jueves, 24 de junio de 2010

Compendio de técnica y oficio literarios

Ya he escrito sobre él aquí, pero qué le vamos a hacer: los genios son inagotables. Será la primera vez que vuelva a escribir sobre un mismo autor aquí, pero qué quieren que les diga: este tipo me puede. Este ñato me encanta. Este genio me subleva de amor, pasión y admiración en su misma genialidad y me impulsa a escribir sobre él y sobre lo que me provoca para después ir y desparramar por el mundo la noticia. La noticia de que Roberto Arlt es un genio, ni más ni menos. La noticia de que su lucidez es tan implacable y certera que sigue iluminándonos más de sesenta años después de su óbito físico. La noticia de que no necesitó pasar por ninguna universidad para sacar chapa de pensador ni de artista, mucho menos de escritor o periodista. Lo único que necesitó es lo que todos aquellos que nos dedicamos a las letras necesitamos: mucha lectura, mucha escritura y toneladas de fina observación. 
Porque el tipo, con su jopo eternamente despeinado, era un observador de lo más artero que se puedan imaginar. Pienso que nada escapaba a su mente ágil, curiosa, cruel y bravucona. Todo lo que pasaba por ese caletre no caía en un pozo sin fondo si no en una aceitada maquinaria del pensamiento y la razón, coronada por un espíritu tan sensible que le impedía caer en el pedantismo y la soberbia al uso. Porque si bien él era bravo, polémico, incluso intransigente, nunca fue soberbio ni pedante ni mal tipo. 
Todo esto se ve, como en un palimpsesto, leyendo sus maravillosas aguafuertes porteñas, esas mismas que en el otro posteo arltiano de este blog sostuve que tienen el mismo principio activo que éstos. Filias, fobias, impresiones, meditaciones, denuncias, notas de color, ejercicios lexicográficos, diatribas, críticas de espectáculos y reseñas de libros, narraciones y reflexiones teóricas inundan esa maravillosa columna diaria que Arlt escribió hasta un día antes de morir y que ni siquiera sus viajes interrumpieron. Las Aguafuertes porteñas son, sin lugar a dudas, pepitas de oro que entregan luz perpetua sin encandilar jamás los ojos de los leyentes. 
Todos los temas se dan cita allí: la literatura nacional ("Sociedad literaria, artículo de museo", "El conventillo de nuestra literatura"); el idioma nacional ("El idioma de los argentinos", "Divertido origen de la palabra 'squenun'"); los personajes de la nueva urbe cosmopolita en que se convertía rápidamente Buenos Aires ("El asaltante solitario", "Siriolibaneses en el centro"); la desidia y ruindad de los políticos ("Cosas de la política", "La sonrisa del político"); la revolución del 30 ("¡Donde quemaban las papas!", "Balconeando la revolución"); la farsa de la democracia ("Del que vota en blanco", "Continúa lo del voto en blanco"); la Segunda Guerra Mundial ("También los periodistas...", "La guerra frente a las pizarras: sainete en tiempos de tragedia"); el paseo despreocupado por otras ciudades ("Elogio de la ciudad de La Plata"); el amor y las costumbres amatorias de la época ("Soliloquio del solterón", "Diálogo de lechería"); la denuncia periodística más acusada ("Hospitales en la miseria", "Escuelas invadidas por las moscas"); el teatro ("Estéfano o el músico fracasado"); el cine ("Apoteosis de Charles Chaplin", "Final de 'Luces de la ciudad'"); la tipología porteña ("El hombre corcho", "Apuntes sobre el hombre que se tira a muerto") y hasta un compendio de oficio y técnica literaria que deja a teóricos y críticos de la talla de Juan José Saer o Beatriz Sarlo, sólo por citar dos nombres reconocibles, en modestos alumnos de primer año de la carrera de Letras. Es precisamente de ese sector de las aguafuertes que me interesa hablar hoy, si bien podrían escribirse páginas y páginas sobre cada una de las aguafuertes, tan deliciosas, inquietantes y magníficas son. 
¿Por qué me parecen tan relevantes estas aguafuertes en particular? Por varias razones, pero la principal de ellas es que son el resultado de una evidente madurez intelectual y espiritual de Arlt. Las aguafuertes que aparecen al final del tomito Aguafuertes porteñas: cultura y política, seleccionadas sabiamente por Sylvia Saítta, fueron escritas hacia 1941, es decir, poco antes de que Arlt muriera. Me estremece pensar lo que este hombre podría haber escrito (y pensado, imaginado, escrito y alucinado) si sólo hubiera vivido algunos años más, si en este momento ya había alcanzado esas cumbres de lucidez y brillantez intelectuales. 
Estas aguafuertes ("Aventura sin novela y novela sin aventura", "Confusiones acerca de la novela", "Galería de retratos", "Irresponsabilidad del novelista subjetivo", "Acción, límite de lo humano y lo divino" y "Literatura sin héroes") componen un apretado pero jugosísimo compendio de oficio literario que cualquier aspirante a escribidor debería tatuarse en la piel si quiere escribir dos o tres párrafos que valgan la pena ser leídos. Estas aguafuertes son, sin duda, el resultado de una reflexión profunda sobre los engranajes que mueven un texto, más específicamente aquellos que ponen en marcha una novela. 
Es notoria, desde luego, la aversión que le provocan a Arlt las novelas "psicologistas" o "subjetivas" que ya empezaban a campear en aquel entonces. Novelas en las que, como sucede en abundancia en la actualidad, "no pasa nada", no hay ni héroes ni acción: apenas unos monigotes vacuos a los que se pretende hacer pasar por personajes literarios sin nada que decir ni hacer durante páginas y páginas. Novelas en las que queda claro que no son los personajes los que no tienen nada para decir si no el propio autor y entonces, para suplir esta evidente carencia, se recurre a trucos que "cualquier aprendiz de escritor los adquiere en menos de un cuarto de hora si lo asesora un hábil maestro". Novelas que adolescen de aquello que es más preciso: personajes con encarnadura humana, héroes o antihéroes, pero personajes con los que el lector pueda identificarse sin más y vivir a través de ellos aventuras y peripecias que de otro modo le sería imposible subvenir.
¿A qué imputa Arlt esta falta de héroes y de acción en la novela contemporánea? Se lo imputa, para escándalo de muchos puristas, a la falta de lo que él llama la "constante profesional". Es decir: es el trabajo o la actividad que desempeña un hombre el que define su accionar. Nótese lo revulsivo, subversivo y colosal de este pensamiento: Arlt define al hombre por su trabajo, por su profesión, por lo que hace, por la tarea que desempeña en el seno de una sociedad, así como un animal salvaje se define por su sed de sangre o por su inalienable instinto cazador. Si un hombre no es "nada", ni médico ni abogado ni ladrón ni policía ni maestro ni escritor, no será pasible de convertirse en un héroe novelístico tampoco. 
Y a poco que se piense en la teoría arltiana nos damos cuenta de que no andaba tan descaminado: ¿por qué, por ejemplo, le pasan todas las cosas que le pasan al Quijote, primer personaje moderno por excelencia? Porque su "profesión" (la de hidalgo) estaba ya a punto de extinguirse, lo mismo que todo ese mundo feudal en el que transcurrían sus amadas novelas de caballerías. Las peripecias acaecen, justamente, por el choque entre una cosmovisión condenada a la desaparición y una nueva cosmovisión (o, si se quiere, paradigma) dispuesta a llevarse puesto todo aquello que impidiera su paso. 
De ahí que Arlt reivindique la acción y los héroes como los principales animadores de la novela, apelando al más genuino sentido común, ese del que carecen numerosos "narradores" en estos tiempos post posmodernos. ¿Qué interés pueden tener los vaivenes mentales de un personaje vacío, de una mera careta, entonces? ¿Cómo no volver a los ojos hacia los narradores decimonónicos, sabedores de que lo único que motiva a seguir leyendo es la irrefrenable curiosidad por saber qué va a pasar en la página siguiente? ¿Cómo no reverenciar a los grandes maestros del siglo XX que aprendieron perfectamente esa lección, como Stephen King? ¿Cómo no concluir una vez más que el hecho literario debiera ser un cuidado y delicado equilibrio entre el qué y el cómo, a sabiendas de que es este último el que puede inclinar la balanza hacia el cerrado aplauso o el insultante bostezo en un santiamén?
Pero mejor me callo y lo dejo hablar al maestro, quien, sin ninguna duda, la tenía más clara que nadie: 

"¿A qué se debe el predominio de la medianía en la novela? A que sus autores son novelistas mediocres. Es rarísimo el escritor que durante sólo cinco minutos al día llega a sentirse héroe, tirano, asesino, santo o monstruo. En consecuencia, estos profesionales ignoran el interior de los héroes, de los tiranos, de los santos. En cambio, los vemos dedicar páginas y más páginas a describir cómo tiemblan los pétalos de una rosa de papel cuando pasa un ángel. En torno de esta apoteosis de la ficción atomizada, se estructura la estética del llamado arte nuevo.
Las consecuencias más graves producidas por estos embelecos debemos relacionarlas con el estado mental a que predisponen a la juventud. Esta acaba por encontrarse frente a un mundo de ficción desnaturalizado y tan estabilizado en la falsedad y tan fácil de abordar que, como es fácil, terminar por admitir que es verdadero.
Por otra parte ¿quién no tiene algo que contar de sí?
Pero trate alguien de narrar cómo se violenta una caja de hierro, cómo se fabrica una fortuna especulando en la bolsa, cómo se fabrica una joya, cómo se organiza una industria, cómo se escribe una novena sinfonía, y cuéntelo exactamente y con todas las tremendas dificultades que el suceso propone; y entonces quizá, habrá hecho una novela."

No queda mucho que decir, excepto ¡manos a la obra! Manos a la obra todos aquellos que no puedan dejar de decir lo que realmente tienen que decir, porque como el mismo Arlt dijo "cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el diablo están junto a uno dictándole inefables palabras."
La pregunta es si verdaderamente se tiene algo que decir o se tiene sólo esa vana ilusión.

Analía Pinto (arltiana)

jueves, 10 de junio de 2010

Jack London o ¡Quiero más!

Bastó una simple sugerencia para precipitarme de cabeza en él. Es decir, bastó una sugerencia para encender mi siempre volátil e inquieta curiosidad literaria y bastó leer un par de páginas para, entonces sí, caer bajo su hechizo. 
Uno de mis alumnos del taller de escritura, quien ahora se encuentra en Cuba, me sugirió que leyera un cuento de Jack London, "Encender una hoguera". No recuerdo a título de qué surgió esa sugerencia, pero alabado sea cualquiera haya sido ese motivo. Gracias a él encontré un auténtico tesoro esperándome en los anaqueles de mi biblioteca. Atendiendo a la sugerencia de Patricio, me dirigí a esos silenciosos y pacientes estantes que cultivo cual si fueran plantas exóticas y maravillosas y di con algunos libros de Jack London. En efecto, al correr de los años, había conseguido dos recopilaciones de cuentos y una novela breve. No estaba entre ellos el cuento en cuestión, pero me puse a leer igual. Como dije, a las pocas páginas, a los pocos renglones más bien, ya estaba totalmente atrapada por uno de los mejores narradores que yo haya leído en mi vida. 
Sin aspavientos, sin intelectualidades vacuas a las que esta época actual es tan dada, sin piruetas ni pirotecnias verbales vacías, sin ninguna otra cosa que no sea a) una buena historia y b) el mejor modo de contarla, Jack London agarra a su lector de las solapas y lo lleva a los lugares que él quiere, lo zamarrea tanto física como moralmente, pero siempre lo devuelve sano y salvo, a pesar de que se hayan atravesado, de su diestra mano, los engañosos parajes helados del Yukón, los piélagos grisáceos del estrecho de Magallanes o los paisajes postapocalípticos de una humanidad reducida al más terrible primitivismo tras una epidemia mortal. Jack London no da tregua, no da paz, pero lo hace de una forma tan genial y tan amena que uno se queda hasta el final, hipnotizado, fascinado, enloquecido: queriendo más todo el tiempo.
Esas dos recopilaciones (El mejicano y Diablo, editadas por el diario Página/12 hace ya mucho tiempo) y la novela corta (La peste escarlata) fueron rápidamente devoradas por mi avidez. Como si un ángel me estuviera siguiendo los pasos, en el tiempo en que ya estaba a punto de terminar La peste escarlata, me crucé con otros dos libros de London, que compré de inmediato (y a precios irrisorios, como me sucede tan a menudo): La huelga general, otra recopilación de relatos de los mismos de Página/12, y una de sus novelas más famosas, La llamada de la selva
Esta última, la historia de un perro de la nieve, casi un perro-lobo, que es arrancado de su "familia" humana para convertirse en un perro de trineo, arrancó copiosas lágrimas de mi frágil persona: la compenetración que London logra con ese animal, Buck, las descripciones de sus sentimientos, anhelos y deseos, las torturas indecibles a que es sometido, los fieros castigos, el frío, el hambre, el terrible dolor de sus patas tras días y días de marcha entre el barro y la nieve, entre otras cosas, provocaron emociones tan fuertes e incontrolables en mí como si Buck se tratara de uno de mis seres más queridos y no un simple "perro personaje de ficción".
Ahí creo que radica la magia imparable de Jack London: ningún personaje le es ajeno, humano, animal, joven, viejo o niño; ningún conflicto le es extraño; ninguna aventura le resulta imposible o descabellada; y ni siquiera cuando se imagina ese futuro apocalíptico y bárbaro le erra demasiado: estoy segura de que si ocurriera una hecatombe nuclear o de cualquier otro tipo y por alguna razón ya no pudiéramos disponer de todos los elementos de la "civilización", más temprano que tarde volveríamos a ser brutos hombres de las cavernas, rudimentarios seres que sólo se preocuparían de su comida y su abrigo, sin tiempo para nadie y para nada más. Eso es lo que se muestra, de forma bárbara y cruda, en La peste escarlata, pero también en el cuento "La huelga general", que, sin embargo, no transcurre en ese lejano y temible futuro sino en el presente cercano del autor. ¿Qué hacer si un día ya no hay alimentos, no porque se hayan terminado sino porque quienes los cultivan, preparan y procesan para luego venderlos deciden hacer huelga? ¿Y si a ellos se suman quienes lo reparten, quienes los distribuyen y así sucesivamente?
Aterrador, ¿verdad?
Claro que sí. Y London, por lo que pude ver, no tuvo miedo de enfrentar disyuntivas semejantes y se las arregló para ver cómo actuaba cada uno de sus personajes en esas (y otras) situaciones extremas, como el protagonista del cuento con el que comenzó todo esto, "Encender una hoguera", cuya moraleja podría ser que la inteligencia humana tiene límites pero la estupidez no. Un hombre atraviesa, solo, en pleno invierno ártico, el cauce helado del Yukón. Le han advertido que no debía hacerlo pero a él no le importó. Su omnipotencia le hizo creer que podría sortear las trampas de hielo y nieve, que aunque estuviera a cincuenta grados bajo cero su sola voluntad bastaría para llegar a salvo al campamento donde lo esperaban sus compañeros. Error. La primera hoguera que debe encender le sale bien y esto le otorga esa falsa confianza que lo hará fracasar estrepitosamente en la segunda. No les cuento más, mejor leánlo, pero las descripciones que London hace del avance del frío por el cuerpo de ese hombre así como de los parajes helados en los que porfiadamente trata de vencer a la naturaleza no tienen parangón, creo yo, en toda la literatura universal. Quizá en Maupassant. Quizá. 
Y, como siempre, es un escritor del siglo XIX (aunque arañando ya el XX) el que me vuela la peluca y me hace estremecer y emocionar hasta un punto indecible. 
Ojalá no sea yo la única conmovida por la espeluznante pluma de Jack London. 

Analía Pinto