2009

El imprescindible humor (o Nunca fui colectivero)

Bernardo Jobson Debo este posteo a Hernán Bayón, director de la revista literaria La Gallina Degollada, con quien vengo chateando e intercambiando pareceres literarios y musicales en los últimos días, primero a través de FB y luego del más dinámico MSN. Tras descubrir que teníamos gustos similares, me puso sobre la pista de un autor al que sólo conocía de nombre pero que es, sin lugar a dudas, un auténtico autor abisal al que hay que rescatar ya mismo desde las profundidades del olvido y la desidia nacionales: Bernardo Jobson.

Me diréis, queridos leyentes, “perdón, ¿quién?” y hasta “¿no habrá querido decir Bernardo Kordon?” No, mis amigos. Bernardo Jobson, autor nacido en Santa Fe en 1928 (otras fuentes declaran 1930), entrañable amigo de Abelardo Castillo, colaborador insurrecto en sus revistas El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco, es uno de los humoristas más mordaces que he tenido el gusto de leer. Y sólo he leído un cuento, por lo que este posteo será más bien una exploración, un primer acercamiento, un primer borrador de lo que espero sea un artículo más largo y más “serio” sobre un autor que deploro no haya sido incluido en el diccionario que me tocó confeccionar, hace ya algún tiempo (ver perfil).

Dicen que al mejor cazador se le escapa la liebre y eso parece ser lo que nos sucedió con Jobson y su ausencia en el diccionario de marras. No figuraba en la lista original de autores a reseñar que nos dieron allá por diciembre de 2005, cuando todavía teníamos todo un año por delante para hacerlo. No figuró tampoco en las sucesivas listas que yo fui elaborando con los autores que, vaya uno a saber por qué causas, no figuraban en ese bendito listado original (del que estaban ausentes, por ejemplo, Gabriel Báñez o Néstor Sánchez). Tampoco estuvo en las reseñas que hicimos a último momento, con el diccionario ya a un paso de entrar en la etapa de corrección. Nadie lo mentó jamás. Y sin embargo, ahí estaba.

Estaba en la sección “Irreverencias” del libro de Abelardo Castillo oportunamente he reseñado aquí. Me tomo el atrevimiento de copiar lo que allí dice el gran Castillo porque creo que resume lo que Jobson fue y hace justicia a la vez:

“En pensiones espantosas, en casas de amigos desaprensivos como yo, entre los despojos de sus matrimonios, iba olvidando cuentos, obras de teatro, traducciones, artículos, hasta conseguir lo que secretamente buscaba, perderlo todo. Traducía a Dylan Thomas mientras lo leía en voz alta. Podía hablar de Joyce o de Shakespeare en lunfardo. No hay un solo escritor de nuestra generación –qué digo, no hay un solo escritor argentino- que haya tenido ni la mitad de su humor. Murió hace unos años, solo, en una pieza de hotel. Pero antes alcanzó a publicar El fideo más largo del mundo, un libro único, en cualquier sentido que quiera dársele al adjetivo. En ese libro escandaloso hay un cuento escandaloso hasta la perfección. “Te recuerdo como eras en el último otoño”, que, dicho sea sin énfasis, no tiene paralelo en nuestra literatura”.

Y por cierto que no se equivoca ni un poquito Castillo en su apreciación. Más todavía, dice Castillo en la reedición del año pasado de El fideo…:

"Es uno de los libros más desopilantes de la literatura argentina, escrito por un autor que murió muy joven y que pudo publicar sólo ese volumen. La primera edición, de Centro Editor de América Latina, se agotaba como si fuera Memorias de una princesa rusa, porque tiene un lenguaje totalmente descarado, coloquial y porteño, pero hecho por un escritor de primer orden. El cuento “En el último otoño” fue leído en una reunión en mi casa y había una socióloga muy seria que dijo, mientras todos estábamos llorando de la risa, que era el testimonio más franco que se había escrito sobre el sistema hospitalario argentino”.

Tampoco se equivoca la socióloga en cuestión. “Te recuerdo como eras en el último otoño” no es sólo la radiografía de un típico pícaro porteño, de un chanta, sino de toda una sociedad que se viene abajo sin prisa y sin pausa, cuyos colapsos más notorios se dan siempre en esos puntos tan neurálgicos, como la educación, la salud, el estado, etc.

Una apostilla más sobre Jobson, también de la mano de Abelardo:

“Me llaman de Clarín porque acaba de morir Henry Miller y me dicen que escriba algo. Yo soy buen lector de Miller, el cual me interesa no sólo por su posición frente al sexo sino frente al mundo. Contesto que me dejen pensarlo y llamo a mi amigo Bernardo Jobson, devoto de Miller, que me dice: "¿Sabés qué habría que hacer hoy? No cobrar en ningún hotel alojamiento de Buenos Aires, poner en las puertas carteles: 'Hoy se fornica gratis'". Y ahí se le ocurre una especie de cuento vinculado a Henry Miller, que no escribe. A partir de lo cual a mí se me ocurre otro, vinculado a aquél, pero distinto, que escribo y es ese que usted leyó [se refiere a “La fornicación es un pájaro lúgubre”] en el que el protagonista, al enterarse de la muerte de Miller, decide que no puede dejar en banda a esa chica muy joven con la que está relacionado afectivamente y que no conoce el orgasmo”. (Reportaje de Esther Gilio, reproducido aquí).

Pero ya que mi conocimiento de Jobson es, por el momento, tan limitado, quiero terminar de ilustrar este posteo con una breve reflexión acerca del humor en la literatura y con una pequeña (por el momento) lista de los libros que más me han hecho reír, algo que también estuvimos comentando con Hernán Bayón en estos días.

Yo no sé, sinceramente, qué sería de mí sin el humor. Nunca he podido comprender a esos seres que carecen de él. Porque sí, amigos míos, hay gente que no tiene sentido del humor. Gente a la cual nada le hace gracia, ni siquiera los chistes tontos, fáciles o malos; ni siquiera las estupideces grasas de Tinelli, nada. Gente sin swing. Gente que no. Como lo quieran llamar. Caracúlicos. Aburridos. Idiotas, imbéciles, tarados, no lo sé. Sí sé que el humor es un rasgo de inteligencia, por lo que esos adjetivos no me parecen exagerados aplicados a alguien que carece de él. Gente pretendidamente “seria”, que nunca se ha reído hasta las lágrimas, hasta doblarse de la risa, hasta terminar con un terrible dolor de panza por haberse reído tanto. No sé qué problema tendrán esas gentes, pero su paso por esta vida tan ingrata y por este mundo tan horrible en ocasiones debe ser algo muy parecido al infierno. Si el infierno existe, no creo que sea como lo pintan en Los Simpsons, con su “división de castigos irónicos” ni nada de eso. Debe ser el lugar donde muere la risa. Donde no hay juego ni emoción. Donde lo uniforme es bandera, donde la igualdad acaba con todo y con todos. No creo que valga la pena vivir sin sentido del humor. No creo tampoco que se pueda vivir rodeado de personas sin él. Incluso creo que, en ocasiones, es más el sentido del humor lo que puede llegar a atraerme de un hombre antes que sus cualidades físicas u otras igualmente espirituales.

Así que ya ven cuánta importancia tiene para mí, cuán imprescindible juzgo que es el humor. Y, desde luego, en la literatura también me resulta fundamental. Por eso me encantó y celebro haber descubierto a Bernardo Jobson. Y ahora que ya lo hice, sé cómo me gustaría volver a hacer el fuckin’ diccionario y estoy segura de que Jobson no faltaría aunque haya publicado un solo libro en vida. Sólo por desparramar tanto humor en cada párrafo, en cada frase, en cada remate, merece figurar allí y también ser leído y difundido sin más.

He aquí, para finalizar, una lista somera y caprichosa, en orden de recordación, de algunos de los libros que más me han hecho reír, al menos en las letras vernáculas (porque en las letras universales el que más me ha hecho reír sin duda es el Quijote):

  • Estamos todos nerviosos, de Carlos María Carón (novela epistolar, en la que las cartas del loco Sebastián Morilla se llevan todas las palmas; advertencia: si usted creció en los ochenta, las carcajadas serán aún mayores).
  • Caína muerte, de Héctor A. Murena (un autor del que tengo que hablarles sin duda alguna; una novela desopilante, con personajes salidos del Lazarillo de Tormes pero incrustados en un arrabal porteño).
  • Parque de diversiones, de Marco Denevi (reescrituras, parodias y ejercicios de estilo sobre grandes obras y mitos de la literatura universal).
  • Ambages, de César Fernández Moreno (no son aforismos, no son poemas, no son microcuentos: son ambages y son todos maravillosamente deliciosos, poéticos y mordaces).
  • Don Abdel Zalim, el burlador de Villa Dominico, de Jorge Asís (oportunamente reseñado aquí).

Y ustedes, amigos, ¿con qué libros argentinos o extranjeros se han reído más?

Analía Pinto

P. D.: Buscando alguna foto para ilustrar este post, me encuentro con algo mucho mejor. En Radar Libros de Página/12 del 14/12/08 rescatan estas palabras del propio Jobson, que lo ilustran mejor que cualquier imagen:

“En nuestro país, de la literatura viven las editoriales, las imprentas, los talleres de fotocomposición, las distribuidoras, las librerías, los kiosqueros, la ley 11.723, el corrector de pruebas, lo cual involucra ya a tanta gente que hasta parece justo que el autor, no. Hice de todo, hago de todo: empleado bancario, de seguros, tío loco, redactor publicitario, periodista, marido incomprendido, fakir, traductor, pensionista en desgracia, pero nunca fui colectivero”.

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