jueves, 12 de marzo de 2009

Jinetes en la tormenta

Un jinete en la tormenta - Marcelo Gobello El martes, en la charla que Abelardo Castillo dio en Eterna Cadencia, dijo, entre otras tantas cosas, algo que me pareció una verdad incontrastable: los libros que leemos en la adolescencia se quedan para siempre con nosotros y ningún autor que no pueda ser leído por un adolescente es un autor que valga la pena leer. Más todavía, dijo que él, a sus setenta años, todavía conservaba (o procuraba hacerlo) ese mismo espíritu adolescente, esa actitud de permanente asombro y de permanente absorción del mundo, diría yo ahora, en la que vive sumido cualquier adolescente más o menos despierto. Cualquiera que no se la pase llorando, como le escuché decir hace poco a un chiquito de no más de diez años a otro por la calle: “Los adolescentes lloran mucho”, afirmó con toda verdad. “Yo lo sé porque mi hermana cumplió hace poco dieciocho años y ya pasó toda la adolescencia y se la pasó llorando”, concluyó, mientras el otro asentía.

Yo también lloré mucho en mi adolescencia (y aún lo sigo haciendo, porque sigo siendo una adolescente tardía, qué tanto). Lloraba ni sabía porqué buena parte de las veces, el resto del tiempo por un amor contrariado, como todos los amores adolescentes deben serlo. Pero en ocasiones lloraba también porque presentía que había más cosas en el mundo para mí e invisibles cadenas me impedían acercarme a ellas. Estaba “prisionera en una prisión de mi propia invención”, como decía la letra de “Unhappy girl”, uno de mis temas favoritos de los Doors.

La referencia a los Doors no es ociosa si tenemos en cuenta que quiero hablar de un libro que hace referencia a ellos, aunque es cierto que no deseo tanto comentarlo por eso sino por lo que ese libro, esa música y esa época representan para mi vida actual. Hace poco coincidí con el autor de este libro en Facebook y esto, sumado a la frase de Castillo, dieron como resultado lo que vendrá a continuación. Una feliz concatenación de hechos aparentemente sin vinculación alguna toman, de pronto, forma y cuajan en una serie de recuerdos que son muy caros para mí.

Yo tenía diecisiete años, mucho spleen y unos pocos libros en mi biblioteca. Todavía no se había instalado la costumbre de ir a comprar religiosamente libros todos los domingos y apenas si empezaba a esculcar algunas librerías quilmeñas, cercanas al colegio. Estaba repitiendo cuarto año, no porque fuera mala estudiante (je, todo lo contrario) sino por pura vagancia no controlada y encarrilada a tiempo por quien debía hacerlo… Siempre había ido al colegio de mañana y cuando repetí empecé a ir de tarde. La tarde era más tentadora para ratearse, había más cosas para hacer, más lugares adonde ir que a la mañana. A veces sencillamente no entraba al colegio y me iba a caminar por ahí o me encontraba con mi mejor amiga de aquel entonces, que solía hacer exactamente lo mismo, y nos quedabámos a vagabundear por el centro de Quilmes hasta que fuera la hora de regresar. Comprábamos la Cerdos & Peces, una de las mejores revistas que leí en mi vida, conseguíamos el de Clarín para ver qué recitales había ese fin de semana o nos íbamos a perder alegremente el tiempo a la disquería de la galería Colón, todo con la despreocupación natural de la adolescencia, cuando el tiempo parece –y es- eterno e interminable.

Fue en esa época que mis gustos musicales variaron un poco y me alejé un tanto de la opresiva escena metalera local para ir a visitar otros dominios. En vez de ir a ver a las bandas de thrash como hasta entonces, íbamos a ver a Memphis la Blusera, a la Mississipi, a Durazno de Gala y, por supuesto, a los Divididos, que apenas habían sacado su primer disco por aquellos años (40 dibujos ahí en el piso). Ni siquiera eran famosos, ni siquiera llegaban a llenar Cemento como sí lo harían apenas uno o dos años después. Consecuentemente con el cambio de gustos musicales, cambié también la vestimenta. Abandoné –por un rato nomás, he de reconocerlo- las tachas y las remeras de mis bandas favoritas por la ropa completamente negra, de pies a cabeza (los emos no inventaron nada ni son nada nuevo, amigos…!). Y para completar el conjunto había encontrado un entallado saco de pana bordó que había pertenecido a mi madre junto con un crucifijo de plata también suyo, que resumían perfectamente la imagen que quería transmitir: la de una poeta bohemia.

Je! La bohemia! Nada nos parecía entonces más excitante que la bohemia! Vivir todo el tiempo en estado de extásis, en estado de poesía, leyendo, escribiendo, escuchando música y nada más! Soñábamos con vivir en una buhardilla parisiense con vista al Sena y vagar por esas callejas medievales que aún quedan en París (o eso creíamos nosotras) y seguir los rastros de Anaïs Nin y de Henry Miller y de André Breton y de Antonin Artaud y escribir poemas breves e intensos como los de Alejandra Pizarnik, mi madre poética… Y muchos otros berretines por el estilo, alimentados todos por la leyenda de los poetas malditos y por otras lecturas semejantes.

Esas otras lecturas semejantes vinieron de la mano de este libro de Marcelo Gobello acerca de los Doors (Jim Morrison, un jinete en la tormenta. Apuntes sobre The Doors. Distal, Buenos Aires, 1991). Recuerdo que lo vi en un puesto de diarios y ni bien conseguí la plata, corrí a comprármelo. En poco tiempo, yo me había convertido en una fanática desquiciada por Jim Morrison. Había conseguido todos los discos raudamente y me fascinaba su música hipnótica y cruda, melodiosa y extraña a la vez y, desde luego, estaba muerta de amor (literalmente) por Morrison y por su poesía, pues nunca dudé de que él fuera, antes que todo, un poeta, un verdadero poeta y, más todavía, un visionario. Sólo que además de todo eso, se había convertido, muy en contra de su voluntad, en una estrella del rock y, más tarde, en un ícono y en una leyenda junto con Jimi Hendrix, Janis Joplin, John Lennon y otros rockeros de trágico final. Pero detrás de todo eso había un poeta.

Y así lo demostraba este libro del periodista de rock y escritor marplatense Marcelo Gobello, quien ahora me tiene entre sus “amigos” del Facebook e ignora que gracias a su libro de “apuntes sobre The Doors” (que eso es realmente, una serie de apuntes, pero muy bien tomados e hilados) me llevó a conocer a quien sería mi auténtico padre poético, mi máxima influencia a la hora del verso, mi piedra de toque en todos los momentos de zozobra y vacío existencial: el poeta francés Charles Baudelaire. No es que yo no lo conociera, porque si no recuerdo mal para ese momento ya tenía una o dos antologías de poesía francesa que desde luego lo incluían, pero fue después de saber que Baudelaire, junto con Rimbaud, Verlaine y otros “malditos”, era uno de los poetas favoritos de Morrison que yo me compré, una tarde ya del verano siguiente, Las flores del mal.

Las flores del mal fue leído con devoción y releído con fruición y subrayado con admiración y pensado y vivido con la máxima rendición frente a un talento sin par. Y más que “frente a un talento sin par” debería decir frente a un “igual”, porque como suele suceder cuando uno admira y se siente tan subyugado por un autor, uno SABE que está en la misma frecuencia espiritual y que de ahí viene ese entendimiento que va más allá de todo y nos devuelve a la idea elliotiana acerca de la auténtica comunidad espiritual que existe entre todos los poetas, de todas las épocas y de los lugares más remotos. Yo sabía que eso que llamamos no sin algún resto de sorna “alma” en este mundo que ya carece alarmantemente de ella vibraba en las mismas notas o en notas muy parecidas con la de Jim Morrison y desde luego con la de Baudelaire.

Fue desde ese momento que adquirí la costumbre de rastrear las lecturas de mis escritores favoritos y precipitarme sobre sus autores favoritos para encontrarme, casi siempre, con la misma felicidad y deleite que provoca estar entre amigos, entre pares, entre iguales, entre aquellos que comprenden nuestros desvelos y preocupaciones, aquellos a quienes el resto del mundo da la espalda cuando en verdad debieran estar rindiéndoles pleitesía por tomarse la molestia de ordenar aunque sea un poquito el caos reinante y por tener la generosidad suficiente como para compartirlo con los otros. Porque ¿qué es un autor sin lectores? ¿qué es un poeta diciendo sus versos en el vacío? El arte es tribal y el arte es también un modo de dominación, como el mismo Jim lo advirtió en su libro The Lords, del que extraigo esta cita (citada, valga la rebuznancia, en el libro de Gobello) para cerrar este nostálgico y musical posteo:

“Los Señores nos apaciguan con imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines.

Especialmente cines. A través del arte nos confunden y nos ciegan para nuestra esclavitud. El arte adorna las paredes de nuestra prisión, nos mantiene en silencio, distraídos e indiferentes.”

Que nuestro arte, entonces, avive el seso y despierte, sobre todo en momentos tan oscuros y malignos como los que vivimos.

Analía Pinto

P. D.: Que me disculpe Marcelo Gobello si lee estas líneas. Al final de lo que menos hablo es de su libro, que es una excelente introducción a los Doors y que además trae todas las letras de sus canciones (por si queda algún nostálgico por allí que se resista a bajarlas de Internet), pero así como antes su libro me llevó a Baudelaire, hoy, casi veinte años después, me llevó a los bellos recuerdos de aquel momento y eso siempre es de agradecer.

1 comentario:

Danilo Gatti dijo...

los doors, y mas que nada morrison, son un link instantaneo a lo mejor de la literatura como rimbaud, baudelaire, artaud y el mismo william blake
lo mismo me pasa con dylan, poeta primero y musico despues muy a su pesar