jueves, 22 de abril de 2010

Ese coronel Mansilla lindo

Fue: sobrino de Rosas, periodista, militar, escritor, gobernador de Chaco, diplomático, dandy, comandante de frontera, lector compulsivo, conversador pertinaz, hombre de mundo, niño temeroso y asombrado, degustador de tortillas de huevo de avestruz y de numerosos platos de arroz con leche, calavera, pillo, aventurero, infatigable orador, padrino de varios hijos de caciques indios, disperso, digresivo y maravilloso autor de uno de nuestros libros más extraños y fundamentales, Una excursión a los indios ranqueles (1870), producto de su osadía y su irrefrenable curiosidad. Todo eso y mucho más, fue Lucio Victorio Mansilla, uno de mis escritores argentinos favoritos por lejos. 
Vivió en una Buenos Aires que ya no existe pero cuyas trazas aún pueden vislumbrarse en ciertos edificios públicos y en ciertas calles del barrio de San Telmo. Ajeno a las contiendas políticas que sobrevinieron tras la revolución de Mayo, padeció el exilio y el destierro sólo por sus notorios lazos de sangre. Sin embargo, nunca estuvo de acuerdo ni apoyó a su malhadado y famoso tío, a quien supo describir como nadie nunca jamás en toda nuestra literatura. Después, cuando las aguas se calmaron y cuando la generación del 80, de la que es uno de sus mayores representantes, entró a pisar fuerte tuvo el suficiente olfato político para apoyar siempre a los candidatos ganadores, aunque nunca nadie lo recompensó con los cargos importantes con los que él, como buen iluso, soñaba.
Porque Mansilla era un niño ingenuo, tan asustadizo como curioso, tan respetuoso como atrevido, tan galante como recatado, que iba por el mundo con el mismo asombro con que Adán debió recorrer el paraíso en los primeros días de su creación. Mansilla todo lo ve, todo lo registra, nada se escapa a su visión panorámica que le permite ver tanto la más frágil de las hojas como el más frondoso de los bosques. Precursor, visionario, intelectual verdaderamente preocupado por el destino de su pueblo como del de la humanidad, habló del gaucho antes que Hernández y dejó imborrables retratos sobre los indios ranqueles, a los que conoció en su más próxima intimidad. Como Sarmiento, con quien alternativamente se peleó y se amigó y se volvió a pelear, consideró la historia de nuestra incipiente nación como el enfrentamiento insalvable entre la civilización y la barbarie pero nunca creó, como el gran sanjuanino, que la civilización estuviera solamente del lado de los "blancos", sino que en más de una ocasión reconoció el alto grado de sensatez y civilidad que reinaba entre los indios, los pretendidos "salvajes", incluso más austeros y refinados que los gauchos, esos otros marginados. 
Se vestía como un parisino, usaba un bastón -prefiguración borgeana- y un sombrero ladeado al estilo Walt Whitman, cuando no monóculo y galera. Su característica barba, larga y luego blanca, lo acompañó desde siempre, así como su inusitado ego. Hay quienes lo tildan de frívolo. No lo fue. Mansilla es y será siempre el actor principal de la tragicomedia de su propia vida, tragicomedia que lo excede y que necesita contar, incesantemente, a los otros. De ahí que sus escritos, que toda su literatura sea una exaltación continua de su propia persona. Sucede que su vida fue tan pletórica en conocimientos, aventuras, disparates, calaveradas, riesgos, duelos, lances, polémicas y sinrazones que lo que en otros podría resultar hartante a las cinco líneas en Mansilla se convierte en un festival de gracias, anécdotas, cuentos, referidos, sucesos, amoríos, pasiones, encuentros y desencuentros que no cesa de maravillar un segundo, aún cuando sus frecuentísimas digresiones hagan perder, siempre, el hilo de todos sus relatos. No interesa. Precisamente allí radica el originalísimo estilo de Mansilla. 
Su padre descubrió que, en lugar de ocuparse del saladero que le había encomendado, el joven Mansilla leía el Contrato social con absoluta despreocupación. Rápidamente, por su seguridad (gobernaba su dictatorial tío) lo despachó en un vapor con destino a Calcuta. Mansilla pasó dos años viviendo y recorriendo Oriente, cuando sólo tenía diecisiete años de edad. Retornó en vísperas de Caseros y la entrevista que entonces mantuvo con su tío quedó inmortalizada en la causerie "Los siete platos de arroz con leche", único momento de la literatura nacional donde, como bien señala Abelardo Castillo, "se lo ve, se lo siente" a Rosas. No hay más que remitirse a este fragmento para comprobarlo: 

"Mi tío apareció: era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoléonico, de gran talla; de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas, poco arqueadas, de movilidad difícil; de mirada fuerte, templada por el azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones; sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible. (...)
Agregad a esto una apostura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas, sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia del que toma su embonpoint, o sea su estructura definitiva, un traje que consistía en un chaquetón de paño azul, en un chaleco colorado, en unos pantalones azules también; añadid unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos, y unas manos perfectas como forma, y todo limpio hasta la pulcritud, y todavía sentid y ved, entre una sonrisa que no llega a ser tierna, siendo afectuosa, un timbre de voz simpático hasta la seducción y tendréis la vera efigies del hombre que más poder ha tenido en América y cuyo estudio psicológico in extenso sólo podré hacer yo; porque soy sólo yo el único que ha buscado en antecedentes, que otros no pueden conseguir, la explicación de una naturaleza tan extraordinaria como ésta."

¿Quién puede permanecer indiferente ante semejante descripción de semejante personaje? La advertencia del final fue cumplida por Mansilla: dio cuenta de ella en su libro Rozas. Ensayo histórico-psicológico, donde puede verse que las particularidades de Rosas (el apellido original de la familia se escribe con z, pero fue el propio Rosas quien, rebelándose, comenzó a firmar su nombre con s) no nacieron del aire sino de su muy particular madre, entre otros integrantes importantes de su familia. 
La pluma de Mansilla es vivaz e incansable. Locuaz, dicharachero, parlanchín, da la impresión de estar aquí y en todas partes al mismo tiempo o de ser uno y varios a la vez, como puede verse en una de las imágenes que ilustran este post, una de las más famosas entre las muchas que se tomó en la casa de fotografía Witcomb. En efecto, puede decirse que Mansilla conversaba con sus ocasionales interlocutores (todos sus libros, todas sus causeries están dedicadas a alguien en particular), pero también conversaba incansablemente consigo mismo. Quizá no llegara a grandes o notables conclusiones, quizás tenía la manía de dejar las cosas en un callejón sin salida o en forma aporética, como diría la filosofía clásica, pero siempre se puede tener la certeza de que Mansilla nunca dejaba de percibir y trasmitir todas las aristas, vértices y lados de un asunto. 
Entre-nos, causeries de los jueves es el libro que me ha movido a escribir sobre Mansilla. Son, como las Aguafuertes porteñas de Arlt, una prefiguración de lo que una servidora y tantos otros hacemos día tras día en nuestros blogs: hablar de aquello que nos interesa, impacta, pasa o trasciende, sin mayores pretensiones que esas (y que nos lean, en lo posible). Las causeries, que salían todos los jueves, (¡como este blog!), comenzaron a publicarse en el diario Sud América y en 1888 fueron recogidas en libro. 
Leí Una excursión... para la facultad, hace ya diez años y desde entonces quedé prendada. Pero en las causeries (en francés, conversaciones) aparecen muchos de los rasgos más notorios y "extraños" para la literatura del momento: además de sus eternas digresiones, Mansilla realiza, sin ningún pudor y con total desparpajo, comentarios metatextuales (como "Tengo barruntos de que todo esto -refiriéndose a su descripción de un mercado de mujeres en África- no lo entretiene mucho, que digamos, al lector"); traslitera las maneras lingüísticas de la charla de salón o entre amigos al papel ("vean ustedes lo que pasó:" y tras esos dos puntos despliega con su relato); interrelaciona su narración presente con hechos contados en sus libros pasados ("Y ya que hablamos confidencialmente, les diré a ustedes que es cierto lo que cuento en mi Excursión a los indios ranqueles, que un perro me desarmó una vez, quitándome la escopeta...") o con hechos que aún no ha revelado y que se guarda para sus Memorias o para su libro sobre Rosas; intercala numerosas palabras y expresiones en otros idiomas, además de señalar en qué casos una palabra ya sancionada por el uso entre nosotros no está en el Diccionario de la Real Academia Española, como una especie de protesta o advertencia irónica; discute consigo mismo la tipología textual a la cual adscribir algunas de sus causeries ("Establezcamos, pues, las proposiciones, materia de este escrito o carta, plática o estudio, memento o crítica"); reproduce cartas donde se lo alaba así como cartas enviadas a su padre con el solo objeto de demostrar la gran estima que se le tenía; en definitiva, rompe con todo lo que hasta ese momento y aún hoy día era considerado indispensable para el decus literario: hace gala de efusión, de profusión, de sagacidad, de veleidad, y todo con un humor tan tierno e incomparable que hace imposible, para el lector, no aquerenciarse con semejante personaje que excede todos los límites del más aséptico "narrador". 
Se casó primero con una de sus primas, de la que tuvo varios hijos, todos los cuales fallecieron. Vale decir que sobrevivió a todos sus hijos y esta inmensa tragedia no lo amilanó ni un segundo, aunque la tristeza profunda pueda siempre percibirse por detrás de las fáciles anécdotas o las simpáticas chacotas con las que siempre adorna su prosa fluida y entrecortada a la vez. Volvió a casarse en segundas nupcias con una mujer mucho más joven que él, su compañera hasta el fin de sus días. Vivió sus últimos años en la Ciudad Luz, donde su espíritu cosmopolita se sentía más a gusto, aunque quizá no tan a gusto como en el toldo del cacique ranquel Mariano Rosas o en los campos de batalla de la guerra del Paraguay o en su amada Buenos Aires, a la que vio crecer y convertirse en una sucursal europea en poco tiempo. No vio, sin embargo, los fastos del Centenario y falleció cuando la Argentina estaba a punto de convertirse en algo muy distinto a todo lo que él había vivido. 
Las palabras que le reservó un francés aporteñado como Groussac lo describen acaso mejor que muchas otras y con ellas quiero cerrar este post, luego de estar casi dos semanas en la trepidante y deslumbrante compañía del coronel Mansilla, "ese coronel Mansilla lindo, ese coronel Mansilla toro" como le decían los ranqueles: 

"(...) Mansilla ha sido periodista, explorador, diputado al Congreso, iniciador de vastos proyectos y empresas, escritor fácil de obras difíciles que revelan actividad asombrosa y variadas aptitudes; sobre todo y ante todo, un gran viajero ante lo Eterno, así en lo material como en lo moral. Inquieto a natura y nómade por elección: 'piedra movediza que no recoge musgo', pero que, redondeada y pulida por los roces externos, si no queda incrustada en un pilar del edificio colectivo, tiene su puesto entre los adornos del interior. Excursionista del planeta y de las ideas, ha enriquecido su personalidad con todos los exotismos de la civilización, y ha sido su misión esencial, después de cada gira nueva, derramar sus experiencias en monólogos chispeantes y profundos, o en páginas sueltas casi tan sabrosas como sus pláticas. Así ha disipado su existencia y su talento, ¡pero ha vivido! Ha compuesto su vida como un poema romántico, en lugar de desempeñar, como nosotros, el modesto papel asignado por el destino. Y si es cierto que Byron envidiaba a Brummel, ¿cómo no admirar al que logró amalgamar en su persona al parisiense y al criollo, al gentil hombre y al comandante de frontera, al duelista y al caseur de salón, al escritor moralista y al feminista profesional, al descubridor de minas y al cateador de ideas, al autor de dramas y al actor de tragedias?"

Si me preguntaran a quién deseo conocer en el más allá, contestaría que sin lugar a dudas a Lucio V. Mansilla, quien, estoy segura, se pondría a flirtear conmigo en menos de cinco segundos...

Analía Pinto

jueves, 1 de abril de 2010

Los lectores voraces

Desconfío de cualquier escritor que no sea un lector voraz. Difícilmente pueda ser un buen escritor si antes no ha sido un devorador consumado de páginas impresas. Nótese que digo "páginas impresas" y no libros: porque un lector voraz lee cualquier cosa, hasta las etiquetas de los productos de limpieza, y allí encuentra siempre la felicidad. No importa qué lea, basta que lea. Claro que si lee libros, le irá mejor. Y si encima lee literatura de la buena, es muy difícil que no termine siendo no ya un buen escritor sino un gran escritor. 
De ahí mi deleite e instantánea comunión con Ernesto Schoo, un lector empedernido que, al igual que Borges, no se jactó de las páginas que había escrito sino de los libros que había leído. No figuraba en el listado original de autores a reseñar para el diccionario que tuve el honor de hacer. Una servidora lo agregó en el último momento posible, cuando ya faltaba nada para que el documento fuese sometido a corrección de estilo. Aún no lo había leído, pero sabía que tenía que estar, que era un periodista reconocido, que su nombre no podía faltar. La última vez que fui al mar, en el verano del 2009, en una librería de Santa Teresita, atestada de revistas y con unos poquísimos libros, di con este libro suyo: Pasiones recobradas. La historia de amor de un lector voraz (Sudamericana, Buenos Aires, 1997). ¿Qué lector voraz podría resistirse a leer la "historia de amor" de otro lector voraz? Ninguno, y yo menos. Lo compré de inmediato. Pero recién lo leí a fines del año pasado, en unos cuantos (o, mejor dicho, unos pocos) viajes en tren. Y me fascinó, desde luego. 
¿Por qué doy por sentada la fascinación con ese petulante "desde luego"? Porque, tal como suponía, tengo un espíritu afín al suyo, circulo literariamente por caminos similares, me muevo y participo en esas mágicas esferas donde las letras mandan, los párrafos se corrigen unos a otros y las páginas pasan incesantemente y a cada paso dejan su poso de sabiduría y felicidad en eso que podríamos llamar, no sin algún escándalo, el alma. Los lectores voraces nos reconocemos de inmediato unos a otros porque compartimos un mismo código, similares costumbres, ritos de pasaje muy parecidos. Lo mismo me está pasando ahora con el libro que los cacos del sábado pasado no pudieron robarme, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. He allí eso que los ingleses llaman otro "kindred spirit". 
¿Y cómo es posible esta fascinación de una escritora nacida en 1974 por un escritor nacido en 1925? ¿No hay mundos enteros de distancia, no hay generaciones de por medio, no hay incluso diferentes épocas entre uno y otra? Sí, pero eso no importa. No reviste el menor interés porque lo que nos une es ciertamente inagotable y atemporal. Es la literatura, es el amor por la palabra, el gusto por la música y la poesía del lenguaje, la magia insobornable de la lectura. Cuando algo así se manifiesta no hay tiempo ni edad posible. Por eso puedo admirar su prosa y disfrutar leyéndolo a él tanto como puedo disfrutar a mi adorado Cayo Valerio Catulo, con quien me separan ya más de dos mil años de letras e historia, por poner un solo ejemplo. Como ya dijera Eliot, y como nunca voy a cansarme de repetirlo, hay una secreta comunión que enlaza a todos los poetas y escritores de todos los tiempos y esa comunión es el acto de escribir, que es, a mi juicio, inseparable del acto de leer
Así lo cree también, estimo, don Ernesto Schoo. En Pasiones recobradas se recopilan las notas que publicara para el suplemento cultural del diario El Cronista en los años 90. Divididas en varias secciones ("Pretérito anterior" recoge notas sobre autores como Oscar Wilde o Marcel Schwob; "Presente perpetuo" presenta vívidas estampas de autores argentinos a los que Schoo frecuentó como Manuel Puig o Juan Rodolfo Wilcock; la sección "Pasiones recobradas", que es mi favorita, repasa las vidas de autores como Flaubert o Colette y de mujeres fabulosas y escandalosas como Alma Mahler, Isak Dinesen o Marguerite Duras; por último, en "Literatura y compañía", aborda otras cuestiones relacionadas con la literatura como el diablo o la pintura, y también, a la manera de las Vidas paralelas de Plutarco pone en tensión las vidas y recorridos de algunos escritores coetáneos pero en las antípodas estéticas unos de otros como Julio Verne y H. G. Wells o Gabriele D'Annunzio y Luigi Pirandello), estas notas se dejan leer con fluidez y deleite, acaso porque fueron pensadas para un soporte distinto al del libro, pero con la rigurosidad no exenta de amenidad que requiere cada caso. 
Mis notas favoritas, como dije, están en la sección titulada igual que el libro, aunque por supuesto el libro me gustó en su totalidad. Sólo que en esa sección se cuentan las vidas de algunas escritoras y otras chicas malas, como la eterna musa y novia del viento Alma Mahler, con las que una servidora se siente plenamente identificada: cuando su autoestima está alta, pensando que el día que se escriba su biografía podrán decir, al igual que de la vida de una Colette, por ejemplo, que su vida fue una auténtica novela, llena de amores tempestuosos y desaforados, con dramas y pasiones desatadas por doquier; cuando su autoestima está baja, pensando que así es como quiere ser recordada y no como una oscura muchachita que alguna vez ganó un modesto premio de poesía, era querida por sus gatos y sus amigos y amada por algún músico cuyo nombre no llegó a trascender a pesar de todos sus esfuerzos. 
En este sentido, la nota sobre Alma Mahler, esposa-compañera-musa inspiradora-hetaira (como bien la llama Schoo) y otras designaciones similares no sólo del músico Gustav Mahler, sino también del escritor Franz Werfel y de los pintores Gustav Klimt y Oscar Kokoschka (anche "amiga" -y nada más, dicen- de Walter Gropius), es una de las que más me ha impactado, por el recorrido amoroso de esa mujer a la que, al parecer, nadie con talento podía permanecer indiferente. Hay mujeres que sólo buscan casarse con un hombre bueno y tener a sus hijos. Habemos otras que no buscamos nada de eso y, en cambio, deseamos ser las "musas inspiradoras" (si tal bella patraña existe) de hombres de verdadero genio, de hombres especiales, de hombres llamados a grandes cosas, de hombres a los que una, en primer lugar, tenga que declararse vencida ya sea por sus dotes musicales, literarias, pictóricas, artísticas o lo que fuera. Yo pertenezco a estas últimas, como Alma Mahler y como la atormentada Lou Andreas Salomé, a quien Schoo también cita en esta nota.
Pero otra nota de esa misma sección asedió mi corazón siempre sediento de historias y vidas asediadas por la pasión, la lujuria, el atrevimiento, la literatura, la rebelión y la desfachatez. La nota sobre Marguerite Duras, una escritora sobre la que sin duda deberé hablar aquí en algún momento, tocó también mis fibras más sensibles. Schoo analiza allí uno de los libros capitales de Duras que aún no tengo el gusto de poseer, Escribir. Y dice cosas como: 

"Tentación irresistible de escribir como ella, a la manera de ella, de Marguerite Duras. A sacudones, a fragmentos, con temblores y retrocesos y reiteraciones." 

"Ella va segregando sus libros como la araña su tela, desde el vientre, pero sin el previo diseño platónico de la tela, que la araña lleva en sí desde que nace. La suya es una tela intrincada y deshilachada, asimétrica, con dibujos inesperados, con remiendos. Igual que la vida de su autora. Igual que la vida de todo ser humano."

"El tema central de Escribir no es, en realidad, la escritura sino la muerte. Contra la cual se alza la escritura, para asegurarnos, aunque resulte una mentira piadosa, una trascendencia más allá del polvo devuelto al polvo."

"Escribir, escribir sin pausa era el único modo que conocía de detener la ruina total. Palabras, palabras para conjurar el tiempo, para sobornarlo, obligándolo a tomar el camino más largo y sinuoso y lleno de obstáculos: para disuadirlo, por un instante, de su implacable tarea de roedor.
Ella sabe que únicamente el amor puede derrotar al tiempo. Pero el amor dura poco y el tiempo sigue fluyendo de nosotros hacia el agujero negro por donde se desagota el universo entero. Por eso hay que renovar el amor, amar siempre. Amar más al amor que a las personas en quienes pasajeramente se encarna. Las personas son transitorias, el amor es perdurable, siempre igual a sí mismo a través de los muchos rostros -y muchos cuerpos- que asume a lo largo de una vida: máscaras para la representación en el gran teatro del mundo. Ella perseguirá siempre, sin pausa, el rostro verdadero debajo de la máscara."

Si después de leer lo precedente no les dan ganas de a) conseguir el libro de Ernesto Schoo para leer la nota completa, así como todas las demás notas, y b) conseguir con carácter de urgencia el libro de Marguerite Duras, no sé qué están haciendo acá, han debido de llegar por algún error cibernético, pues es este no es lugar para tibios ni indiferentes.

Analía Pinto, lectora voraz