jueves, 22 de julio de 2010

Milan Kundera: cuando leer da ganas de escribir

Como podrán advertir por el título, de ningún modo hablaré hoy de un autor abisal. Milan Kundera no es precisamente un autor poco conocido o poco frecuentado. Por el contrario, ávidos lectores alrededor de todo el mundo devoran sus páginas con la misma, intuyo, fruición con que las devoré yo algunas semanas atrás. 
No era ajena a su encanto. Había leído La insoportable levedad del ser hace ya muchos años (y un par de veces, a juzgar por los distintos subrayados que ahora encuentro hojeando el libro) y también había leído, pero prestado, La inmortalidad. Hace muy poquito, sin embargo, me topé con el libro que es objeto de estas líneas: El libro de los amores rídiculos
¿Cuál es entonces el secreto del encantamiento que ejerce Kundera en el lector? Arriesgo algunas posibilidades: al leerlo, uno tiene la impresión de que sus narradores lo saben todo. Lo han vivido todo. Nada de lo humano les es ajeno. No son dioses, eso sí, no nos confundamos. No pasa por ahí. Pasa más por una profunda reflexión sobre eso que pomposamente se llama "la condición humana" y que, al parecer, atraviesa todos sus libros. Otra posibilidad: su sentido del humor y del absurdo. Herencia kafkiana, tal vez. Es un espíritu libre, burlón, impertinente, desusadamente incorrecto e indómito. Se ríe de todo. No se toma en serio nada, se podría decir, con excepción de la misma creación literaria, porque sólo alguien que ame profunda y seriamente lo que hace puede lograr textos de esta calidad suprema. Debe haber más posibilidades, de seguro, pero creo que estas dos pueden servir de respuesta. 
Todo eso hay, justamente, en El libro de los amores rídiculos, un texto que, como todo gran texto, no se deja clasificar fácilmente. ¿Son cuentos? Sí, pero no. ¿Es una novela? Hum, más o menos. ¿Es una suerte de obra teatral? Algo así, al menos una parte está planteada con un esquema teatral. ¿Son relatos encadenados? Algo así, pero no del todo; sólo dos de ellos tienen a un mismo protagonista, el doctor Havel, que "arrambla con todo" (en lo que a mujeres se refiere). En definitiva, no importa lo que sea porque el resultado es genial y no tiene la menor relevancia que sea una novela disfrazada de cuentos o una serie de relatos interconectados disfrazados de novela que se resiste a serlo. 
El resultado es uno y el mismo: leer, leer y leer; pasar las páginas sin freno ni tasa; reírse a carcajadas ante ciertos pasajes (el señor Zaturecky es un personaje digno de figurar en el Salón de la Fama de los personajes literarios más cretinos e inolvidables); maravillarse ante la falsa autoestopista y su impresionante transformación; congraciarse con los dos pretendidos donjuanes de "La dorada manzana del eterno deseo" (sólo por ese título Kundera ya merece un monumento); convertirse en el espectador privilegiado de la tragicomedia hospitalaria de "Sympsion"; asistir azorado a la involuntaria seducción en "Que los muertos viejos dejen sitio a los muertos jóvenes"; y razonar, racionalizar, si acaso fuera posible, sobre Dios y la religión en "Eduard y Dios". 
Por si todo esto fuera poco, además de aplaudir a rabiar al final de cada texto, el lector se lleva de regalo una de las sensaciones que, en mi opinión, más valor tienen en el mundo literario: las imperiosas ganas de ponerse a escribir. El imbatible deseo de escribir, así y de cualquier manera, pero, en lo posible, como Kundera. O, por lo menos, pretender que a nuestros lectores les pase algo similar a lo que nos ocurre con Kundera cuando nos lean. No creo que haya un elogio mejor para un escritor que que alguien le diga "te leí y me dieron ganas de escribir". 
Claro que, si uno es escritor, también es duro. Por momentos, a pesar de esa gloriosa sensación, yo tenía otra más, mucho menos agradable: la de querer mandar todo al demonio, no escribir más nada (¿para qué? ¿para qué si ya lo dijo todo Kundera?) y tirarme a leer para siempre, despreocuparme de mis versos y mis prosas, no calentarme más por corregir ni nada. Rendirme. Aceptar algo así como la derrota. Capitular. Para qué seguir sufriendo por una coma, un acento, una novela que se queda en amagues o un poema que no vale nada porque dice lo mismo que otros ochocientos millones de poemas parecidos. Para qué tanto esfuerzo inútil, tanta preparación, tanta universidad y tanto taller literario. ¿Para qué, si este tipo escribió esta genialidad insuperable? Y así seguía el canto del ego humillado y ofendido por el notorio éxito de otro escritor. 
Pero no. Precisamente porque existe esta genialidad de Kundera, al par de otras tantas maravillas y genialidades de las que brevemente trato de dar cuenta en estas páginas, es necesario emperrarse y continuar escribiendo. No importa que nunca nos salga como a Kundera, que los poemas se sigan pareciendo a otros igualmente diferentes y parecidos, que tardemos veinticinco años en escribir una novela o que nunca nos salgan los cuentos redondos. No interesa. El escritor debe seguir escribiendo, no debe capitular jamás. Su reino no es abdicable, no puede quitarse la corona de rey y convertirse en un plebeyo. Cada vez que se tope con tipos como Kundera se tragará el orgullo, hará callar a su inflado ego y luego de disfrutar y felicitar mentalmente al genio que hizo tal maravilla de obra se aplicará a la suya con ahínco, con tesón y con infinitos paciencia y cariño seguirá trabajando en sus letras. Doblará el lomo y hará como Arlt, como Cortázar y como todos los escritores que tanto admira: escribirá en todo tiempo y lugar, así tenga tres trabajos o una familia numerosa que atender. No importa. Tomará estas muestras de genialidad como objetivos a alcanzar, no para decirle, ufano, a Kundera "ja, mirá cómo te supero, pibe" si no para superarse a sí mismo, para obligarse a trabajar, corregir y rescribir, porque los textos son perezosos de por sí (¿hábeis notado que si nadie los leyera los pobrecitos ni siquiera existirían?) y sus autores suelen serlo mucho más. 
Y para que no se queden con las ganas, unos bocaditos de Kundera para cerrar (¡y corran a leerlo!):

- "(...) le dije que el sentido de la vida consistía en divertirse viviendo y que, si la vida era demasiado holgazana para que eso fuera posible, no había más remedio que darle un empujoncito. Uno debe cabalgar permanentemente a lomos de las historias, esos potros raudos sin los cuales se arrastraría uno por el polvo como un peón aburrido."

- "(...) su fe en las infinitas posibilidades eróticas de cada hora y cada minuto era inconmovible."

- "¿Qué importa si todo es un juego vano? ¿Qué importa si lo ? ¿Acaso dejaré de jugar sólo porque sea vano?"

- "(...) los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez."

- "Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él como alucinada."

- "Pasan a nuestro lado mujeres capaces de arrastrar a un hombre a las más vertiginosas aventuras de los sentidos y nadie las ve."

- "(...) el encanto erótico se manifiesta más en la deformación que en la regularidad, más en la exageración que en la proporcionalidad, más en lo original que en lo que está hecho en serie, por bonito que quede."

- "Pero así es como suele suceder en la vida: el hombre cree que desempeña su papel en determinada obra y no sabe que mientras tanto han cambiado el decorado en el escenario sin que lo note y sin darse cuenta se encuentra en medio de una representación completamente distinta."

Analía Pinto

jueves, 24 de junio de 2010

Compendio de técnica y oficio literarios

Ya he escrito sobre él aquí, pero qué le vamos a hacer: los genios son inagotables. Será la primera vez que vuelva a escribir sobre un mismo autor aquí, pero qué quieren que les diga: este tipo me puede. Este ñato me encanta. Este genio me subleva de amor, pasión y admiración en su misma genialidad y me impulsa a escribir sobre él y sobre lo que me provoca para después ir y desparramar por el mundo la noticia. La noticia de que Roberto Arlt es un genio, ni más ni menos. La noticia de que su lucidez es tan implacable y certera que sigue iluminándonos más de sesenta años después de su óbito físico. La noticia de que no necesitó pasar por ninguna universidad para sacar chapa de pensador ni de artista, mucho menos de escritor o periodista. Lo único que necesitó es lo que todos aquellos que nos dedicamos a las letras necesitamos: mucha lectura, mucha escritura y toneladas de fina observación. 
Porque el tipo, con su jopo eternamente despeinado, era un observador de lo más artero que se puedan imaginar. Pienso que nada escapaba a su mente ágil, curiosa, cruel y bravucona. Todo lo que pasaba por ese caletre no caía en un pozo sin fondo si no en una aceitada maquinaria del pensamiento y la razón, coronada por un espíritu tan sensible que le impedía caer en el pedantismo y la soberbia al uso. Porque si bien él era bravo, polémico, incluso intransigente, nunca fue soberbio ni pedante ni mal tipo. 
Todo esto se ve, como en un palimpsesto, leyendo sus maravillosas aguafuertes porteñas, esas mismas que en el otro posteo arltiano de este blog sostuve que tienen el mismo principio activo que éstos. Filias, fobias, impresiones, meditaciones, denuncias, notas de color, ejercicios lexicográficos, diatribas, críticas de espectáculos y reseñas de libros, narraciones y reflexiones teóricas inundan esa maravillosa columna diaria que Arlt escribió hasta un día antes de morir y que ni siquiera sus viajes interrumpieron. Las Aguafuertes porteñas son, sin lugar a dudas, pepitas de oro que entregan luz perpetua sin encandilar jamás los ojos de los leyentes. 
Todos los temas se dan cita allí: la literatura nacional ("Sociedad literaria, artículo de museo", "El conventillo de nuestra literatura"); el idioma nacional ("El idioma de los argentinos", "Divertido origen de la palabra 'squenun'"); los personajes de la nueva urbe cosmopolita en que se convertía rápidamente Buenos Aires ("El asaltante solitario", "Siriolibaneses en el centro"); la desidia y ruindad de los políticos ("Cosas de la política", "La sonrisa del político"); la revolución del 30 ("¡Donde quemaban las papas!", "Balconeando la revolución"); la farsa de la democracia ("Del que vota en blanco", "Continúa lo del voto en blanco"); la Segunda Guerra Mundial ("También los periodistas...", "La guerra frente a las pizarras: sainete en tiempos de tragedia"); el paseo despreocupado por otras ciudades ("Elogio de la ciudad de La Plata"); el amor y las costumbres amatorias de la época ("Soliloquio del solterón", "Diálogo de lechería"); la denuncia periodística más acusada ("Hospitales en la miseria", "Escuelas invadidas por las moscas"); el teatro ("Estéfano o el músico fracasado"); el cine ("Apoteosis de Charles Chaplin", "Final de 'Luces de la ciudad'"); la tipología porteña ("El hombre corcho", "Apuntes sobre el hombre que se tira a muerto") y hasta un compendio de oficio y técnica literaria que deja a teóricos y críticos de la talla de Juan José Saer o Beatriz Sarlo, sólo por citar dos nombres reconocibles, en modestos alumnos de primer año de la carrera de Letras. Es precisamente de ese sector de las aguafuertes que me interesa hablar hoy, si bien podrían escribirse páginas y páginas sobre cada una de las aguafuertes, tan deliciosas, inquietantes y magníficas son. 
¿Por qué me parecen tan relevantes estas aguafuertes en particular? Por varias razones, pero la principal de ellas es que son el resultado de una evidente madurez intelectual y espiritual de Arlt. Las aguafuertes que aparecen al final del tomito Aguafuertes porteñas: cultura y política, seleccionadas sabiamente por Sylvia Saítta, fueron escritas hacia 1941, es decir, poco antes de que Arlt muriera. Me estremece pensar lo que este hombre podría haber escrito (y pensado, imaginado, escrito y alucinado) si sólo hubiera vivido algunos años más, si en este momento ya había alcanzado esas cumbres de lucidez y brillantez intelectuales. 
Estas aguafuertes ("Aventura sin novela y novela sin aventura", "Confusiones acerca de la novela", "Galería de retratos", "Irresponsabilidad del novelista subjetivo", "Acción, límite de lo humano y lo divino" y "Literatura sin héroes") componen un apretado pero jugosísimo compendio de oficio literario que cualquier aspirante a escribidor debería tatuarse en la piel si quiere escribir dos o tres párrafos que valgan la pena ser leídos. Estas aguafuertes son, sin duda, el resultado de una reflexión profunda sobre los engranajes que mueven un texto, más específicamente aquellos que ponen en marcha una novela. 
Es notoria, desde luego, la aversión que le provocan a Arlt las novelas "psicologistas" o "subjetivas" que ya empezaban a campear en aquel entonces. Novelas en las que, como sucede en abundancia en la actualidad, "no pasa nada", no hay ni héroes ni acción: apenas unos monigotes vacuos a los que se pretende hacer pasar por personajes literarios sin nada que decir ni hacer durante páginas y páginas. Novelas en las que queda claro que no son los personajes los que no tienen nada para decir si no el propio autor y entonces, para suplir esta evidente carencia, se recurre a trucos que "cualquier aprendiz de escritor los adquiere en menos de un cuarto de hora si lo asesora un hábil maestro". Novelas que adolescen de aquello que es más preciso: personajes con encarnadura humana, héroes o antihéroes, pero personajes con los que el lector pueda identificarse sin más y vivir a través de ellos aventuras y peripecias que de otro modo le sería imposible subvenir.
¿A qué imputa Arlt esta falta de héroes y de acción en la novela contemporánea? Se lo imputa, para escándalo de muchos puristas, a la falta de lo que él llama la "constante profesional". Es decir: es el trabajo o la actividad que desempeña un hombre el que define su accionar. Nótese lo revulsivo, subversivo y colosal de este pensamiento: Arlt define al hombre por su trabajo, por su profesión, por lo que hace, por la tarea que desempeña en el seno de una sociedad, así como un animal salvaje se define por su sed de sangre o por su inalienable instinto cazador. Si un hombre no es "nada", ni médico ni abogado ni ladrón ni policía ni maestro ni escritor, no será pasible de convertirse en un héroe novelístico tampoco. 
Y a poco que se piense en la teoría arltiana nos damos cuenta de que no andaba tan descaminado: ¿por qué, por ejemplo, le pasan todas las cosas que le pasan al Quijote, primer personaje moderno por excelencia? Porque su "profesión" (la de hidalgo) estaba ya a punto de extinguirse, lo mismo que todo ese mundo feudal en el que transcurrían sus amadas novelas de caballerías. Las peripecias acaecen, justamente, por el choque entre una cosmovisión condenada a la desaparición y una nueva cosmovisión (o, si se quiere, paradigma) dispuesta a llevarse puesto todo aquello que impidiera su paso. 
De ahí que Arlt reivindique la acción y los héroes como los principales animadores de la novela, apelando al más genuino sentido común, ese del que carecen numerosos "narradores" en estos tiempos post posmodernos. ¿Qué interés pueden tener los vaivenes mentales de un personaje vacío, de una mera careta, entonces? ¿Cómo no volver a los ojos hacia los narradores decimonónicos, sabedores de que lo único que motiva a seguir leyendo es la irrefrenable curiosidad por saber qué va a pasar en la página siguiente? ¿Cómo no reverenciar a los grandes maestros del siglo XX que aprendieron perfectamente esa lección, como Stephen King? ¿Cómo no concluir una vez más que el hecho literario debiera ser un cuidado y delicado equilibrio entre el qué y el cómo, a sabiendas de que es este último el que puede inclinar la balanza hacia el cerrado aplauso o el insultante bostezo en un santiamén?
Pero mejor me callo y lo dejo hablar al maestro, quien, sin ninguna duda, la tenía más clara que nadie: 

"¿A qué se debe el predominio de la medianía en la novela? A que sus autores son novelistas mediocres. Es rarísimo el escritor que durante sólo cinco minutos al día llega a sentirse héroe, tirano, asesino, santo o monstruo. En consecuencia, estos profesionales ignoran el interior de los héroes, de los tiranos, de los santos. En cambio, los vemos dedicar páginas y más páginas a describir cómo tiemblan los pétalos de una rosa de papel cuando pasa un ángel. En torno de esta apoteosis de la ficción atomizada, se estructura la estética del llamado arte nuevo.
Las consecuencias más graves producidas por estos embelecos debemos relacionarlas con el estado mental a que predisponen a la juventud. Esta acaba por encontrarse frente a un mundo de ficción desnaturalizado y tan estabilizado en la falsedad y tan fácil de abordar que, como es fácil, terminar por admitir que es verdadero.
Por otra parte ¿quién no tiene algo que contar de sí?
Pero trate alguien de narrar cómo se violenta una caja de hierro, cómo se fabrica una fortuna especulando en la bolsa, cómo se fabrica una joya, cómo se organiza una industria, cómo se escribe una novena sinfonía, y cuéntelo exactamente y con todas las tremendas dificultades que el suceso propone; y entonces quizá, habrá hecho una novela."

No queda mucho que decir, excepto ¡manos a la obra! Manos a la obra todos aquellos que no puedan dejar de decir lo que realmente tienen que decir, porque como el mismo Arlt dijo "cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el diablo están junto a uno dictándole inefables palabras."
La pregunta es si verdaderamente se tiene algo que decir o se tiene sólo esa vana ilusión.

Analía Pinto (arltiana)

jueves, 10 de junio de 2010

Jack London o ¡Quiero más!

Bastó una simple sugerencia para precipitarme de cabeza en él. Es decir, bastó una sugerencia para encender mi siempre volátil e inquieta curiosidad literaria y bastó leer un par de páginas para, entonces sí, caer bajo su hechizo. 
Uno de mis alumnos del taller de escritura, quien ahora se encuentra en Cuba, me sugirió que leyera un cuento de Jack London, "Encender una hoguera". No recuerdo a título de qué surgió esa sugerencia, pero alabado sea cualquiera haya sido ese motivo. Gracias a él encontré un auténtico tesoro esperándome en los anaqueles de mi biblioteca. Atendiendo a la sugerencia de Patricio, me dirigí a esos silenciosos y pacientes estantes que cultivo cual si fueran plantas exóticas y maravillosas y di con algunos libros de Jack London. En efecto, al correr de los años, había conseguido dos recopilaciones de cuentos y una novela breve. No estaba entre ellos el cuento en cuestión, pero me puse a leer igual. Como dije, a las pocas páginas, a los pocos renglones más bien, ya estaba totalmente atrapada por uno de los mejores narradores que yo haya leído en mi vida. 
Sin aspavientos, sin intelectualidades vacuas a las que esta época actual es tan dada, sin piruetas ni pirotecnias verbales vacías, sin ninguna otra cosa que no sea a) una buena historia y b) el mejor modo de contarla, Jack London agarra a su lector de las solapas y lo lleva a los lugares que él quiere, lo zamarrea tanto física como moralmente, pero siempre lo devuelve sano y salvo, a pesar de que se hayan atravesado, de su diestra mano, los engañosos parajes helados del Yukón, los piélagos grisáceos del estrecho de Magallanes o los paisajes postapocalípticos de una humanidad reducida al más terrible primitivismo tras una epidemia mortal. Jack London no da tregua, no da paz, pero lo hace de una forma tan genial y tan amena que uno se queda hasta el final, hipnotizado, fascinado, enloquecido: queriendo más todo el tiempo.
Esas dos recopilaciones (El mejicano y Diablo, editadas por el diario Página/12 hace ya mucho tiempo) y la novela corta (La peste escarlata) fueron rápidamente devoradas por mi avidez. Como si un ángel me estuviera siguiendo los pasos, en el tiempo en que ya estaba a punto de terminar La peste escarlata, me crucé con otros dos libros de London, que compré de inmediato (y a precios irrisorios, como me sucede tan a menudo): La huelga general, otra recopilación de relatos de los mismos de Página/12, y una de sus novelas más famosas, La llamada de la selva
Esta última, la historia de un perro de la nieve, casi un perro-lobo, que es arrancado de su "familia" humana para convertirse en un perro de trineo, arrancó copiosas lágrimas de mi frágil persona: la compenetración que London logra con ese animal, Buck, las descripciones de sus sentimientos, anhelos y deseos, las torturas indecibles a que es sometido, los fieros castigos, el frío, el hambre, el terrible dolor de sus patas tras días y días de marcha entre el barro y la nieve, entre otras cosas, provocaron emociones tan fuertes e incontrolables en mí como si Buck se tratara de uno de mis seres más queridos y no un simple "perro personaje de ficción".
Ahí creo que radica la magia imparable de Jack London: ningún personaje le es ajeno, humano, animal, joven, viejo o niño; ningún conflicto le es extraño; ninguna aventura le resulta imposible o descabellada; y ni siquiera cuando se imagina ese futuro apocalíptico y bárbaro le erra demasiado: estoy segura de que si ocurriera una hecatombe nuclear o de cualquier otro tipo y por alguna razón ya no pudiéramos disponer de todos los elementos de la "civilización", más temprano que tarde volveríamos a ser brutos hombres de las cavernas, rudimentarios seres que sólo se preocuparían de su comida y su abrigo, sin tiempo para nadie y para nada más. Eso es lo que se muestra, de forma bárbara y cruda, en La peste escarlata, pero también en el cuento "La huelga general", que, sin embargo, no transcurre en ese lejano y temible futuro sino en el presente cercano del autor. ¿Qué hacer si un día ya no hay alimentos, no porque se hayan terminado sino porque quienes los cultivan, preparan y procesan para luego venderlos deciden hacer huelga? ¿Y si a ellos se suman quienes lo reparten, quienes los distribuyen y así sucesivamente?
Aterrador, ¿verdad?
Claro que sí. Y London, por lo que pude ver, no tuvo miedo de enfrentar disyuntivas semejantes y se las arregló para ver cómo actuaba cada uno de sus personajes en esas (y otras) situaciones extremas, como el protagonista del cuento con el que comenzó todo esto, "Encender una hoguera", cuya moraleja podría ser que la inteligencia humana tiene límites pero la estupidez no. Un hombre atraviesa, solo, en pleno invierno ártico, el cauce helado del Yukón. Le han advertido que no debía hacerlo pero a él no le importó. Su omnipotencia le hizo creer que podría sortear las trampas de hielo y nieve, que aunque estuviera a cincuenta grados bajo cero su sola voluntad bastaría para llegar a salvo al campamento donde lo esperaban sus compañeros. Error. La primera hoguera que debe encender le sale bien y esto le otorga esa falsa confianza que lo hará fracasar estrepitosamente en la segunda. No les cuento más, mejor leánlo, pero las descripciones que London hace del avance del frío por el cuerpo de ese hombre así como de los parajes helados en los que porfiadamente trata de vencer a la naturaleza no tienen parangón, creo yo, en toda la literatura universal. Quizá en Maupassant. Quizá. 
Y, como siempre, es un escritor del siglo XIX (aunque arañando ya el XX) el que me vuela la peluca y me hace estremecer y emocionar hasta un punto indecible. 
Ojalá no sea yo la única conmovida por la espeluznante pluma de Jack London. 

Analía Pinto

jueves, 22 de abril de 2010

Ese coronel Mansilla lindo

Fue: sobrino de Rosas, periodista, militar, escritor, gobernador de Chaco, diplomático, dandy, comandante de frontera, lector compulsivo, conversador pertinaz, hombre de mundo, niño temeroso y asombrado, degustador de tortillas de huevo de avestruz y de numerosos platos de arroz con leche, calavera, pillo, aventurero, infatigable orador, padrino de varios hijos de caciques indios, disperso, digresivo y maravilloso autor de uno de nuestros libros más extraños y fundamentales, Una excursión a los indios ranqueles (1870), producto de su osadía y su irrefrenable curiosidad. Todo eso y mucho más, fue Lucio Victorio Mansilla, uno de mis escritores argentinos favoritos por lejos. 
Vivió en una Buenos Aires que ya no existe pero cuyas trazas aún pueden vislumbrarse en ciertos edificios públicos y en ciertas calles del barrio de San Telmo. Ajeno a las contiendas políticas que sobrevinieron tras la revolución de Mayo, padeció el exilio y el destierro sólo por sus notorios lazos de sangre. Sin embargo, nunca estuvo de acuerdo ni apoyó a su malhadado y famoso tío, a quien supo describir como nadie nunca jamás en toda nuestra literatura. Después, cuando las aguas se calmaron y cuando la generación del 80, de la que es uno de sus mayores representantes, entró a pisar fuerte tuvo el suficiente olfato político para apoyar siempre a los candidatos ganadores, aunque nunca nadie lo recompensó con los cargos importantes con los que él, como buen iluso, soñaba.
Porque Mansilla era un niño ingenuo, tan asustadizo como curioso, tan respetuoso como atrevido, tan galante como recatado, que iba por el mundo con el mismo asombro con que Adán debió recorrer el paraíso en los primeros días de su creación. Mansilla todo lo ve, todo lo registra, nada se escapa a su visión panorámica que le permite ver tanto la más frágil de las hojas como el más frondoso de los bosques. Precursor, visionario, intelectual verdaderamente preocupado por el destino de su pueblo como del de la humanidad, habló del gaucho antes que Hernández y dejó imborrables retratos sobre los indios ranqueles, a los que conoció en su más próxima intimidad. Como Sarmiento, con quien alternativamente se peleó y se amigó y se volvió a pelear, consideró la historia de nuestra incipiente nación como el enfrentamiento insalvable entre la civilización y la barbarie pero nunca creó, como el gran sanjuanino, que la civilización estuviera solamente del lado de los "blancos", sino que en más de una ocasión reconoció el alto grado de sensatez y civilidad que reinaba entre los indios, los pretendidos "salvajes", incluso más austeros y refinados que los gauchos, esos otros marginados. 
Se vestía como un parisino, usaba un bastón -prefiguración borgeana- y un sombrero ladeado al estilo Walt Whitman, cuando no monóculo y galera. Su característica barba, larga y luego blanca, lo acompañó desde siempre, así como su inusitado ego. Hay quienes lo tildan de frívolo. No lo fue. Mansilla es y será siempre el actor principal de la tragicomedia de su propia vida, tragicomedia que lo excede y que necesita contar, incesantemente, a los otros. De ahí que sus escritos, que toda su literatura sea una exaltación continua de su propia persona. Sucede que su vida fue tan pletórica en conocimientos, aventuras, disparates, calaveradas, riesgos, duelos, lances, polémicas y sinrazones que lo que en otros podría resultar hartante a las cinco líneas en Mansilla se convierte en un festival de gracias, anécdotas, cuentos, referidos, sucesos, amoríos, pasiones, encuentros y desencuentros que no cesa de maravillar un segundo, aún cuando sus frecuentísimas digresiones hagan perder, siempre, el hilo de todos sus relatos. No interesa. Precisamente allí radica el originalísimo estilo de Mansilla. 
Su padre descubrió que, en lugar de ocuparse del saladero que le había encomendado, el joven Mansilla leía el Contrato social con absoluta despreocupación. Rápidamente, por su seguridad (gobernaba su dictatorial tío) lo despachó en un vapor con destino a Calcuta. Mansilla pasó dos años viviendo y recorriendo Oriente, cuando sólo tenía diecisiete años de edad. Retornó en vísperas de Caseros y la entrevista que entonces mantuvo con su tío quedó inmortalizada en la causerie "Los siete platos de arroz con leche", único momento de la literatura nacional donde, como bien señala Abelardo Castillo, "se lo ve, se lo siente" a Rosas. No hay más que remitirse a este fragmento para comprobarlo: 

"Mi tío apareció: era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoléonico, de gran talla; de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas, poco arqueadas, de movilidad difícil; de mirada fuerte, templada por el azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones; sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible. (...)
Agregad a esto una apostura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas, sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia del que toma su embonpoint, o sea su estructura definitiva, un traje que consistía en un chaquetón de paño azul, en un chaleco colorado, en unos pantalones azules también; añadid unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos, y unas manos perfectas como forma, y todo limpio hasta la pulcritud, y todavía sentid y ved, entre una sonrisa que no llega a ser tierna, siendo afectuosa, un timbre de voz simpático hasta la seducción y tendréis la vera efigies del hombre que más poder ha tenido en América y cuyo estudio psicológico in extenso sólo podré hacer yo; porque soy sólo yo el único que ha buscado en antecedentes, que otros no pueden conseguir, la explicación de una naturaleza tan extraordinaria como ésta."

¿Quién puede permanecer indiferente ante semejante descripción de semejante personaje? La advertencia del final fue cumplida por Mansilla: dio cuenta de ella en su libro Rozas. Ensayo histórico-psicológico, donde puede verse que las particularidades de Rosas (el apellido original de la familia se escribe con z, pero fue el propio Rosas quien, rebelándose, comenzó a firmar su nombre con s) no nacieron del aire sino de su muy particular madre, entre otros integrantes importantes de su familia. 
La pluma de Mansilla es vivaz e incansable. Locuaz, dicharachero, parlanchín, da la impresión de estar aquí y en todas partes al mismo tiempo o de ser uno y varios a la vez, como puede verse en una de las imágenes que ilustran este post, una de las más famosas entre las muchas que se tomó en la casa de fotografía Witcomb. En efecto, puede decirse que Mansilla conversaba con sus ocasionales interlocutores (todos sus libros, todas sus causeries están dedicadas a alguien en particular), pero también conversaba incansablemente consigo mismo. Quizá no llegara a grandes o notables conclusiones, quizás tenía la manía de dejar las cosas en un callejón sin salida o en forma aporética, como diría la filosofía clásica, pero siempre se puede tener la certeza de que Mansilla nunca dejaba de percibir y trasmitir todas las aristas, vértices y lados de un asunto. 
Entre-nos, causeries de los jueves es el libro que me ha movido a escribir sobre Mansilla. Son, como las Aguafuertes porteñas de Arlt, una prefiguración de lo que una servidora y tantos otros hacemos día tras día en nuestros blogs: hablar de aquello que nos interesa, impacta, pasa o trasciende, sin mayores pretensiones que esas (y que nos lean, en lo posible). Las causeries, que salían todos los jueves, (¡como este blog!), comenzaron a publicarse en el diario Sud América y en 1888 fueron recogidas en libro. 
Leí Una excursión... para la facultad, hace ya diez años y desde entonces quedé prendada. Pero en las causeries (en francés, conversaciones) aparecen muchos de los rasgos más notorios y "extraños" para la literatura del momento: además de sus eternas digresiones, Mansilla realiza, sin ningún pudor y con total desparpajo, comentarios metatextuales (como "Tengo barruntos de que todo esto -refiriéndose a su descripción de un mercado de mujeres en África- no lo entretiene mucho, que digamos, al lector"); traslitera las maneras lingüísticas de la charla de salón o entre amigos al papel ("vean ustedes lo que pasó:" y tras esos dos puntos despliega con su relato); interrelaciona su narración presente con hechos contados en sus libros pasados ("Y ya que hablamos confidencialmente, les diré a ustedes que es cierto lo que cuento en mi Excursión a los indios ranqueles, que un perro me desarmó una vez, quitándome la escopeta...") o con hechos que aún no ha revelado y que se guarda para sus Memorias o para su libro sobre Rosas; intercala numerosas palabras y expresiones en otros idiomas, además de señalar en qué casos una palabra ya sancionada por el uso entre nosotros no está en el Diccionario de la Real Academia Española, como una especie de protesta o advertencia irónica; discute consigo mismo la tipología textual a la cual adscribir algunas de sus causeries ("Establezcamos, pues, las proposiciones, materia de este escrito o carta, plática o estudio, memento o crítica"); reproduce cartas donde se lo alaba así como cartas enviadas a su padre con el solo objeto de demostrar la gran estima que se le tenía; en definitiva, rompe con todo lo que hasta ese momento y aún hoy día era considerado indispensable para el decus literario: hace gala de efusión, de profusión, de sagacidad, de veleidad, y todo con un humor tan tierno e incomparable que hace imposible, para el lector, no aquerenciarse con semejante personaje que excede todos los límites del más aséptico "narrador". 
Se casó primero con una de sus primas, de la que tuvo varios hijos, todos los cuales fallecieron. Vale decir que sobrevivió a todos sus hijos y esta inmensa tragedia no lo amilanó ni un segundo, aunque la tristeza profunda pueda siempre percibirse por detrás de las fáciles anécdotas o las simpáticas chacotas con las que siempre adorna su prosa fluida y entrecortada a la vez. Volvió a casarse en segundas nupcias con una mujer mucho más joven que él, su compañera hasta el fin de sus días. Vivió sus últimos años en la Ciudad Luz, donde su espíritu cosmopolita se sentía más a gusto, aunque quizá no tan a gusto como en el toldo del cacique ranquel Mariano Rosas o en los campos de batalla de la guerra del Paraguay o en su amada Buenos Aires, a la que vio crecer y convertirse en una sucursal europea en poco tiempo. No vio, sin embargo, los fastos del Centenario y falleció cuando la Argentina estaba a punto de convertirse en algo muy distinto a todo lo que él había vivido. 
Las palabras que le reservó un francés aporteñado como Groussac lo describen acaso mejor que muchas otras y con ellas quiero cerrar este post, luego de estar casi dos semanas en la trepidante y deslumbrante compañía del coronel Mansilla, "ese coronel Mansilla lindo, ese coronel Mansilla toro" como le decían los ranqueles: 

"(...) Mansilla ha sido periodista, explorador, diputado al Congreso, iniciador de vastos proyectos y empresas, escritor fácil de obras difíciles que revelan actividad asombrosa y variadas aptitudes; sobre todo y ante todo, un gran viajero ante lo Eterno, así en lo material como en lo moral. Inquieto a natura y nómade por elección: 'piedra movediza que no recoge musgo', pero que, redondeada y pulida por los roces externos, si no queda incrustada en un pilar del edificio colectivo, tiene su puesto entre los adornos del interior. Excursionista del planeta y de las ideas, ha enriquecido su personalidad con todos los exotismos de la civilización, y ha sido su misión esencial, después de cada gira nueva, derramar sus experiencias en monólogos chispeantes y profundos, o en páginas sueltas casi tan sabrosas como sus pláticas. Así ha disipado su existencia y su talento, ¡pero ha vivido! Ha compuesto su vida como un poema romántico, en lugar de desempeñar, como nosotros, el modesto papel asignado por el destino. Y si es cierto que Byron envidiaba a Brummel, ¿cómo no admirar al que logró amalgamar en su persona al parisiense y al criollo, al gentil hombre y al comandante de frontera, al duelista y al caseur de salón, al escritor moralista y al feminista profesional, al descubridor de minas y al cateador de ideas, al autor de dramas y al actor de tragedias?"

Si me preguntaran a quién deseo conocer en el más allá, contestaría que sin lugar a dudas a Lucio V. Mansilla, quien, estoy segura, se pondría a flirtear conmigo en menos de cinco segundos...

Analía Pinto

jueves, 1 de abril de 2010

Los lectores voraces

Desconfío de cualquier escritor que no sea un lector voraz. Difícilmente pueda ser un buen escritor si antes no ha sido un devorador consumado de páginas impresas. Nótese que digo "páginas impresas" y no libros: porque un lector voraz lee cualquier cosa, hasta las etiquetas de los productos de limpieza, y allí encuentra siempre la felicidad. No importa qué lea, basta que lea. Claro que si lee libros, le irá mejor. Y si encima lee literatura de la buena, es muy difícil que no termine siendo no ya un buen escritor sino un gran escritor. 
De ahí mi deleite e instantánea comunión con Ernesto Schoo, un lector empedernido que, al igual que Borges, no se jactó de las páginas que había escrito sino de los libros que había leído. No figuraba en el listado original de autores a reseñar para el diccionario que tuve el honor de hacer. Una servidora lo agregó en el último momento posible, cuando ya faltaba nada para que el documento fuese sometido a corrección de estilo. Aún no lo había leído, pero sabía que tenía que estar, que era un periodista reconocido, que su nombre no podía faltar. La última vez que fui al mar, en el verano del 2009, en una librería de Santa Teresita, atestada de revistas y con unos poquísimos libros, di con este libro suyo: Pasiones recobradas. La historia de amor de un lector voraz (Sudamericana, Buenos Aires, 1997). ¿Qué lector voraz podría resistirse a leer la "historia de amor" de otro lector voraz? Ninguno, y yo menos. Lo compré de inmediato. Pero recién lo leí a fines del año pasado, en unos cuantos (o, mejor dicho, unos pocos) viajes en tren. Y me fascinó, desde luego. 
¿Por qué doy por sentada la fascinación con ese petulante "desde luego"? Porque, tal como suponía, tengo un espíritu afín al suyo, circulo literariamente por caminos similares, me muevo y participo en esas mágicas esferas donde las letras mandan, los párrafos se corrigen unos a otros y las páginas pasan incesantemente y a cada paso dejan su poso de sabiduría y felicidad en eso que podríamos llamar, no sin algún escándalo, el alma. Los lectores voraces nos reconocemos de inmediato unos a otros porque compartimos un mismo código, similares costumbres, ritos de pasaje muy parecidos. Lo mismo me está pasando ahora con el libro que los cacos del sábado pasado no pudieron robarme, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. He allí eso que los ingleses llaman otro "kindred spirit". 
¿Y cómo es posible esta fascinación de una escritora nacida en 1974 por un escritor nacido en 1925? ¿No hay mundos enteros de distancia, no hay generaciones de por medio, no hay incluso diferentes épocas entre uno y otra? Sí, pero eso no importa. No reviste el menor interés porque lo que nos une es ciertamente inagotable y atemporal. Es la literatura, es el amor por la palabra, el gusto por la música y la poesía del lenguaje, la magia insobornable de la lectura. Cuando algo así se manifiesta no hay tiempo ni edad posible. Por eso puedo admirar su prosa y disfrutar leyéndolo a él tanto como puedo disfrutar a mi adorado Cayo Valerio Catulo, con quien me separan ya más de dos mil años de letras e historia, por poner un solo ejemplo. Como ya dijera Eliot, y como nunca voy a cansarme de repetirlo, hay una secreta comunión que enlaza a todos los poetas y escritores de todos los tiempos y esa comunión es el acto de escribir, que es, a mi juicio, inseparable del acto de leer
Así lo cree también, estimo, don Ernesto Schoo. En Pasiones recobradas se recopilan las notas que publicara para el suplemento cultural del diario El Cronista en los años 90. Divididas en varias secciones ("Pretérito anterior" recoge notas sobre autores como Oscar Wilde o Marcel Schwob; "Presente perpetuo" presenta vívidas estampas de autores argentinos a los que Schoo frecuentó como Manuel Puig o Juan Rodolfo Wilcock; la sección "Pasiones recobradas", que es mi favorita, repasa las vidas de autores como Flaubert o Colette y de mujeres fabulosas y escandalosas como Alma Mahler, Isak Dinesen o Marguerite Duras; por último, en "Literatura y compañía", aborda otras cuestiones relacionadas con la literatura como el diablo o la pintura, y también, a la manera de las Vidas paralelas de Plutarco pone en tensión las vidas y recorridos de algunos escritores coetáneos pero en las antípodas estéticas unos de otros como Julio Verne y H. G. Wells o Gabriele D'Annunzio y Luigi Pirandello), estas notas se dejan leer con fluidez y deleite, acaso porque fueron pensadas para un soporte distinto al del libro, pero con la rigurosidad no exenta de amenidad que requiere cada caso. 
Mis notas favoritas, como dije, están en la sección titulada igual que el libro, aunque por supuesto el libro me gustó en su totalidad. Sólo que en esa sección se cuentan las vidas de algunas escritoras y otras chicas malas, como la eterna musa y novia del viento Alma Mahler, con las que una servidora se siente plenamente identificada: cuando su autoestima está alta, pensando que el día que se escriba su biografía podrán decir, al igual que de la vida de una Colette, por ejemplo, que su vida fue una auténtica novela, llena de amores tempestuosos y desaforados, con dramas y pasiones desatadas por doquier; cuando su autoestima está baja, pensando que así es como quiere ser recordada y no como una oscura muchachita que alguna vez ganó un modesto premio de poesía, era querida por sus gatos y sus amigos y amada por algún músico cuyo nombre no llegó a trascender a pesar de todos sus esfuerzos. 
En este sentido, la nota sobre Alma Mahler, esposa-compañera-musa inspiradora-hetaira (como bien la llama Schoo) y otras designaciones similares no sólo del músico Gustav Mahler, sino también del escritor Franz Werfel y de los pintores Gustav Klimt y Oscar Kokoschka (anche "amiga" -y nada más, dicen- de Walter Gropius), es una de las que más me ha impactado, por el recorrido amoroso de esa mujer a la que, al parecer, nadie con talento podía permanecer indiferente. Hay mujeres que sólo buscan casarse con un hombre bueno y tener a sus hijos. Habemos otras que no buscamos nada de eso y, en cambio, deseamos ser las "musas inspiradoras" (si tal bella patraña existe) de hombres de verdadero genio, de hombres especiales, de hombres llamados a grandes cosas, de hombres a los que una, en primer lugar, tenga que declararse vencida ya sea por sus dotes musicales, literarias, pictóricas, artísticas o lo que fuera. Yo pertenezco a estas últimas, como Alma Mahler y como la atormentada Lou Andreas Salomé, a quien Schoo también cita en esta nota.
Pero otra nota de esa misma sección asedió mi corazón siempre sediento de historias y vidas asediadas por la pasión, la lujuria, el atrevimiento, la literatura, la rebelión y la desfachatez. La nota sobre Marguerite Duras, una escritora sobre la que sin duda deberé hablar aquí en algún momento, tocó también mis fibras más sensibles. Schoo analiza allí uno de los libros capitales de Duras que aún no tengo el gusto de poseer, Escribir. Y dice cosas como: 

"Tentación irresistible de escribir como ella, a la manera de ella, de Marguerite Duras. A sacudones, a fragmentos, con temblores y retrocesos y reiteraciones." 

"Ella va segregando sus libros como la araña su tela, desde el vientre, pero sin el previo diseño platónico de la tela, que la araña lleva en sí desde que nace. La suya es una tela intrincada y deshilachada, asimétrica, con dibujos inesperados, con remiendos. Igual que la vida de su autora. Igual que la vida de todo ser humano."

"El tema central de Escribir no es, en realidad, la escritura sino la muerte. Contra la cual se alza la escritura, para asegurarnos, aunque resulte una mentira piadosa, una trascendencia más allá del polvo devuelto al polvo."

"Escribir, escribir sin pausa era el único modo que conocía de detener la ruina total. Palabras, palabras para conjurar el tiempo, para sobornarlo, obligándolo a tomar el camino más largo y sinuoso y lleno de obstáculos: para disuadirlo, por un instante, de su implacable tarea de roedor.
Ella sabe que únicamente el amor puede derrotar al tiempo. Pero el amor dura poco y el tiempo sigue fluyendo de nosotros hacia el agujero negro por donde se desagota el universo entero. Por eso hay que renovar el amor, amar siempre. Amar más al amor que a las personas en quienes pasajeramente se encarna. Las personas son transitorias, el amor es perdurable, siempre igual a sí mismo a través de los muchos rostros -y muchos cuerpos- que asume a lo largo de una vida: máscaras para la representación en el gran teatro del mundo. Ella perseguirá siempre, sin pausa, el rostro verdadero debajo de la máscara."

Si después de leer lo precedente no les dan ganas de a) conseguir el libro de Ernesto Schoo para leer la nota completa, así como todas las demás notas, y b) conseguir con carácter de urgencia el libro de Marguerite Duras, no sé qué están haciendo acá, han debido de llegar por algún error cibernético, pues es este no es lugar para tibios ni indiferentes.

Analía Pinto, lectora voraz

jueves, 25 de marzo de 2010

Sensual, exquisito y singular

Así defino a André Pieyre de Mandiargues (1909-1991), un escritor francés que me fascina y que, desde luego, no es conocido. Aunque muchos lo califican directamente de erótico, para mí va más allá del mero Eros porque abarca la sensibilidad toda y por eso prefiero usar el término "sensual". Hace poco tuve la enorme dicha de encontrar uno de sus libros, La muchacha debajo del león (editado en nuestro país por Sur, desde luego), en una mesa de libros usados, saldos y otros rezagos. Del mismo modo encontré los otros dos libros suyos que tengo: el que hoy me ocupa, La motocicleta, y Al margen, acaso uno de los más difundidos, que transcurre en el Barrio Chino de Barcelona (cualquier cosa que esté relacionada con Barcelona para mí ya es lo suficientemente interesante, no importa de qué se trate; y este es libro es una auténtica maravilla).
Pero el libro que quiero comentar es el primero que llegó a mis manos, La motocicleta. Según anoté en su segunda hoja, lo compré en la librería Lenzi de La Plata. Para aquellos que no tengan la dicha de conocerla, la librería Lenzi es uno de los más bellos tesoros platenses (junto con la catedral, el bosque, el Museo, las plazas, los tilos y las diagonales, digamos), y lo es por la sencilla razón de que los libros allí no parecen agotarse nunca. Si uno deja pasar algunos años entre una visita y otra se encontrará siempre con que, mágicamente, florecieron nuevos estantes allí donde antes había un espacio vacío y más libros han venido a ocupar su lugar. No es exagerado ni hiperbólico decir que sus estanterías van desde el techo hasta el piso y que cubren todo el local, un arltiano local largo y profundo, aunque sin la sordidez del que describe Silvio Astier en El juguete rabioso
Pero lo que a mí siempre me intrigó y pobló mis sueños más recurrentes es el misterioso sótano donde el señor Lenzi guarda, estoy segura, incunables, libros raros, descatalogados, apócrifos, imposibles y hasta seguramente varios grimorios y alguna copia pirática del Necronomicon y del Onceno Tomo de la Anglo-american Cyclopaedia... No he sido bendecida con la gracia de descender a ese magnífico infierno de libros pero lo imagino aún más grande que el local superior, abarcando quizá la manzana completa o, por qué no, la ciudad entera; cual biblioteca de Babel debe contener millares de estantes que conforman un laberinto imposible u octogonal como el de El nombre de la rosa... En fin, delirios de una bibliómana sin recuperación posible. 
Vuelvo. Lo cierto es que me hubiera gustado releer La motocicleta para esta ocasión pero los tiempos tiranos no me dieron respiro para hacerlo. No obstante, una hojeada en diagonal (es decir, pasar cada página y detenerme en los subrayados) ha sido suficiente para volver a ese mundo onírico y maravilloso que se va desplegando página a página igual que la moto de Rebecca Nul, la protagonista, va hendiendo las rutas de Francia a Alemania... El argumento de la novela podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿Qué no haría una mujer por su amante? Estimo que nada. Y nótese que dije "amante", no esposo ni marido. Por el esposo o el marido haría, pienso yo, lo que hacen todos: lo mínimo indispensable. Pero ¿por el amante...? Por el amante haría las cosas más extraordinarias, como enfundarse en un traje de cuero negro revestido de piel y atravesar rutas y fronteras sólo para llegar a su cama lo más pronto posible. Por el amante cabalgaría en una moto-furia negra y cromada, por el amante atravesaría insoportables controles de aduana, sonrisas lascivas y comentarios obscenos. Por el amante se dejaría desnudar y estaquear sólo para que él pudiera disfrutarla más y mejor. Por el amante todo. Por el marido probablemente nada.
Juzgo mejor que cualquier otra cosa que yo pueda decir copiarles algunos fragmentos de la novela, no tanto por lo que cuentan sino por cómo lo cuentan. Sólo allí puede apreciarse el exquisito arte de Mandiargues, la enorme poesía de prosa sensual, surreal, de un voltaje erótico tan alto como refinado; sólo allí se nota la mano de un verdadero gourmet del lenguaje, de lo que a mí misma me encantaría ser (y denodadamente trato de ser) como escritora. Me fascinan los escritores que tienen el don, la bendición, la gracia, la facilidad, el regalo de los dioses de hacer el amor mientras escriben, de hacerles el amor a las palabras, las frases, los párrafos; de, en definitiva, hacerle el amor a ese lejano fantasma que los leerá un día y se sentirá deliciosamente abrumado y apabullado, rojas y ardientes sus mejillas, su ritmo cardíaco acelerado, la sangre mareada y revuelta, el cuerpo tenso y laxo a la vez, todo porque un escritor supo cómo hacer que el lenguaje le obedeciera sin más: 

- "Ella no había cedido al consejo de los pájaros para que la tomara él, y además se sentía orgullosa como un caballero dentro de su armadura cuando se había revestido de su mono de cuero y se apoyaba en la motocicleta como en un corcel enjaezado, y tenía conciencia de que había que elegir al vencedor para remitirse a su discreción, rendirse a él con toda humildad y dejar que él deshiciera su coraza. Era lo bastante hembra, a pesar de su aspecto de muchacho, para no esperar de una coraza nada mejor que la dicha de la capitulación y el placer de la derrota."

- "Luego la línea recta vuelve durante una decena de kilómetros, hasta Soufflenheim, y esta rectitud con la que el espacio está cortado como a cuchillo da cierto vértigo que puede compararse al de la plomada, porque atrae como un abismo profundamente vertical al que se asomara uno. Extraño encanto de la línea de abeja, ¿se sabrá nunca lo que impulsa al insecto a lanzarse en línea recta, de tal modo, si será embriaguez, felicidad, rabia, sed de llegar al fin de su existencia, o cierto sentido del espacio de que el hombre no ha estado dotado nunca pero que sospecha con tal ocasión?"

- "Porque querría estar al lado de Daniel Lionhart, sujeta a los deseos y a los dedos de Daniel con tanta obediencia como al aire las ramas de abeto, como ellas paciente y estremecida, dispuesta a expandir su polen al menor toque, sin tregua ni medida."

- "¿Sería la vida humana, en realidad, sólo una serie de escalones, algo así como los rápidos en el curso de un gran río cuyas partes tranquilamente navegables se descienden con indiferencia o aburrimiento?"

- "'Rebecca', pronuncia ella, complaciéndose en llamarse en el momento en que a ciento sesenta kilómetros por hora aproximadamente corre hacia el lecho en que sabe reposa aquél a quien va a entregarse, aquél por el que desea ser tomada, aquél en quien un tigre y Dios caen siempre a una sobre ella y la desgarran."

- "Deleatur... Daniel, pedagogo, aprobaría verla pensar en latín la aniquilación de su esposo, y la ensalzaría con un cumplido colocándola cabeza abajo, con los lomos al aire, ofrecida al pillaje como a las abejas las bellas flores de la glicina."

- "(...) ella se siente sobre todo embargada por una vida enormemente potente y provisionalmente contenida, que el dedo de su amante pondrá en comunicación con el universo cuando se acerque a su cuerpo."

Analía Pinto

jueves, 11 de marzo de 2010

Las hipálages borgeanas

A esta altura del partido pareciera que ya nada nuevo se puede decir sobre Borges. Sin embargo, dicho aserto, propio de los conformistas de siempre, no es cierto. Siempre se puede decir algo nuevo, original, novedoso o, por lo menos, interesante sobre Borges. Un gran autor, como una gran obra, nunca se agotan. Y en cuanto a Borges como a otros gigantes de la creación, existen tantas lecturas posibles como lectores los sobrevengan. 
Así pues, debo este posteo a una feliz circunstancia. Me encuentro realizando un curso sobre Borges en el C. C. Borges (no tienen excusas para perdérselo porque se repetirá en abril) y decidí aprovecharlo como pretexto para escribir sobre él aquí. Desde luego, es más que evidente, que Borges nunca podría ser considerado un autor "abisal", es decir, poco o nada conocido. Su nombre es casi tan famoso en el mundo como el de Maradona (secretamente, espero que lo sea más). Su nombre es, en mi opinión, sinónimo de literatura, lisa y llana. Su nombre dio nacimiento también a un adjetivo que le es propio ("borgeano"), honor que comparte con otros dos monstruos de la literatura, a quienes con toda seguridad idolatraba: Cervantes ("cervantino") y Kafka ("kafkiano"). No sé cuántos escritores podrán decir lo mismo en las próximas centurias. 
Como ya mucha gente, mucho más capacitada que yo, ha desgranado centenares de volúmenes acerca de Borges y todas las cosas imaginables (Borges y la matemática, Borges y la ciencia ficción, Borges y la filosofía, Borges y Borges, Borges y Kodama, Borges y su madre, Borges y las mujeres, Borges y Bioy Casares, Borges y Cortázar, Borges y los laberintos, los tigres y los espejos, Borges y Blake, Swedenborg, Chesterton, Stevenson, Schwob et alia, Borges y la Biblia, Borges y Lugones, Borges y la biblioteca, Borges y la ceguera, Borges y Evaristo Carriego, Borges y los compadritos, Borges y la mitología griega, Borges y los militares, Borges y la crítica, etc.) yo tengo, para decirlo a su propio modo (la imitación también es uno de los modos del homenaje), un propósito más modesto. Me interesa hablar aquí de una figura retórica poco conocida, con un nombre hermoso y que abunda en uno de sus libros menos frecuentados, Historia universal de la infamia (1935): la hipálage. 
Historia universal de la infamia es una maravillosa "estafa" borgeana, si me permiten la (i)rrespetuosidad. Borges era un gran embaucador, lo que quiere decir un gran fabulador, no un mentiroso ni un impostor. Su sabiduría era todavía más vasta de lo que sospechamos, pero siempre tuvo el buen gusto de disimularla. Cuando digo que Historia... es una gran estafa me refiero principalmente a dos cosas: su rimbombante título, lo que da cuenta de que es un libro de los inicios, de un Borges "en formación", por así decirlo; y su escondida novedad: no son cuentos, tampoco son historias, son, como dice en el prólogo a la primera edición, "ejercicios de prosa narrativa". Son, también, veladas imitaciones de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, un libro delicioso de apócrifas (pero verosímiles) biografías de personajes reales (entre ellas, figuran las de Empédocles, Lucrecio, Petronio, Frate Dolcino, Pocahontas y Ucello).
Y es que hasta el propio Borges tenía sus dudas y sus temores a la hora de escribir. Así, escribir estos "ejercicios", en los que mezcla ficción, fábula, historia e imaginación, le resultaba menos intimidante que escribir cuentos, materia en la que luego descollaría no ya a nivel nacional sino, ahora sí, universal. No obstante lo cual, el volumen presenta un cuento, "Hombre de la esquina rosada", que no es, a pesar de ser uno de los más difundidos, tanto por su permanente presencia en la "épica" borgeana (por pertenecer al sector de los compadritos), así como por su perpetua reedición en innumerables antologías, de sus mejores cuentos. De hecho, creo que es bastante mediocre y él mismo lo reconoce así en el prólogo de 1954 a Historia... Y no es, en modo alguno, el texto más interesante del volumen. 
Incluso creo que lo más interesante del volumen (aquí los eruditos dirían "una de las claves de lectura de toda la obra borgeana") se encuentra en ese mismo prólogo a la edición de 1954, con un Borges ya "formado" y plenamente consciente de hacia dónde debía dirigir sus pasos en el mundo literario, puesto que no era ya aquel "tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias". Dice allí, vía Bernard Shaw, que "toda labor intelectual es humorística". Estimo que cuando se comprende esta sencilla verdad, no hay texto alguno de Borges que pueda ser tachado de abstrusidad, de ininteligibilidad ni de cualquiera de las otras lacras que suelen endilgarle los envidiosos y los espíritus rastreros a los textos de Borges. Borges siempre fue, a semejanza de su maestro Macedonio Fernández, un humorista excepcional, un cultor del humor y la ironía más elevados. Claro, en lugar de recurrir a la fácil chabacanería, Borges eligió como plaza del humor la literatura y la cultura libresca en general. 
Pero, como siempre, me voy por las ramas (sepan disculpar, sostengo que la literatura y la escritura en general es el desbordarse y dispersarse por los vericuetos más insospechados eternamente). De lo que quería hablarles era de la hipálage, esa hermosa figura retórica de la que creo he hablado aquí anteriormente (*). El diccionario de la Real Academia Española la define así: 

hipálage.

(Del gr. ὑπαλλαγή, cambio).

1. f. Ret. Figura consistente en referir un complemento a una palabra distinta de aquella a la cual debería referirse lógicamente. El público llenaba las ruidosas gradas.

Real Academia Española © Todos los derechos reservados


Pero esta definición, como casi todas las que pueblan las abultadas páginas del DRAE, es manifiestamente insuficiente. Procuraré ser lo más clara posible: la hipálage es una variante de la sinécdoque, a su vez uno de los modos de la metonimia. ¿Qué es una metonimia? Es aludir a algo a través de una de sus partes o de alguna de sus características más relevantes. Por ejemplo, uno podría decir que Schumacher (o Marcos Patronelli, para hacer honor a mis compañeros florenses) es "un gran volante", donde 'volante' hace referencia a una de las partes de que se compone el instrumento de trabajo del citado piloto. Una sinécdoque es aquella metonimia en la que se toma la parte por el todo, como en el mismo ejemplo de Schumacher (con 'volante' se hace referencia a todas sus habilidades como piloto). Pues bien, una hipálage es entonces remarcar una característica de algo vinculado al todo o a las partes de manera elíptica, en tanto se nombra aquella característica pero aplicada a otra cosa... 
Veamos un ejemplo mejor que el proporcionado por el DRAE, citado por el propio Borges en, si no recuerdo mal, su texto sobre Lugones: "a la luz de la estudiosa lámpara". Las lámparas, de por sí, no son "estudiosas" ni ninguna otra cosa. Por lógica, son simplemente lámparas. Sin embargo, en la hipálage se supone la presencia de algo que no está nombrado sino a través de una de sus características más relevantes. En el caso del ejemplo, hace referencia a una persona estudiosa. Esa cualidad, por transitividad (otra característica de la metonimia), se pasa a la lámpara bajo cuya luz esta persona -no aludida directamente- se encuentra. Es, por lejos, una de las figuras retóricas más bellas porque supone una presencia (animada) que explícitamente no está allí pero que implícitamente aparece gracias a esta trasposición. 
En los textos de Historia... abundan las hipálages, en consonancia con el espíritu todavía barroco, según la propia afirmación borgeana, de que está impregnado el libro. Pasemos revista a algunos ejemplos: 

-"Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros." (El sujeto de "pensativos cigarros" es tácito en esta oración y se encuentra explícito en la anterior; se trata de Lazarus Morell, el atroz redentor. El pensativo, por supuesto, es él). 

- "Su plan era de un coraje borracho." (Sigue refiriéndose al mismo Morell: nótese cómo funciona la hipálage desplazando las referencias. No se dice que Morell urdió su plan en plena borrachera si no que lo animaba un coraje "borracho", es decir, producto del alcohol, por tanto efímero, por tanto destinado al fracaso). 

- "Las riberas despavoridas" (Subtítulo de una de las partes de "La viuda Ching, pirata", que fue el que me dio la idea original de este posteo, por la genialidad de aludir al triunfo de "los seiscientos juncos de guerra y los cuarenta mil piratas victoriosos de la Viuda" sobre las aldeas de las riberas del Si-Kiang con esa simple construcción: no son sólo ya los habitantes de las márgenes de ese río los despavoridos por el poderío pirático sino las propias riberas. El pavor es tal que pasa de las personas al suelo del que éstas huyen). 

- "Al fin los dos ilustres malevos conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en la boca, la diestra en el revólver y su vigilante nube de pistoleros alrededor." (Nótese cómo una vez más lo importante es cómo se dicen las cosas y no tanto las cosas que se dicen: Borges, en lugar de decir "con su nube de pistoleros vigilantes alrededor" recurre a la hipálage y desplaza la referencia de 'vigilante' hacia la nube, es decir, hacia el conjunto compacto y cerrado de pistoleros, todos atentos al menor movimiento, que acompañaba a los gángsters. De este modo, se asegura no sólo la atención del lector sino que hace que una imagen convencional adquiera una fuerza inusitada: no es lo mismo "una nube de pistoleros vigilantes" -la opción lógica- que "su vigilante nube de pistoleros alrededor").

Creo que estos ejemplos bastan para comprender de qué se trata y cómo funciona este mecanismo verbal que puede realzar, con apenas una trasposición bien lograda, no ya una frase o un párrafo sino todo un texto. La literatura borgeana es pródiga en este tipo de recursos. En la misma Historia... abunda otra de sus "marcas de autor" que lo harían tan famoso y reconocido: la enumeración caótica, o por lo menos la enumeración acumulativa (si me permiten el pleonasmo) y desaforada que llegaría a su punto cúlmine en el cuento "El aleph" (¿No saben qué es un aleph? ¿ni un mizrah? ¿Todavía no lo leyeron? ¡Corran a leerlo! Lo pueden encontrar acá). 

Analía Pinto, una borgeana irredenta.

(*) Buscando este enlace me encuentro con que allí, en el posteo sobre Roberto Mariani, doy otra explicación acerca de qué es una hipálage y dicha explicación se comprende mejor que la que tan alambicadamente he dado ahora aquí. Sin embargo, dejo a cargo del lector elegir qué explicación le gusta o conviene más, puesto que ninguna de las dos es incorrecta ni se invalidan mutuamente, aunque la que doy en el posteo citado es, si la memoria no me engaña, más acertada. Pero reitero que no invalida la que ensayé aquí y, por ende, tampoco invalida el análisis realizado después. Lo anoto a título de sorprendente (je je) curiosidad. 

jueves, 4 de marzo de 2010

Que el mundo arda a través nuestro

Acabo de terminar de leer uno de los libros más vivificantes y estimulantes que he tenido el placer (el honor diría) de leer en mi existencia. Se trata de Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury. Por cierto que Bradbury es un autor lo suficientemente conocido como para no ser considerado un autor "abisal", pero estoy segura de que este libro es el menos frecuentado de su producción lo que constituye, sin el menor desmedro por el resto de su obra, una verdadera pena. 
Nada entusiasma más a un escritor que leer cómo otro escritor se las arregla para crear sus metáforas y sus mundos cada día (a propósito, les recuerdo este post y este otro). Nada entusiasma más que ver a un artista devoto de su obra y de su labor, comprometido firmemente con dar lo mejor de sí en cada momento, aferrado a convicciones imposibles de soslayar como las que mantienen a Bradbury produciendo todo el tiempo. Las mismas que sostienen todos los que han hecho algo que valga la pena de ser recordado en el mundo de la literatura. A saber: a escribir se aprende escribiendo. Y leyendo. Y corrigiendo. Sobre todo esto último. Sobre todo lo segundo. Pero muy especialmente lo primero.
Y entonces este libro llega a mí en el momento indicado. En el momento en que más ayuda preciso, en el que más vulnerable me encuentro porque hace ya tres años que mis musas están rebeldes, en perpetua huelga de brazos caídos y, peor aún, en completo silencio. En opinión de algunas personas que me conocen esto no es cierto y hasta consideran que incluso escribo demasiado (o bien, demasiado "largo"). No es así. Escribo muy poco y muy entrecortado, aunque este y mis otros blogs parezcan desmentirlo. Antes yo escribía poemas todos los días. Buenos, malos, pésimos, no importa. Los escribía. Brotaban, todos los días estaban allí. Y cuando no estaban o andaban remolones, yo salía a buscarlos armada de mi red invisible para cazar libélulas y mariposas, esos frágiles insectos de la psique. Y además soltaba algún que otro cuento, trabajos para la facultad, hasta un diccionario si era necesario. Yo escribía a diario. Y no me privaba tampoco de escribir en mi diario y mandar no menos de diez, quince o veinte mails escritos "a la vieja usanza", es decir, como cartas y no como telegráficos sms.
Pues bien. Todo eso dejó de funcionar hace aproximadamente tres años, meses más, meses menos. He buscado toda clase de ayudas y muchas dieron resultado. El taller literario de mi maestro Marcelo di Marco hizo florecer cuentos que yo nunca hubiera pensado escribir. Bien. Algún que otro poema incluso. Bien, otra vez. Luego, cuando fue evidente que el bloqueo no era sólo artístico sino emocional, vino al rescate El camino del artista, libro del que alguna vez tendré que dar debida cuenta en esta y en todas las páginas disponibles. Surgieron muchas cosas pero nada logró articularse aún en una obra. Poemas sueltos, sí. Textos varios, sí. Las invaluables páginas de la mañana, de acuerdo. Pero nada más. Las fuerzas de la represión interior seguían ganando la batalla. 
Entonces, este año, luego de mi vivificante viaje por Salta, decidí que las cosas no iban a seguir así. Que iba a buscar más ayuda, que iba a hacer otras cosas, que iba a intentarlo todo hasta recuperar, como un atleta fuera de training, el músculo fiel de la escritura. Me anoté en un taller virtual con la maravillosa poeta Laura Yasán, pero también concurrí a un seminario de géneros literarios, dictado por Gustavo di Pace, quien nos facilitó, tras la primera clase, esta auténtica perla (más bien un largo y deslumbrante collar) de sabiduría que es Zen en el arte de escribir de Bradbury. 
Lo notable es que acaso por la primera vez imprimí un libro recibido en formato .doc para poder empezar a leerlo de inmediato. Tan grande como el entusiasmo que Bradbury muestra por el acto creativo fue mi entusiasmo con el libro. Página tras página (esta vez, hoja A4 tras hoja A4) asistía maravillada a una de las declaraciones de amor más auténticas y fabulosas al arte de la escritura y a la creación en general. Renglón tras renglón, párrafo tras párrafo me encontré con frases para enmarcar y empapelar toda una habitación si fuera posible, porque no son sólo guías para escribir mejor o para decir mejor lo que uno quiere decir sino que son frases para regirse en la vida, para conducirse y aventurarse en ese oscuro bosque que es el mundo y sus habitantes.
Por eso hoy quiero compartir este entusiasmo con ustedes y acercarles algunas de ellas. Aunque hablen de la escritura o del proceso creativo están hablando de cómo superar los miedos, de cómo ser mejores personas (en un sentido "no ñoño", entiéndase), de cómo lograr esa intensidad que ninguna rutina ni ningún trabajo pueden opacar jamás. Están hablando de la pasión en su estado más puro, de la pasión que nos lleva a sublimar y transformar en oro puro, en la auténtica piedra filosofal, aquello que de otro modo nos heriría sin cesar y nos llevaría (como efectivamente nos lleva si lo dejamos) al aburrimiento, la pereza, la cretinización y la dejadez. 
Vengan conmigo y aprecien estas delicadas, ardientes e impetuosas maravillas condensadas en frases concisas y estimulantes, celebraciones tan apolíneas como dionisíacas: 

  • "Escribir es una forma de supervivencia."
  • "Garra. Entusiasmo. Cuán raramente se oyen estas palabras. Qué poca gente vemos que viva o, para el caso, crea guiándose por ellas."
  • "El primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos."
  • "Hoy por la tarde incendie usted la casa. Mañana vierta fría agua crítica sobre las brasas ardientes. Para cortar y reescribir ya habrá tiempo mañana. Hoy, ¡estalle, hágase pedazos, desintégrese!"
  • "Adonde se mire en el cosmos literario, todos los grandes están atareados en amar y odiar. ¿Ha abandonado usted esta ocupación básica por obsoleta para su escritura? Entonces se pierde una buena diversión. La diversión de la ira y el desencanto, de amar y ser amado, de conmover y ser conmovido por este baile de máscaras en el que giramos desde la cuna hasta el cementerio. La vida es corta, la desdicha segura, la muerte cierta."
  • "Saltar, correr, congelarse. En su capacidad de destellar como un párpado, chasquear como un látigo, desvanecerse como vapor, aquí en un instante, ausente en el próximo, la vida se afirma en la tierra."
  • "¿Qué podemos aprender los escritores de las lagartijas, recoger de los pájaros? En la rapidez está la verdad. Cuanto más pronto se suelte uno, cuanto más deprisa escriba, más sincero será. En la vacilación hay pensamiento. Con la demora surge el esfuerzo por un estilo; y se posterga el salto sobre la verdad, único estilo por el que vale la pena batirse a muerte o cazar tigres."
  • "Es mi opinión que para Conservar a una Musa primero hay que ofrecerle comida. (...) a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, visiones, olores, sabores y texturas de personas, animales, paisajes y acontecimientos grandes y pequeños. Nos llenamos de impresiones y experiencias y de las reacciones que nos provocan. (...) De esta materia, de este alimento se nutre la Musa. Ése el almacén, el archivo, al que hemos de volver en las horas de vigilia para cotejar la realidad con el recuerdo, y en el sueño para cotejar un recuerdo con otro, lo que significa un fantasma con otro, y exorcizarlos si hace falta."
  • "Cuando la gente me pregunta de dónde saco las ideas me da risa. Qué extraño... Tanto nos ocupa mirar fuera, para encontrar formas y medios, que olvidamos mirar dentro."
  • "Todo lo más original sólo espera que nosotros lo convoquemos."
  • "Lea usted poesía todos los días. (...) En los libros de poesía hay ideas por todas partes; no obstante, qué pocos maestros del cuento recomiendan curiosearlos."
  • "¿Por qué esta insistencia en los sentidos? Porque para convencer al lector de que está ahí hay que atacarle oportunamente cada sentido con colores, sabores y texturas. (...) Al lector se le puede hacer creer el cuento más improbable si, a través de los sentidos, tiene la certeza de estar en medio de los hechos."
  • "Viviendo bien, observando a medida que vive, leyendo bien y observando a medida que lee, usted ha nutrido su Identidad Más Original. Mediante el entrenamiento, el ejercicio repetido, la imitación y el buen ejemplo ha creado un lugar limpio y bien iluminado para conservar a la Musa."
  • "Hacia los catorce o quince años, mucha gente ya ha sido apartada de sus amores, de sus gustos antiguos e intuitivos, uno a uno, hasta que al llegar a la madurez no les queda nada de alegría, de garra, de entusiasmo, de sabor."
  • "Cuanto más hacía, más quería hacer. Uno se vuelve voraz. Le entran fiebres. Conoce júbilos. De noche no puede dormir porque la criatura bestial quiere asomar y hace que uno se revuelva en la cama. Es un magnífico modo de vivir."
  • "Sin fantasía no hay realidad. Sin estudios sobre pérdidas no hay ganancias. Sin imaginación no hay voluntad. Sin sueños imposibles no hay posibles soluciones."
  • "La deliberación es enemiga de todo arte, sea la actuación, la escritura, la pintura o la propia vida, que es el arte más grande."
  • "Nunca pasamos nada por alto. Somos copas que se llenan constante, silenciosamente. El truco consiste en saber volcarse para que la belleza se derrame."
  • "A los amigos que escriben siempre he intentado enseñarles que hay dos artes: primero, terminar una cosa; y luego el segundo gran arte, que es aprender a cortarla sin matarla ni dejarle ninguna herida."
  • "El artista aprende a omitir. (...) A menudo su arte está en lo que no dice, lo que omite, en la habilidad para exponer simplemente con emoción clara, y llevarla a donde quiere llegar."
  • "Lo que estamos intentando es encontrar una forma de liberar la verdad que todos llevamos dentro."
  • "Que el mundo arda a través de usted."
Analía Pinto

jueves, 25 de febrero de 2010

¿Quién doma a quién?

Por razones que ya no viene al caso explicar he estado sin postear aquí en los últimos seis o siete meses. Por razones que tampoco viene ya al caso explicar, he decidido ponerle fin a esta prolongada ausencia. Y he elegido, para el operativo retorno, un libro que en su momento causó un enorme revuelo y que luego cayó, al menos por estas pampas, en el más oscuro olvido, a pesar de que se reeditó no hace muchos años y de que su autora prosiguió publicando otros ensayos tan polémicos como este, novelas y obras de teatro. 
¿Qué es una mujer? se pregunta Esther Vilar en El varón domado (Grijalbo, Buenos Aires, 1973). Y se responde: "una mujer es un hombre que no trabaja". Ésta es una de las tantísimas frases-granadas que se encuentran en aproximadamente cada página del libro. Vilar hizo lo que hasta ese momento (la primera edición es de 1971, tengamos este dato siempre presente) nadie había hecho: desenmascarar a las mujeres. No somos, como se ha dicho y repetido desde tiempos inmemoriales, las pobrecitas víctimas explotadas y subyugadas por los hombres tiranos sino sus más despiadadas explotadoras, más incluso que sus capitalistas patrones.
Vilar ofrece argumentos sólidos como la roca para probar sus polémicos asertos. Pero, también, justo es reconocerlo, abusa un tanto de las posturas maniqueas y exagera ligeramente en algunas cuestiones. Así y todo, es difícil no ver cuánta razón hay en sus palabras, qué cerca de la verdad se encuentra y qué poco hemos entendido, al menos las mujeres, acerca de nosotras mismas. Tampoco es difícil no ver la ironía feroz y el humor mordaz que salpican convenientemente las páginas de un libro que, a pesar de la sorpresa de su autora, estaba destinado a ser un best-seller y a generar altas dosis de polémica incluso a casi cuarenta años de su primera edición. 
¿Dónde radica el secreto de El varón domado? No sólo en lo polémico por transgresor o desestabilizador de sus manifestaciones, sino en el tono lapidario de algunas de sus sentencias. Muy acertadamente, Vilar utiliza un lenguaje despojado, no carente de términos técnicos, pero en absoluto abstruso o complicado y le elimina cualquier posible floritura o adorno para hacer aún más fuertes y claras sus aserciones. Veamos algunos ejemplos breves (y algunos de ellos, debo decir, a riesgo de que me lluevan piedras de todos lados, irrefutables): 

- "Sobre la sencilla base de que el hombre es un hombre y ella es algo enteramente distinto, a saber, una mujer, la mujer hace sin el menor escrúpulo que el varón trabaje para ella siempre que se presenta la ocasión."

- "Las mujeres no ejercitan sus disposiciones intelectuales, arruinan caprichosamente su aparato pensante y, tras pocos años de irregular training del cerebro, llegan finalmente a un estadio de estupidez secundaria irreversible."

- "Las mujeres pueden elegir, y eso es lo que las hace tan infinitamente superiores a los varones. Cada una de ellas puede elegir entre la forma de vida de un varón y la forma de vida de una criatura de lujo tonta y parasitaria. Casi todas ellas optan por la segunda. El varón no tiene esa posibilidad de elegir."

- "Hagan lo que hagan para impresionar a las mujeres, los varones no cuentan en el mundo de éstas. En el mundo de las mujeres no cuentan más que las mujeres."

- "El varón necesita a la mujer para someterse a ella. Y con objeto de no tener que despreciarse a sí mismo, lo intenta todo para dotar a la mujer de cualidades que justifiquen su propia sumisión."

Todo lo anterior, ha sido extraído de las primeras treinta páginas del libro. Con una precisión admirable, el tono asertivo y lapidario se mantiene hasta el final, y se encarniza -muy apropiadamente- cuando se refiere a las mujeres norteamericanas como las mayores y más exitosas "explotadoras" del planeta así como también las mujeres "más falsas", en tanto son puro perifollo y arreglo externo y superficial (y cero cerebro, desde luego). 
He tenido este libro desde hace años en mi biblioteca (así como otros de la Vilar que procederé a leer inmediatamente: El varón polígamo, continuación de éste y su novela La matemática de Nina Gluckstein) y nunca le había prestado demasiada atención. Lo había comprado porque sabía de todo el revuelo que se había armado en su momento, pero nunca lo había tenido en cuenta para leerlo y ver qué decía. Grande fue mi sorpresa cuando al leerlo comprobé que muchos de mis pensamientos acerca del mundo femenino se encontraban allí, tan prístinos y claros que casi daba miedo (y una gran excitación) seguir leyendo. Baste decir que lo liquidé en apenas tres días y que me quedé anonada al comprobar, al mismo tiempo, como muchas de las conductas "explotadoras" más reprobables están insertas y activas en mí, que me he considerado siempre lo anti-femenino en el sentido mismo que lo expone Vilar.
Siempre pensé que la gran mayoría (no todas, por supuesto; gracias a Dios trabajo rodeada de mujeres sabias, bravas e inteligentes y no por eso menos "bellas" o "atractivas", como una gran parte del discurso oficial nos quiere hacer creer todavía) de las mujeres era idiota e ignorante por decisión propia. En los medios en los que me movía (familia, amigas, conocidas) veía siempre que estas mujeres infradotadas, no por la naturaleza sino por su propia dejadez, cultivaban con gran esmero la tontería más grosera y aparatosa y renunciaban voluntariamente al saber "para ser madres" o "para dedicarse completamente a la casa". ¿Quién, en su sano juicio, puede creer que dedicarse a la casa es una tarea digna o interesante? ¿Qué tan ciego e insensible hay que ser para no darse cuenta de que las tareas de la casa son una de las cosas más denigrantes que existen? ¿Y cómo es posible que con todos los adelantos tecnológicos con que se cuenta hoy día siga habiendo mujeres decididamente ignorantes e idiotas, que ni siquiera aunque trabajen o estudien logran alcanzar un mínimo de brillantez intelectual?
Desde luego, es posible porque todo el sistema, tal como lo plantea Vilar, está pensado para servir siempre a los intereses de las mujeres, a saber, procurarse un hombre que las mantenga a ellas y a sus crías de por vida o por el mayor tiempo posible. Siempre me negué, de plano, a aceptar una cosa así (aquí mis mordaces compañeros podrían agregar "¡por eso no tenés novio!") porque siempre pensé que era una degradación moral esperar una cosa así de otro ser humano. Y sí, tal vez por eso no tenga novio o no me haya casado pero es que me niego, me rehúso y me resisto a creer que la única manera de conseguir interesar a un hombre sea o bien jugando el papel de nena tonta e indefensa que no puede hacer nada sola o bien el de una terrible y sensual vampiresa dispuesta siempre a cumplirle todas las fantasías (sexuales, por supuesto). 
El libro de Esther Vilar viene justamente a denunciar este estado de cosas que prosigue en el presente aunque haya ligeramente cambiado y hoy día muchas más mujeres trabajen, ocupen puestos de poder (pero mejor no opinemos de eso...) y cultiven verdaderamente su inteligencia (y no que se aprenden un par de cosas de memoria "para zafar" y nada más). 
En una ocasión asistí, horrorizada, a una discusión propia de imbéciles o retardados mentales, desde luego entre mujeres. Una de ellas se había casado recientemente y toda su aspiración en la vida parecía ser convertirse en la mujer perfecta, léase "el ama de casa perfecta" puesto que en su estrecha y condicionada mente no cabía la idea de que una mujer pudiera ser otra cosa. Toda su cháchara y parloteo incesante se dirigía una y otra vez hacia lo mismo y la bendita discusión que tuve el horror de presenciar giraba en torno a si debían o no plancharse las sábanas. Y en caso de que se plancharan, cuál era el mejor modo de doblarlas para que no se arrugaran. ¡Qué festival de sabiduría se necesita para debatir semejante cosa! El solo hecho de que esa "discusión" tuviera lugar demuestra hasta qué punto se puede ser "una criatura tonta y parasitaria" tal como lo sostiene Vilar. Para mis adentros yo me decía "si eso es ser una mujer, yo no quiero ser mujer!". Hoy día sigo pensando lo mismo, pero lo matizo del siguiente modo: no quiero ser esa clase de mujer, me resisto con todas mis fuerzas a ser una "mujer" cuya máxima preocupación es cómo se debe doblar una maldita sábana. 
Para finalizar -y abrir la polémica- transcribo un párrafo de un reportaje realizado a Esther Vilar, quien ahora vive en Inglaterra, y prosigue denunciando lo que el establishment, los medios y muchas otras corporaciones no quieren que veamos: 

“El tema de fondo en todo lo que escribo –dice– es el miedo a la libertad, por el cual vamos haciendo tantos contratos y siguiendo tanto a líderes políticos, ideológicos y religiosos. Una de las principales causas de los males de esta tierra es que siempre tenemos que seguir a alguien, por el pánico de asumir la responsabilidad de elegir y equivocarnos en la elección. Lo que queremos, en el fondo, es estar en una comunidad en la que todos nos portemos igual y que lo que sea bueno o malo sea definido desde afuera. Pero la libertad es la responsabilidad absoluta por nosotros mismos. Es saber que posiblemente vayamos a morir solos, y si no creemos en otra vida, en que la muerte es sólo mudarse de una casa a otra más cómoda, es algo bastante duro”.

Analía Pinto